SIETE DIAS DE
MAYO UN MOMENTO MUY LARGO LA REINA Y
SU ZANGANO
Las viñas del miedo SIETE DIAS DE MAYO (Seven
Days in May, USA, 1964), presentado por Paramount;
libro: Rod Serling, sobre novela de Fletcher
Knebel y Charles W. Bailey II; música: Jerry
Goldsmith; intérpretes: Burt Lancaster, Kirk
Douglas, Fredric March, Edmond O' Brien, Martin
Balsam, Ava Gardner y George McReady. Director:
John Frankenheimer. 117m. Es, en un comienzo,
un día de hombres inquietos. Bandos rivales se
enfrentan ante las verjas de la Casa Blanca, uno
en favor del presidente Jordán Lyman (March) y su
tratado con Rusia sobre proscripción de armas
nucleares, el otro en pos de la renuncia de Lyman
("Drop dead", reza uno de sus carteles) y la
exaltación a la presidencia del opositor
indeclinable al tratado, el general de la Fuerza
Aérea James Mattoon Scott (Lancaster). Lyman se
entera, a través de las encuestas Gallup, que sólo
el 29 por ciento de la población norteamericana
apoya su política de paz; mientras, en otro lugar
de Washington, el senador Prentice se manifiesta
en favor de Scott, el senador Clark (O'Brien) lo
rechaza y el coronel de infantería de Marina
Martín Jiggs Casey (Douglas) advierte los signos
precursores de un golpe de Estado. A partir de
ese 12 de mayo de un año imprecisado y a causa de
la denuncia de Casey, el presidente Lyman y sus
hombres de confianza se empeñan en desbaratar una
conjuración que parece improbable dentro de la
maquinaria democrática norteamericana y que, sin
embargo, se revela como una alucinante realidad.
En el transcurso de unas maniobras, Lyman será
secuestrado, Scott asumirá el poder y la guerra
nuclear con el Soviet resultará inminente. El
guión manipula con sagacidad este material
riesgoso, y si en lo formal no se aparta de una
estricta línea cronológica, con mínimos incidentes
laterales, sabe apelar a resortes más profundos,
sobre todo a través de los conceptos de un diálogo
exacto, ejemplar en su síntesis. La aventura
física incluye una búsqueda —por el senador Clark—
de la base secreta de los revolucionarios cerca de
Texas, en un melancólico desierto (con un corte
magistral para señalar la aparición de un
helicóptero rebelde), y la misión confiada al
asesor de prensa de Lyman, Paul Girard (Balsam);
él debe obtener la confesión escrita del almirante
que comanda la flota norteamericana en el
Mediterráneo y que mantiene contactos con los
insurrectos. La urgencia con que se da el
tumulto de esa semana, el solvente manejo del
suspenso y el retrato del febril Scott, corroído
por la ambición y la prepotencia ("Dígale que
descanse el séptimo día", advierte una astuta
línea de diálogo a cargo de Ava Gardner, en el
papel de la ex amante del general), pertenecen a
lo mejor de Siete días de mayo, que rehabilita de
algunas flaquezas relentes a John Frankenheimer
(33 años; El joven extraño, La celda olvidada. El
embajador del miedo). Quizá no se han esquivado
lo bastante algunas convenciones, como el idilio
Douglas-Gardner o el arribo a última hora del
documento que precipita el derrumbe de los
traidores, pero el resultado es de primer orden, y
la producción respira una prolija seguridad,
aunque resulta menos apasionante que la novela
original. No son ajenas al logro las sobrias
caracterizaciones de todo el elenco, impostadas en
la más absoluta naturalidad. Más allá de estas
satisfacciones, Siete días de mayo afronta con
valor un problema real y aborda una explicación:
"El enemigo —dice el presidente Lyman— no es el
general Scott, sino la era nuclear, donde los
hombres se sienten inseguros y buscan el apoyo en
la fuerza porque temen que la ley sea débil. Pero
quebrantar la ley es abrir el camino a la ruina
del país".
Charla filosófica UN MOMENTO
MUY LARGO (Argentina e Italia, 1963), coproducción
de Carlos M. Stevani y Francisco J. Aicardi, sobre
novela de Silvina Bullrich, presentada por
Argentina Sonó Film. Fotografía: Aníbal González
Paz; música: Armando Travajoli; escenografía:
Oscar Lagomarsino; intérpretes: Elsa Daniel,
Venantíno Venantini y Rafael Pisareff. Director:
Piero Vivarelli. 80m. Una traductora de las
Naciones Unidas y un físico nuclear, ambos
argentinos, se conocen en Nueva York y entablan
una frenética vinculación amorosa que ventilan
también en Buenos Aires y en Punta del Este. Pero
Nicolás es casado, se lo dice a Bárbara cuando la
pasión ha ido demasiado lejos, y el previsible
final exige el alejamiento definitivo de los
amantes. En la pantalla, esta historia aparece
reducida a un esquema reiterativo: Bárbara y
Nicolás se encuentran, hacen el amor, se separan;
Bárbara intenta mitigar su soledad con whisky y
discos (jazz en Nueva York, tangos en Buenos
Aires), Nicolás tiene verdadera manía por ir al
aeropuerto a recibir colegas brasileños. La
limitada acción se doblega bajo espesos bloques de
diálogos cuya tónica consiste en el asombro ante
las comprobaciones más obvias: por ejemplo, la
vida es como una' carrera de automóviles, colmada
de imprevistos. Algunas frases ilustran la
artificiosidad de la letra: "No temas, no
frecuentaré los círculos mundanos"; "Nutramos
nuestros cuerpos fatigados"; cuando no se incurre
simplemente en el barbarismo: '"Si lo haría, no
podría seguir trabajando". Un doblaje apoyado
en voces poco matizadas, la recurrencia de lugares
comunes para asegurar el quebradizo hilo narrativo
(el paso del tiempo dado mediante los cambios de
la luz en una ventana, la desolación expresada con
largas caminatas de Bárbara por Buenos Aires) y un
tono general de laxitud cooperan en la flojedad de
Un momento muy largo. Frente a la aglomeración de
errores, poco pueden hacer Elsa Daniel y Venantino
Venantini para defender sus frágiles papeles,
resueltos en largas conversaciones. Los mecanismos
técnicos acusan fallas inexplicables.
El
ojo de la cerradura LA REINA Y SU ZANGANO
(L'ape Regina, Italia, 1963, producción
Sandro-Fair, distribuida por Ocean; libreto:
Goffredi Parise, Rafael Azcona, Ferreri, Festa
Campanile, Franciosa y Diego Fabbri, sobre
argumento de Parise; fotografía: Ennio Guarneri;
música: Teo Usuelli; intérpretes: Moma Vlady, Ugo
Tognazzi, Riccardo Fellini, Walter Giller.
Director: Marco Ferreri, 90m. Los hombres de
nuestra familia siempre murieron felices, susurra
la devota tía Mafalda en los oídos de Alfonso, un
vendedor de automóviles con más de 40 años,
resuelto a casarse con la candorosa Regina. La
reina y su zángano es una dilatada ilustración de
esa frase: desde la mañana inmediata a la boda,
Regina devora implacablemente a su marido, en el
lecho conyugal, como un interminable vampiro,
mientras le cuenta que ella siempre fue "una
figlia di María", una adolescente cuya mayor
gloria dominical era marchar en las procesiones de
Santa Lia. la campesina virgen y barbada. Todo lo
que quiere Regina es extraer un hijo de él: ante
la certeza de que ese hijo nacerá, deja yacer al
cuadragenario marido en su estrecha cama de
zángano. Cuando llega a su casa, el hombre debe
pegar siempre o su mujer —dice Igi, el hermano de
Regina, hacia el principio de la historia—. No
importa por qué lo haga: su mujer conoce
seguramente ese porqué. Alfonso opta en cambio
por la sumisión. por la ostentación de una
virilidad que a Regina y al padre Mariano,
confesor de la familia, les parece sagrada. Detrás
de ese esquema, La reina y su zángano esconde una
corrosiva crítica a la institución matrimonial tal
como la conciben los burgueses italianos aferrados
a la tradición católica: como una mera
perpetuación de la especie humana. Para llevar
adelante su ambición, Marco Ferreri (35 años)
ridiculiza un elemento religioso tras otro, exhibe
los desbordes sexuales de la pareja con las torres
del Vaticano al fondo, organiza para la sexualidad
conyugal una atmósfera hecha de rezos y coros
monacales. Lo mismo que en El cochecito (1960),
el film previo de Ferreri, los datos esotéricos y
el tremendismo descriptivo dominan toda la
anécdota hasta sofocarla. Pero La Reina se
prestaba menos a la farsa, a la elaboración
esperpéntica de aquella otra obra: la crítica de
costumbres a que aspira Ferreri pierde así su
profundidad, se transforma en un acto de
servidumbre al espectador. Y, en tren de
servilismo. Ferreri no conoce límites, ni siquiera
los de la grosería. Por lo demás, La reina tiene
una construcción narrativa llena de elipsis, de
saltos temporales que no están relacionados con el
estilo opaco y casi naturalista de la puesta en
escena. Lo mejor de la obra está en las
composiciones intencionadas y llenas de ácida
sensualidad que consuman Marina Vlady y Ugo
Tognazzi. Pero no sólo con actores inteligentes se
hacen films que también pretenden serlo.