Films The conformist,
Italia-Francia-USA, 1970 Countess
Oráculo, Inglaterra, 1971 L'enfant
sauvage, Francia, 1970 The mind of Mr.
Soames, Inglaterra, 1969 L'invasione,
Italia-Francia, 1970 FUEGO, Argentina,
1969 Valdez is Coming, USA, 1970
Escape from the Planet of the Apes, USA,
1971
EL HORROR DE LA
MEMORIA EL CONFORMISTA (The
conformist, Italia-Francia-USA, 1970), de Bernardo
Bertolucci. 100 minutos. El agente fascista
Marcello Clerici (Jean-Louis Trintignant) se
mantiene expectante: ha llegado el día de
asesinar, en el trayecto de París a Los Alpes, al
profesor Quadri, su antiguo maestro exiliado en
Francia por su oposición al régimen. El realizador
Bernardo Bertolucci vuelve a este epicentro
dramático durante todo el film; entretanto,
interpola algunos antecedentes del protagonista,
que en la novela de Alberto Moravia se exponían
cronológicamente: su relación con un chofer
homosexual (Pierre Clementi), a quien cree haber
dado muerte; el noviazgo con la estúpida Giulia
(Stefania Sandrelli), una típica burguesita; la
agresión al padre, un ex torturador de las
primeras épocas del Duce, ahora internado en un
manicomio; la adhesión edípica a su madre
drogadicta. Al enfrentarse con el
exiliado Quadri, Marcello podría haber
experimentado un sacudimiento de sus esquemas. No
sólo convierte a la esposa del maestro, Anna
(Dominique Sanda), en su amante, sino que parece
cavilar sobre las viejas lecciones acerca del mito
platónico de la Caverna: "¿Recuerdas cómo veían la
realidad los hombres de la cueva? —pregunta el
intelectual a su discípulo—. Pues así, como
sombras, deben ver el mundo los que se quedaron en
Italia bajo el ocultismo de Mussolini". Pero ni la
belleza de la muchacha, ni los apotegmas del
filósofo griego conmueven su esquema político: es
un mouchard (así llamaban los expatriados a los
espías fascistas), además de un psicótico en quien
las tendencias sexuales perversas se confunden con
el crimen y el terror. Aparte de mantener la
intensidad de ciertos rasgos, ya marcados en el
antecedente literario, el guión de Bertolucci
registra la incorporación de un personaje
importante: Ítalo, el ideólogo ciego que ha ganado
a Marcello para la causa. Aunque no agrega
esencialmente ningún resorte, este elemento coloca
un puente, que ayuda a concretar en lenguaje
fílmico el cúmulo de factores determinantes de una
conduca: el personaje central siempre necesita ser
guiado, aun cuando (como en el cuadro de Brueghel)
un no vidente precipite al error. La acentuación
de otros aspectos, por lo demás, propone una
lectura crítica, actualizada, de Moravia; así, el
lesbianismo de Anna, el aburguesamiento de Quadri
y la corrupción de la familia Clerici resaltan
aquí con mayor nitidez. Las preocupaciones
formales de Bertolucci hacen de El conformista un
film que alterna la radiografía política de la
clase media italiana con un preciosismo estético
notable. Sin embargo, el tratamiento de la
deliberada deformación visual se atenúa a medida
que el film avanza: una iluminación elaboradísima,
conjugada con escenarios de amplitud monumental
(arquitecturas vinculadas a los regímenes
totalitarios), crean un clima inicial propenso al
expresionismo, que luego va cediendo hasta la
narración realista del baile y el asesinato del
matrimonio Quadri. La pulcritud de la
reconstrucción alcanza al vestuario del exquisito
Gitt Magrini, al moblaje y la escenografía de
Fernando Scarfiotti, a los peinados tanto de
personajes protagónicos como de extras (Gastone
Moschin parece deliberadamente caracterizado de
acuerdo al modelo masculino que ostentaba, hacia
1940 el entonces galán Pierre Brasseur). Pero, por
sobre todo, el realizador impregna su obra con una
atmósfera de horror mezclada con la evanescencia
de la memoria: esas hojas otoñales que cubren el
jardín de la madre, cuando Marcello la libera de
su chofer; esa bruma que intenta encubrir las
atroces puñaladas inferidas al profesor; esos
paisajes nocturnos que desfilan tras la ventanilla
del camarote, en el viaje de bodas. Sobre el final, otra
variante respecto de la novela establece la
perspectiva ideológica de Bertolucci; Marcello y
su mujer no mueren, sino que se adaptan
inmediatamente a la nueva realidad de 1943: los
Clerici —parece insinuar— están vivos en el
fascismo latente de la burguesía italiana actual.
Con resabios de un Kurt Weil estilizado, los
arreglos del delirante Georges Delarue (contraste
de bronces con piano rítmico) apoyan las imágenes
de un film que —como opera terza— amenaza
confirmar la presencia de un director vital.
UNA SOPA DE GLOBULOS
ROJOS LA CONDESA DRACULA
(Countess Oráculo, Inglaterra, 1971), de Peter
Sasdy, 90 minutos. Iguazú. La condesa está
madura; a pesar de ello, sus ojos, con viva
ferocidad, recorren, a través de un púdico y
enlutado velo, al mancebo, que tímidamente escucha
las decisiones testamentarias de su marido,
flamante cadáver. Mujer de diabólica fama, la
condesa no se resigna a su decadencia; antigua
amante de un capitán sin ejército, camarada de su
cónyuge, enfurece cuando éste le hace notar su
inminente ancianidad. Sádica, en consecuencia
martiriza a una hermosa y servicial doncella;
cuando la muchacha anuncia que el baño está listo,
la condesa exige que entibie el agua; obediente,
aquélla derrama, sobre una bañera circular, un
cántaro de agua fría. No es suficiente; para
probárselo, la condesa aferra el brazo de la
joven y lo sumerge hasta escaldarla mientras
ordena: "Pélame un durazno". Temerosa, la joven
deja caer al suelo una brizna de cámara, lo que
provoca la violenta reacción de la señora: toma el
estilete que pulsa la criada y dibuja, contra su
rostro, un tajo desalmado. No puede impedir, sin
embargo, que un chorro sanguinolento tiña su
mejilla derecha; la furia que anticipa, entonces,
se desmorona al enfrentarse con su imagen en un
espejo: la parte afectada —vislumbra con asombro—
se ha vuelto tersa, denota la juventud. Con este hallazgo
desopilante, el director Peter Sasdy abre su film
e ingresa al ágape vampírico. A partir de ese
momento, la noble dama emprende una vertiginosa
caza de doncellas; los baños de sangre en los que
retoza la devuelven a su voluptuosa juventud. Esta
coartada le permite una mutación fascinante: toma
el lugar de su hija, alejada de ella desde los
siete años. Ordena que la rapten y la deja al
cuidado de un vasallo sordomudo. Este gambito es
afortunado: el efebo, de sospechosa delicadeza,
enamora de ella confundiéndola con la muchacha. Pero la condesa no las
tiene todas consigo: su aspecto juvenil dura
apenas un par de días. Esta fugacidad tiene
consecuencias lamentables: a punto de hacer el
amor, por vez primera, con su filial amante, su
rostro empieza a resquebrajarse, la decrepitud la
invade y debe suspender el avance. El contraataque
es inevitable: exige nuevas víctimas; la ayudan en
la faena el capitán y su criada. Apresurado, aquél
comete una gaffe lamentable: le obsequia una
prostituta. Provista de una insólita esponja,
rebosante de sangre, la condesa descubre,
aterrada, que la juventud no retorna a su piel. Un
libro demoníaco, le anuncia que la única sangre
con propiedades restitutivas es la de las
vírgenes. Su hija es una de ellas; presto, el
capitán la arrastra al castillo. Exultante y trajeada
de novia, la condesa está a punto de consumar el
segundo matrimonio; ruborizada, cuando el
sacerdote la interroga, ella baja la cabeza; al
elevarla, una máscara horrible injuria el velo
blanquecino. El final que, pacto tácito, debe
silenciarse, es una parodia de tragedia griega:
Edipo y Medea se dan cita en una escalinata que
homenajea a Shakespeare. Oscilando entre la
sutileza y lo obvio, La Condesa Drácula tienta una
aventura fascinante: integra a la sangrienta
galería de chupasangres el pilar de la dinastía
femenina. Descarta, además, los memorables
colmillos: la condesa festeja sus rituales
empuñando un filoso, finísimo, broche de pelo. Pese a ello, los
resultados son magros: es demasiado sutil para
convertirse en un clásico del género. Desde una
tumba entreabierta, solazándose con una densa sopa
de glóbulos rojos, Bela Lugosi, insustituible
Drácula, sonreía vengativo.
Y MAÑANA SERAN HOMBRES EL NIÑO SALVAJE
(L'enfant sauvage, Francia, 1970), de François
Truffaut. 85minutos. Plaza. Establecer el grado de
inteligencia de un niño de unos once años, criado
en la selva al margen de su especie: he ahí la
cuestión. A fines del siglo xviii, la experiencia de
confrontar al salvaje con la llamada civilización
podía quitar el sueño a cualquier rousseauniano.
En rigor, el hallazgo del curioso "Víctor de
Aveyron" venía a servir, en bandeja, una
oportunidad quizá irrepetible: averiguar, en la
práctica, qué le ocurre a un organismo humano
privado del contrato social, qué le proporciona la
naturaleza, qué se atrofia sin la vida de
relación. El film parte del
libro del maestro Jean Itard, un informe que data
de 1806, en el que el autor consigna, a manera de
diario, la empeñosa búsqueda de procedimientos
para transformar al petit sauvage en una persona.
François Truffaut se reserva el rol del pedagogo.
y ensaya el lanzamiento de un nuevo infante actor:
Jean-Pierre Cargol. quien en ningún momento
impresiona con la mirada desoladora que el mismo
director extrajo, hace más de diez años, de su
tocayo Jean-Pierre Léaud, el protagonista de Los
400 golpes. A través de un
ascético blanco y negro, la narración mantiene la
linealidad absoluta del relator, al punto de
eludir, inclusive, el planteo de conflictos. Como
para resaltar que la limitación de medios
expresivos es deliberada, en numerosas secuencias
el realizador utiliza la técnica de abrir y cerrar
el objetivo en círculo, sobre una de las figuras
del cuadro, un recurso que hace 50 años
evidenciaba las restricciones del cine primitivo. Casi despojado de
atractivos, el film interesará a educadores y
antropólogos: la preocupación del tutor para que
Víctor pronuncie la palabra "leche" antes de
obtener el alimento (para pedirlo, y no después,
como respuesta animal de placer), la incorporación
del sentido de la Justicia (mediante el cual el
niño pasa a comportarse como un ser moral) y el
desarrollo de la afectividad, conforman un cuadro
prehistórico de las modernas teorías sobre la
conducta. "Ya eres un ser civilizado, vives entre
nosotros", dice Itard a su discípulo, en la escena
final; pero el pequeño no ha conseguido pronunciar
más que algunos fonemas guturales y sus progresos
son penosos: la indefinición del cierre parece,
más bien, un fracaso de Truffaut.
EL HOMBRE QUE NACE DE
NUEVO (The mind of Mr. Soames, Inglaterra, 1969),
de Alan Cooke. 95 minutos. Losuar. "Bienvenido a la
humanidad", dice Robert Vaughn, el neurocirujano
que ha operado a Terence Stamp del cerebro: el
protagonista de esta parábola sobre la crueldad
del mundo actual ha permanecido 30 años en
invernación (después de nacer en estado comatoso),
y ahora despierta al universo, como un bebé. No
hay, como en el film de Truffaut, un informe
científico o verídico que avale la experiencia; no
importaría, si el autor hubiera explotado
imaginativamente esta ficción. El período de
aprendizaje de John Scames (así se llama el
niño-adulto) es mucho más veloz que el que debió
cumplir Víctor, el salvaje de Aveyron, aunque los
juegos y ejercicios coincidan curiosamente. Sin
embargo, cualquier estudiante de psicología que
enfrente ambos films, tendrá derecho a sospechar
que los principios pediátricos del siglo xviii
funcionaban más atinadamente que los desplegados
en el moderno instituto del relato inglés. No estuvo en el ánimo
del director Alan Cooke asesorarse clínicamente;
de haberlo hecho, se habría enterado, por ejemplo,
que ningún médico, por torpe que fuera, obviaría
con tanta ligereza la influencia femenina en las
primeras etapas de una criatura (para cumplir,
inexorablemente, lo que se llama proceso de
simbiosis materno-infantil). Tamoooo indagó
demasiado sobre los métodos para dirigir actores;
salvada la sobriedad de Robert Vaughn, la
interpretación es insufrible, desde el pésimo
Stamp el estereotipo villanesco de Nigel
Davenport, un vetusto galán (algo así como un
Santiago Gómez Cou a la inglesa) cuyos tics han
sabido engañar a más de un crítico ingenuo. Quedan
en pie —y con holgura— las excelencias técnicas de
El hombre que nace de nuevo : la impecable
fotografía de Billy Williams (atención a la
transparencia del color en las tomas nocturnas del
bosque) y la música de Michael Dress.
NO ME PINTEN EL PERRO LA INVASION
(L'invasione, Italia-Francia, 1970), de Yves
Allegret. 93 minutos. Grand Splendid. Michel Piccoli,
profesor y arquitecto, recibe en su lujoso piso a
un grupo de alumnos. Lisa Gastoni, su mujer, se va
a dormir. A poco de conversar, los visitantes,
dejan al descubierto su verdadera intención:
enjuiciar al intelectual burgués, cuestionar las
razones de su éxito, conmover su estructura
ideológica y perturbar su propiedad. El acusado prepara un
viaje a Ghana, donde la revolución del África se
presenta como un punto intermedio para sus
inquietudes (ya no tiene 20 años como para pensar
en China, ni es tan viejo como para resignarse a
la comodidad soviética). Pero, en el hecho de
emigrar, los estudiantes entrevén un pretexto de
evasión; lo despiden con un estrepitoso show:
pintan toda la casa (incluido el perro), le orinan
los zapatos, hacen el amor desnudos delante de él,
tajean sus colchas de pieles, seducen a su mujer,
acaban humillándolo con un simulacro de suicidio. En uno de los tantos
números que se suceden en este ininterrumpido
happening, los muchachos cantan una especie de
laude evangélico alrededor de la Lamborghini, el
poderoso coche deportivo del profesor: como si
empuñaran libros sagrados, salmodian frases
publicitarias acerca de los atributos del auto,
mientras despliegan todo un ceremonial litúrgico. El director Yves
Allegret (otrora "el mejor especialista del film
noire", Georges Sadoul dixit) trata la ingenua
historia de Fabio Carpi y Luigi Malerba con
ciertos atisbos de antirrealidad. Así cobra otro
sentido la presencia de los invasores: el invadido
los incorpora tanto a su rutina que, en un
momento, se va a bañar o acepta que el lenguaje se
transforme progresivamente de diálogo en puro
ritual. Como si se tratara de
una obra de teatro, el fotógrafo Ennio Guarnieri
ha manejado la iluminación de acuerdo a la
exigencia de un ambiente interior permanente (hay
un par de tomas excepcionales en la terraza) ; la
intensidad de la luz, pues, realza ciertas escenas
de color o se vuelve sombría, como en la lenta
farándula de la despedida. Después de una veintena
de films, Allegret no podía permanecer ajeno a
este control de procedimientos. Pero, salvo la
pulcritud en el estilo de una exposición sostenida
y coherente, nada recuerda las pasadas glorias de
este sexagenario realizador que, en 1953, con Los
orgullosos, inscribió un mojón en la historia del
cine francés.
CALENTAMO EL AMBIENTE FUEGO (Argentina,
1969), de Armando Bo. 90 minutos. Sarmiento. Un río, una mujer
desnuda. Como corresponde, el baño se habrá de
repetir. Hay ojos ansiosos: una lesbiana (la
realista Alba Mujica) y un jinete de pies planos
(el amazacotado Armando Bo). El lejano recorrido
visual del actor —también de la cámara; no en
vano, el que !a maneja se llama Francisco
Mirada-—coincide con el recorrido físico, salaz
descenso a los infiernos, de la invertida. Un
verdadero anticipo. A todo esto, ya habían
estallado las letras rojas y el anuncio de que la
dirección, el libreto, los diálogos, el papel
masculino, la producción, parte de la música,
algunas letras y los etcéteras pertenecen a
Armando Bo; el resto, sería injusto hablar de uno
solo, lo aporta Isabel Sarli. Resulta que, cada vez
que la banda musical susurra "Fuego, fuego", a
Isabel le entran a dar unos sacudones, una especie
de epilepsia (un crítico dijo que era urticaria:
ella tiene necesidad de restregarse). Un galán
"por problemas de negocios", no puede abastecerla
esa noche; justo cuando toca la música. Las
envidiosas dicen que a ella no le alcanzan "ni
diez hombres". Pero llega Armando y,
aparentemente, está todo solucionado. Unas
miradas, las del cameraman incluidas, una pieza de
baile, el estremecimiento, el jardín. Para más
seguridad, se detienen frente al gallinero; están
algo incómodos: la cámara apunta hacia el cielo,
Isabel se apaga. —Te quiero bien. —¿A mí?, que soy una
loca. Están en la montaña,
sobre la nieve. Suena la música y, zas, a ella le
agarra. Primero, se consuela con la nieve; luego,
Armando se anima,, el esfuerzo rinde: la cámara
apunta hacia el cielo? Isabel se apaga. Luego, habrá una
sucesión de hombres siempre en el bosque; con
ellos, se descubre la sensibilidad del director,
quien aprovecha determinados momentos para
reflejar el cielo, algunos matorrales, el remanso
del río. Imperturbable, Armando insiste con su
amor: esta vez, ella acepta el casamiento en una
hamaca: la cámara apunta hacia el cielo, Isabel se
apaga. Cada vez que se dicen
"te quiero", se advierte que ambos padecen de
miopía: por lo menos, entrecierran los ojos como
si no vieran bien. Armando se va a trabajar; la
música y, otra vez, a ella le agarra. Recorre el
pueblo, calza guantes, tapado de piel y cartera;
debajo, como arrancada de una novela de Armonía
Somers —se presume que es una lectura obligatoria
del director—, sólo lleva una bikini: consigue un
leñador, terminan en el prado: la cámara apunta al
cielo, Isabel se apaga (Es justo decir que ella no
se ha sacado los guantes). Sufre "lo quiere bien
a su marido"; él parece entenderla: ella le pide
perdón. En el transcurso del film, le pide perdón
más de una docena de veces (y eso que la censura
ha suprimido algunas escenas). También está Madame
Lesbos, quien suele burlarse de la frente de
Armando. La música de nuevo, ella que se integra a
una obra de Julie Green —con seguridad, otro de
los autores de cabecera del director—araña árboles
a falta de otras soluciones. Pero aparece el
forzudo de turno: la cámara apunta hacia el cielo,
Isabel se apaga. Tantas veces se repite
el adulterio, que Armando apela a un médico: luego
de un extasiado tacto (para ella), se comprueba la
neurosis sexual. No tiene solución. El sufrido
esposo supone que en los Estados Unidos se podrá
curar: allá le dan el mismo diagnóstico (claro, en
inglés). Armando justifica el paseo con /
understand, doctor: Isabel, preocupada por la
música, sólo dice Yes. Quizá, para mantener la
imagen del país, la cámara esta vez no apunta al
cielo, aunque ella se apaga igual. No hay "rayo de
esperanza" que valga: ella vuelve a las andadas.
Ni una visita a la Iglesia la salva. La musiquita
y, otra vez, le agarra. La muerte se torna la
única salida: ella se viste de gala y se suicida.
Armando, un personaje de Shakespeare, se pega un
tiro en la mano (por lo menos, es lo que se ve
ensangrentado). Fin. Es lamentable que la
censura se haya ensañado tanto tiempo con esta
obra: su polifacético director, un culterano, ha
recurrido, para realzar el film, a ideas de
autores ingleses, franceses y hasta uruguayos.
Además, ha expuesto con valentía un problema que
"afecta a más de una mujer, un caso clínico". Y ha
conseguido esta experiencia artística sin caer en
la vulgaridad —como lo suele hacer Ingmar Bergman,
por ejemplo—, sin servirse de la pornografía. Un
caso: los actos sexuales, en Fuego, nunca se
realizan en la cama.
ESTA NOCHE DIGO BASTA EL RETO DE Valdez
(Valdez is Coming, USA, 1970), de Edwin Sherin. 87
minutos. Gran Rex. Bob Valdez (Burt
Lancaster) es un representante de la ley de
segunda categoría, un mestizo. Además, manso hasta
la exasperación. Su contrincante es Tanner (John
Cypher), un boyardo tiránico, empeñado en
demostrar que no mató al esposo de su amante
(Susan Clark) a través de sus refinadas maldades.
Entonces, acorrala a un negro inocente, que el
héroe intenta salvar y, al fin, mata por la
intencionada maniobra de un paranoico pistolero a
sueldo del patrón. Para Valdez, queda
como carga moral una desvalida e imperturbable
apache (mujer del negro), a la que intenta
indemnizar con 200 dólares, cien de los cuales ha
de requerirle al villano. A partir de allí, Bob
será objeto de todo tipo de burlas, escarnios y
torturas, que le prodigarán los matones de Tanner.
Hasta que dice basta y munido de un impresionante
arsenal (un Colt 45, una escopeta de caño
recortado, un Winchester 30-30 y un fusil para
cazar búfalos), comienza a diezmar las huestes de
Tanner, rapta a la muchacha (que en su momento se
revelará como la asesina de su esposo) y obliga a
éste a perseguirlo en un terreno que él conoce a
la perfección. Valdez is Coming es un
western moralista. La acción del personaje central
encarna a la Justicia. Impone, no sólo por la
fuerza y la astucia, sino también por una rectitud
ética, una solidez espiritual que Burt Lancaster
interpreta a la perfección. Son ésos los elementos
psicológicos que conquistarán a los hombres de
Tanner (que lo dejarán librado a un humillante
final) e inclusive a su mujer. El film se desarrolla
con morosidad v se mantiene, salvo contadas
ocasiones, en un enfoque estático, escénico
(acorde con los antecedentes teatrales de su
director). La música de Charles Gross, eficazmente
descriptiva, apenas alcanza para aligerar esa
monotonía. Una secuencia, la de la niebla, es lo
único rescatable en la fotografía de Gabor Pogany.
En síntesis, el debut de Edwin Sherin como
director cinematográfico no resulta excepcional,
pero tampoco decepcionante.
NOSOTROS, LOS MONOS ESCAPE DEL PLANETA DE
LOS SIMIOS (Escape from the
Planet of the Apes, USA, 1971), de Don Taylor. 98
minutos. Los acordes musicales
de Jerry Goldsmith que subrayan la intriga del
film, desde la primera secuencia, imitan
groseramente un concierto para piano y orquesta
(1945) de Igor Strawinsky. El mismo que David
Stivel utiliza para Cosa Juzgada; a pesar de la
coincidencia sonora, esta tercera edición de la
historia de los simios raya bastante por debajo
—inclusive— del nivel que trasunta el ciclo
televisivo. Zira, Cornelius y
Milo, los tres chimpancés inteligentes del planeta
destruido por la bomba (que no era otro que la
misma Tierra), llegan a las costas californianas:
mediante una operación en el tiempo, han saltado
de 3955 a 1973. Como el espectador ya conoce el
futuro, la inserción de los monos sabios en el
"primitivismo" actual de Los Ángeles puede
resultar gracioso, pero inevitablemente previsible
(Cornelius de traje y corbata horrorizándose
frente al bestialismo del boxeo, Zira bañándose
con espuma de tocador o sometiéndose a las
confesiones con pentotal a que la obligan los
técnicos de la CIA). La nueva parábola
anticipatoria pudo explotar una ingeniosa
concepción fantástica (diríase borgiana) del ciclo
trágico: el porvenir de los hombres es simiesco,
pero —paradójicamente— sólo porque los monos del
futuro dejaron la semilla de su descendencia en
una regresión a 1973. En lugar de profundizar en
el hallazgo, el nuevo director Don Taylor (el
anterior era Ted Post) sólo se preocupó en comprar
a Pierre Boulle los derechos de sus exitosos
personajes para seguir exprimiéndolos: en su
comercialización, la idea ha caído en manos de un
torpe improvisador.