Films de la semana
Saqueo a la ciudad
Los condenados de Altona
El premio

El relámpago en los ojos
SAQUEO A LA CIUDAD
(Le maní sulla cittá, Italia 1963), producción Galatea, distribuida por Ocean; libreto; Francesco Rom, Enzo Provenza y Enzo Forcella; fotografía: Giünni di Venanzo; música: Piero Piccioni; escenografía: Massimo Rosi: intérpretes: Rod Steiger, Salvo Randone, Guido Alberti, Cario Fermarielllo, Angelo d'Alessandro. Director: Francesco Rosi. 100m.
La ciudad saqueada es Nápoles, donde el realizador Francesco Rosi nació en 1922 y donde, por lo demás, está ambientada su primera obra propia, El desafío (La sfida, 1958); el tema es la voluntad de poder, la confrontación entre la moral política y la moral a secas.
Como en Salvatore Giuliano (1962), su film previo, Rosi ha dotado a su material de una restallante respiración épica, en la que se entrecruzan complejamente concejales, constructores de edificios, amanuenses y pequeños funcionarios, junto a la ciudad de Nápoles en masa, durante un momento de doble conmoción: las elecciones municipales de diciembre de 1962 y el derrumbe de un enorme edificio suburbano, en el área de San Andrés.
La responsabilidad de la catástrofe es del concejal derechista Eduardo Nottola (Rod Steiger), ejecutivo de la empresa constructora y aspirante a una reelección como asesor en el Ayuntamiento. Su decisión de echar tierra sobre el asunto se quiebra ante un pedido de investigación por parte del bloque izquierdista y una campaña inquisitiva por parte de la prensa; los funcionarios del gobierno se justifican aduciendo que "Nápoles no es una ciudad, sino dos: una exterior, llena de sol y de encanto, y otra subterránea, atestada de sucias cavernas. Construir en ella es como emplear por cimiento un queso lleno de agujeros".
Lateralmente, Rosi pone al descubierto las componendas políticas pre-electorales, la corrupción y la hipócrita demagogia de los hombres del gobierno; en la primera mitad de la obra, el Síndico de Nápoles reparte dinero a un grupo de mujeres aullantes, cubiertas por un velo negro, mientras llama la atención de un concejal opositor: "Señor de Vita, ¿se da cuenta ahora de lo que es la verdadera democracia?"
Uno de los puntos clave del film es, justamente, su ambigüedad psicológica y la potencia con que esa ambigüedad es utilizada para poner al descubierto los yerros de la politiquería profesional: si bien la impugnación de 'Saqueo a la ciudad' está enderezada contra las fuerzas italianas de derecha, a las que describe inficionadas de cálculo, de interés personal, de inclinación por los pactos sucios, también subraya cuidadosamente las debilidades de la izquierda, su incapacidad para ser flexible cuando debe y, en consecuencia, su invariable desbarrancamiento en la pelea inútil y en el fracaso.
Al final, el nuevo Síndico elegido luego del triunfo electoral de los centro-derechistas, define hacía dónde está apuntando Rosi su protesta: Nunca deben mirarse las cosas desde el punto de vista ético —dice a los jefes de sus dos fracciones partidarias, Nottola y Maglione—. En política, la indignación moral no sirve. Hay un solo pecado mortal: ser derrotado.
Es la carga de ambigüedad que el film acumula lo que termina por proporcionarle su clima francamente trágico. Ocurre que Rosi parece aspirar a la construcción sinfónica, al fresco épico que refleje todas las distorsiones y flaquezas del universo contemporáneo, tal como ese fresco se advertía en Intolerancia, del norteamericano Griffith; en El acorazado Potemkin, del soviético Eisenstein, o en el Salvatore Giuliano, del propio Rosi.
'Saqueo' es inferior a esas obras porque su voluntad de rigor le quita aliento lírico, le confiere más densidad de la que conviene. Rosi ha optado por una estructura documental, donde los hechos están despojados de todo drama y los personajes, de toda reflexión psicológica: Como si la ambición última del realizador consistiese en describir una idea fenómeno, lógicamente, hasta su último átomo, y lanzársela luego al espectador para que la desentrañe. El método es similar al que usó en Giuliano, pero incluye menos digresiones. Rosi golpea todo el tiempo sobre las derivaciones de un mismo conflicto —el derrumbe de un edificio en San Andrés, el suburbio napolitano—, lo ahonda hasta agotarlo, pero, en ese juego, acaba por despojarlo de pasión.
El film es deslumbrante en todas sus fases, desde la prodigiosa fotografía de di Venanzo y la escueta música de Piccioni hasta la sobrecogedora ambientación de Massimo Rosi, que confiere a cada elemento escenográfico —mapas, fotografías, micrófonos, escritorios— la categoría de otro personaje más de la tragedia, Pero ese casi perfecto esplendor no lo transforma en una obra maestra: le faltan poesía y capacidad de comunicación para llegar a tanto.

 

El fin de la aventura
LOS CONDENADOS DE ALTONA
(I seques trati di Altona o The Condemned of Altona, Italia, 1962), producción Titanus distribuida por la 20th Century Fox; libreto: Abby Mann, sobre el drama de Jean-Paul Sartre; fotografía: Roberto Gerardi; música; Dmitri Shostakovich; intérpretes: Sofía Loren, Maximilian Schell, Frederic March, Robert Wagner, Françoise Prevost. Director: Vittorio de Sica. 117m.
El Vittorio de Sica a quien los especialistas señalan, en todas las encuestas, como uno de los diez mejores realizadores del mundo, se metamorfosea en un irreconocible artesano al optar aquí (y es la primera vez que lo hace desde su irrupción como creador en Los niños nos miran, 1943) por una anécdota de estructura cerradamente teatral y por un autor de diálogos que no es Cesare Zavattini. Las consecuencias de ambas elecciones son calamitosas, aunque de Sica haya intentado parapetarse tras el prestigio del francés Jean-Paul Sartre y haya recurrido a su ex colaborador Zavattini para compaginar por segunda vez el libreto de Abby Mann y añadirle algunas escenas de exteriores.
Ocurre que Los condenados de Altona está contaminado por otros pecados originales que el cine —al revés del teatro— tolera poco: su sobreabundancia de nacionalidades en el elenco y equipo técnico (la Loren es italiana, Schell es alemán, la Prevost es franco-chilena; Shostakovich, ruso; March y Wagner, norteamericanos) y, lo que es más grave, su método de narración. Los especialistas quizá no puedan descubrir una obra que acumule tantos elementos híbridos como ésta, porque la cámara se mueve como sí su campo de acción fuese un estudio para programas televisados; de Sica traza con ella semicírculos que analizan las reacciones de cada actor, baja hasta sus manos, persigue planos de sus frentes o de sus ojos, y en ese juego rara vez acierta con lo que es verdaderamente significativo.
Ya el tema que tenía entre manos estaba demasiado cargado de digresiones reflexivas como para que no se hiciese necesaria una absoluta reelaboración: es la historia de Albrecht Gerlach, una especie de Krupp del milagro alemán, cuya filosofía consiste en "servir a todos los gobiernos germanos", incluido el nazi, y en despreocuparse de la dignidad humana. Gerlach, cuyo médico le vaticina que morirá en seis meses más, vive esa encrucijada entre un hijo idealista que acaba por abominar de sus convicciones, una nuera que lleva esas convicciones hasta sus últimas consecuencias, una hija estragada por el incesto y el temor a la autoridad paterna y, en fin, otro hijo más que ha sido criminal de guerra y enloquece poco a poco, desde 1945, en un altillo de la mansión Gerlach.
Es la nuera, una actriz que interpreta a Brecht, quien pone los puntos sobre las íes: "Usted padece de un defecto nacional —le dice a su todopoderoso suegro—: jamás piensa en el sufrimiento ajeno". Esa frase tiende a definir a los amnésicos alemanes de 1960, a imponer una responsabilidad a los más memoriosos.
Los condenados de Altona no sólo confirma la decadencia que de Sica ya insinuaba en La rifa (primer episodio de Boccaccio '70) y en Dos mujeres; también señala, compensatoriamente, que su talento como director de actores sigue en pie y es el único que parece sobrevivir en él: todo el film incluye un admirable torneo interpretativo entre Schell, March, la Prevost y la propia Loren. Los cuatro llegan primeros.

 

Estocolmo mon amour
EL PREMIO
(The Prize, USA, 196S) distribuido por MGM; libreto: Ernest Lehman, sobre novela de Irving Wallace; fotografía: William H, Daniels; música: Jerry Goldsmith; intérpretes: Paul Newman, Edward G. Robinson, EL ke Sommer, Micheline Preste, Girard Oury, Kevin McCarthy, Sergio Fantoni, Sacha Pitoeff, Director: Mark Robson. 134m.
Más que a recibir el Premio Nobel, los personajes de este film parecen ir a Estocolmo a recibir otros lauros:
• El mujeriego y alcohólico escritor norteamericano Andrew Craig (Newman), en busca del premio Casanova al mejor seductor.
• El físico Max Stratma (Robinson), alemán nacionalizado en USA, el premio Mata Hari al mejor héroe de una conspiración de espionaje.
• Los médicos John Garrett (McCarthy) y Carlo Farelli (Fantoni), el premio Arséne Lupin a quienes mejor sospechen que uno ha robado a otro un descubrimiento científico.
• El matrimonio de químicos franceses Marceau (Oury, Presle), el premio Elizabeth Taylor a las mejores infidelidades.
En esta inventada entrega del famoso galardón, falta el correspondiente a la Paz. Pero la película se encarga de demostrar, con su acopio de aventuras y suspenso, que hubiera sido más lógico conferir un Premio de la Guerra: en ese caso, lo merecía Sacha Pitoeff, que de los intelectuales juegos con fósforos de El año pasado en Marienbad ha pasado, aquí, a encarnar un villano agente de las potencias comunistas.
Lo más parecido a la solemne estructura que rige a los Premios Nobel son los exteriores de Estocolmo que captura la notable fotografía en color. El resto es, apenas, una mezcla infantil de palabras suecas, amores, amoríos e intrigas políticas. Una mezcla que entretiene sin subyugar, que no duda en acumular los clásicos golpes de impacto emocional —como no dudó Wallace al escribir su novela, por cuyos derechos la MGM pagó 350.000 dólares— para que el film brinde un espectáculo inquietante.
La línea argumental lo dice todo: los comunistas secuestran al sabio alemán, para reemplazarlo por un hermano mellizo que en la ceremonia de entrega de los Nobel se desate en improperios antinorteamericanos. Craig, que lleva años tecleando botellas de whisky en vez de máquinas de escribir, queda envuelto en la intentona y, desde luego, salva el prestigio de su país y la piel de Stratman. Tarea difícil que lo obliga a mojarse en un río, ser blanco de un atentado, participar de una reunión de nudistas y pelear en un barco.
Las películas de espionaje fueron siempre un filón para el cine de USA; pero en los últimos años no se insistía en él con presupuestos abultados y repartos notorios. El premio mejora los viejos esquemas a través de su realizador, Mark Robson (50 años), un canadiense que empezó su carrera en Hollywood como compaginador de El ciudadano, de Orson Welles.
Gracias a Robson, El premio (su 24º film) está relatado en un lenguaje efectivo, de atrayente imaginación visual, las únicas virtudes que permanecen impasibles en la carrera de un realizador que deslumbró en 1949 con El triunfador y comenzó a desinflarse hace una década.

 

Revista Primera Plana
24.03.1964

 

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