Films de la semana
29/10/1963
films de la semana

Billy, el ácido
IRMA LA DOUCE
(idem, USA, 1961), producción de Billy Wilder para Artistas Unidos; libreto de B. Wilder e I.A.L. Diamond sobre la comedia musical de Alexandre Breffort y Marguerite Monnot; fotografía en panavisión y tecnicolor: Joseph La Shelle; música: André Previn. Intérpretes: Shirley MacLaine, Jack Lemmon, Lou Jacobi, Bruce Yarnell, Herschel Bernardi y Hope Holliday. Director: Billy Wilder. 140m.
Más que una extravagante y vivacísima comedia, Irma la douce es una suerte de paródico álbum sobre el folklore de París. Pero un álbum trazado por un americano, para uso de los americanos.

Esa definición alcanza, quizá, para insinuar lo que Billy Wilder (La comezón del séptimo año, Una Eva y dos Adanes) ha extraído de la deliciosa historia de Breffort y Monnot: por de pronto, nada de injertos musicales ni de despliegues coreográficos, con la única excepción de un twist bailado por Shirley MacLaine sobre las mesas de un bar, y que ha sido adaptado de Dis-donc, una de las mejores canciones de la versión teatral. Todo ese acopio ha sido sustituido por un diálogo brillante, con ingeniosas alusiones a El amante de lady Chatterley o a de Gaulle, y con una impecable descripción de criaturas funambulescas.
Néstor, un policía que solamente bebe agua mineral, se enamora hasta tal punto de Irma, la más hábil poule (prostituta) de París, que termina convirtiéndose en su mee (explotador). Pero aspira a ser su único amante, lo que es afrentoso si se piensa que Irma se enorgullece de su árbol genealógico, integrado exclusivamente por expertas en su oficio. Con la complicidad de un tabernero increíble y sabelotodo (encarnado por un diestrísimo Lou Jacobi), Néstor se transforma en un lord que viaja a París sólo una vez a la semana, juega con Irma inacabables solitarios y se retira indemne, dejándole 500 francos como salario.
Es alrededor de ese juego de equívocos que Wilder elabora lo mejor y lo peor de su obra: durante los encuentros con el lord, el folklorismo cede lugar a un mero juego de ingenio y la fauna callejera desaparece bajo un aluvión de frases chisporroteantes; pero entonces, también el diálogo roza lo perfecto.
Más allá de ese juego, Wilder erige un estilizado documental sobre el mercado de Les Halles y sobre las relaciones entre mees y poules: la maliciosa y alocada inserción de figuras como Lolita, con sus agresivos anteojos en forma de corazón, o de las "mellizas", que venden su amor a dúo, alcanza para confirmar lo que Wilder ya era: un admirable ridiculizador de la realidad.
En Irma la douce no siempre consigue mantener la agilidad rítmica de las primeras escenas ni a justar debidamente los fragmentos folklóricos con el núcleo dramático de la historia. Pero compensa esas carencias con una diestra dirección de actores, arrancando de Shirley MacLaine y Jack Lemmon una gracia y una comunicatividad sin desmayos. Irma no es seguramente su mejor comedia. Pero, por cierto, es el más rico y completo espectáculo que Wilder haya engendrado.


Inmadurez de un genio
EL SHEIK
(Lo sceicco bianco, Italia, 1951), presentado por Apolo; libreto: Federico Fellini, Tullio Pinelli, Ennio Flaiano, sobre argumento de Fellini y Michelangelo Antonioni; fotografía: Arturo Gallea; música: Niño Rota. Intérpretes: Alberto Sordi, Brunella Bovo, Leopoldo Trieste, Ernesto Almirante, Giulietta Masina. Director: Federico Fellini. 90 m.
Casi no hay elementos que identifiquen al Fellini de este film (el primero íntegramente suyo) con el fastuoso y genial autor de Ocho y medio. Sólo la contemplación irónica de algunos irrisorios actores al borde del mar, el paso de un batallón de bersaglieri por las calles de Roma y la irrupción de la melancólica Cabiria (que aquí también es Giulietta Masina) en una plaza desierta, junto a un borracho lanza-fuegos, insinúan la presencia de un ejemplar narrador. Lo demás es un relato tradicional, nimiamente imaginativo, elaborado según los cánones de los artesanos neorrealistas (Lattuada, Blasetti, Zampa). Pero con más humor y ternura.
Aunque tampoco se note, también Antonioni ha puesto su mano en el tema: una ridicula pareja de recién casados sicilianos llega a Roma por primera vez, en luna de miel; el marido (Ivan) es un devoto del orden y de los paseos bien pensados. Pero aunque la mujer (Wanda) respeta sus planes, tiene también ideas propias: desde 4 años atrás ha venido escribiendo aluviones de cartas, con el seudónimo de Muñeca enamorada, al héroe de su fotonovela favorita: El sheik blanco.
Eso la empuja a reemplazar su baño matinal por una excursión a las oficinas de la empresa editora: su deslumbramiento por el sheik, su impensada intromisión en el mundo fotonovelístico y su decepción ulterior componen, a partir de entonces, una línea dramática que se mueve paralelamente a la del marido desesperado.
Lo que importa dentro de ese proceso es la habilidad con que Fellini ha contrapuesto él estupor y el encandilamiento de Wanda con la irrisión del mundo que la atrapa: en ese sentido, El sheik es, más que una obra orgánica, una sucesión de incisivos apuntes sobre la más mísera trastienda del espectáculo. La figura del director que prepara las filmaciones en la playa como si a través de ese acto fuese a cambiar el destino del mundo; las invenciones del sheik (interpretado por un Sordi excepcional, con un estilo histriónico ya definido) en una barquilla a la deriva; el erotismo de los paseantes dominicales y la revelación de que la mujer del sheik es una ridicula y ensoberbecida matrona atiborrada de grosería, son datos constantemente equilibrados por Fellini con el rostro admirativo y edénico de Wanda.
Mucho menos eficaz es la línea dramática de Ivan, a quien el realizador exhibe en su progresivo desmoronamiento y en su abrupto regreso a la tiranización conyugal. Lo que debilita narrativamente todo ese proceso es el carácter de grotesco que Fellini se empecinó en conferirle: la humillación de Ivan cuando denuncia la fuga de Wanda en un cuartel policial y su simulación ante los tíos están llenas de efectos gruesos, de impostaciones cómicas resueltas con apresuramiento.
Por lo demás, la obra está elaborada con un estilo incipiente, indefinido, que apunta a subrayar los datos pintorescos o extravagantes antes que a integrar esos datos dentro de una prolija crítica costumbrista. A esta altura, es difícil negar la importancia histórica de El sheik como primer esbozo narrativo de un auténtico genio; menos riesgoso parece, al mismo tiempo, indicar que se trata de una obra imperfecta y menor.

Una balada americana
LOS NUEVE HERMANOS
(Spencer's Mountain, USA, 1963), producción de la Warner; libreto: Delmer Davet, sobre novela de Earl Hamner, jr.; fotografía en tecnicolor y panavisión: Charles Lawton, jr.; música: Max Steiner; intérpretes:Henry Fonda,Maureen O'Hara, James MacArthur, Donald Crisp, Wally Cox, Mismy Farmer. Director: Delmer Daves. 110 m.
Parece un viejo film de John Ford por su humor, su ingenuidad y su aliento novelístico; pero no es sino el testamento personal de Delmer Daves, un californiano de 59 años, a quien por lo menos tres de sus obras (La flecha rota, La última carreta y El tren de las 3.10 a Yuma) obligan a considerar como un maestro del western.
Esta vez, la aventura íísica se da en términos de balada: la familia de los Spencer vive desde 1876 en la ladera de una montaña que ha terminado por llamarse como ella; dos generaciones íntegras han trabajado en una cantera vecina, con sólo el tiempo libre suficiente para aprender a firmar y a sumar unas pocas cifras. Pero Clayboy, el nieto mayor, está empeñado ahora en salir del valle, en aventar la cal de las ropas de sus antepasados y en conocer la verdadera forma del mundo.
El tema, pues, no tiene una estructura lineal: a la manera de Mark Twain, define al valle y a sus habitantes sesgadamente, exhibiéndolos en su reticencia a toda misa dominical, en sus borracheras, en los nimios conflictos a la hora del almuerzo o en la desolación con que enfrentan las enfermedades y las muertes.
La mayor virtud de Daves consiste en haber concertado sabiamente toda esa materia novelística, dotándola de la misma fluencia de la vida. El film es un prodigio de observación psicológica (quizá porque incluye abundantes datos autobiográficos) y de dirección de actores, y aunque está debilitado por un exceso de digresiones, su calidez sentimental permite olvidar ese defecto.

Confusión en el Asia
EL AMERICANO FEO
(The ugly american, USA, 1963), distribuido por Universal-International; libro: Stewart Stern, sobre novela homónima de William Lederer y Eugene Burdick; fotografía: Clifford Stine; músicas Frank Skinner; intérpretes: Marlon Brando, Eiji Okada, Sandra Church y Pat Hingle. Director: George Englund. 190 m.
Esta es la historia de un hombre de buena voluntad, el embajador Mac White (Brando), representante del presidente Kennedy en un imaginario país del sudeste de Asia, llamado Sarkhan. La situación política del pequeño reino es caótica — hay transparentes alusiones a conflictos muy actuales—, y el diplomático norteamericano la agrava con su incomprensión. El ídolo de las multitudes sarkhanesas es Diong (Okada), viejo amigo de Mac White y fervoroso nacionalista.
Los objetivos del novel embajador consisten en: democratizar los métodos oligárquicos del primer ministro Kwen Sai, neutralizar la influencia comunista y convencer al pueblo sarkhanés de que la Carretera de la Libertad, que se construye con ayuda estadounidense, no es un instrumento de conveniencia bélica para USA, sino de progreso para Sarkhan. Al no entender que la prédica antinorteamericana de Diong no es de tinte comunista, Mac White desata una verdadera catástrofe.
Pero tampoco Diong comprende la potencial buena voluntad de su amigo blanco, y Kwen Sai no advierte que la era del nepotismo ha pasado (por lo menos para los optimistas autores). Obvia conclusión: en política es bueno no tener prejuicios. Si bien el guión no se alza por encima de la medianía, y hasta incurre en puerilidades de concepto, la realización de George Englund es solvente, apoyada sobre logrados movimientos de masas, una exacta ambientación —el film se hizo en Thailandia y cuenta con notables intérpretes nativos— y un sostenido clima de suspenso. Brando despliega sus habituales tics, y Eiji Okada —el japonés de Hiroshima, mon amour — infunde simpatía, pero no vigor, a su personaje. El final posee, dentro de su concepción primaria, la capacidad de hacer pensar.


PRIMERA PLANA
29 de octubre de 1963

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