Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

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Bogart: Regresa el buen villano
Ahora todos escriben sobre Humphrey Bogart. Entre fines de 1965 y principios de 1966, suman seis los libros dedicados al actor: biografías, estudios de sus films, anecdotarios. Los autores no son famosos, y quizá no lleguen a serlo: se llaman Clifford Mc Carthy, Paul Michael, Richard Gehman, Ezra Goodman, Joe Hyams, Jonah Ruddy y Jonathan Hill (estos dos últimos en colaboración recíproca). Y los títulos insisten en el apelativo Bogey, agregando “el hombre, el actor, la leyenda” o, con más elocuencia, “el villano bueno”. Una erupción semejante ocurrió después de la muerte de Marilyn (en agosto de 1962) y, más razonablemente, en los dos años siguientes a la muerte de John Fitzgerald Kennedy (en noviembre de 1963). Pero el culto por Bogart es más misterioso, más alejado de su muerte. Revalida un carácter cínico y despectivo, escéptico y, sin embargo, romántico, que parece integrarse mejor con algunas líneas del pensamiento juvenil de hoy y con algunas inclinaciones emotivas de la mujer actual.
Bogart nació en 1899 en Nueva York, fue operado de un cáncer del esófago en marzo de 1956, y murió en su casa de Los Angeles, durante un sueño aparentemente tranquilo, a las 2.10 de la mañana del 14 de enero de 1957. En esos 58 años tuvo tiempo de casarse y pelearse con cuatro actrices. Dos de ellas fueron Helen Mencken (1926-27) y Mary Phillips (1928-37), cuya dudosa razón de fama estribó en llevarse mal con un hombre difícil. Más épicas y públicas fueron las peleas con su tercera esposa, Mayo Methot (1938-45), una actriz secundaria, de Warner, que sostuvo largas batallas con su marido, algunas de ellas recogidas por el lápiz del caricaturista James Thurber. Cuando descubrió que Mayo lo hacía seguir por un detective, Bogart ejerció uno de sus habituales sarcasmos. Llamó a la agencia y dijo: “Hola, aquí habla Humphrey Bogart. Ustedes tienen un hombre que me está siguiendo. ¿Tendrán la bondad de verificar con él y averiguar dónde estoy ahora?”
Después de los agitados precedentes, el casamiento con Lauren Bacall (desde mayo de 1945 hasta su muerte) fue, comparativamente, un remanso, sólo agitado por el agrio humorismo con que los cónyuges solían atacarse, en un elaborado disimulo del cariño. Por voluntad, y no por azar, Bogart adquirió tras su cuarta boda nuevas responsabilidades: fundó, en 1947, su propio grupo productor (Santana, en sociedad con Robert Lord) y tuvo dos, hijos. El varón fue llamado Stephen Humphrey (en 1949); la mujer nació en 1952, y ya debe de haber recibido adecuada explicación por el nombre masculino que lleva (Leslie Howard Bogart, en homenaje a un actor mayor, con quien su padre actuó dos veces en cine). Para Lauren Bacall no hubo, tal vez, nada más importante que el conocimiento de Bogart. Con él actuó por primera vez en cine (en Tener y no tener, 1944), con él se casó, con él hizo otros tres films. En 1965, Lauren era, por varios conceptos, una mujer distinta: debutó en Broadway a los 41 años, obteniendo encendidos elogios (en Flor de cacto, adaptación por Abe Burrows, de una comedia francesa), y estaba ya en su segundo matrimonio, con Jason Robards, que se parece a Bogart, y de quien tiene un hijo da 4 años. Pero mantenía viva la memoria de su primer marido, y anunció que colocaría un prólogo a la biografía que sobre él publicaría Joe Hyams.
Hacia 1922, cuando Bogart comenzaba tímidamente su propia carrera teatral, el irascible crítico Alexander Woollcott comentó Swifty, y se pronunció cruelmente sobre su competencia (“El joven... es lo que usual y piadosamente se describe como inadecuado”). En 1930 Bogart intentó suerte en Hollywood, inaugurando una carrera cinematográfica que terminaría por ser nutrida (75 films en 26 años), pero sus comienzos fueron desafortunados, y volvió a Broadway en 1932. Poco después, su Duke Mantee, el pistolero inapelable de El bosque petrificado, de Robert E. Sherwood, habría de reportarle una doble consagración. Primero le obtuvo los esquivos elogios de la crítica neoyorquina; después, la pieza fue adaptada al cine, y Bogart reingresó a Hollywood. No fue tampoco un paso fácil, porque Warner Brothers había decidido, rutinariamente, que el mejor candidato para interpretar a ese pistolero era Edward G. Robinson, pero la insistencia de Leslie Howard forzó a la empresa a mantener a Bogart en el papel de Duke. El resultado fue un largo contrato con Warner, generalmente en papeles de “gangster”: Votos o balas, La mujer marcada, Punto muerto (aquí, en préstamo a la empresa de Samuel Goldwyn), Angeles con caras sucias, El valiente de Oklahoma, Hermano Orquídea, Altas sierras. Después enriqueció su caracterización con papeles más complejos y extensos: el rudo detective de El halcón maltés (John Huston, 1941), el oculto romántico de Casablanca (Michael Curtiz, 1943). A la altura de El tesoro de Sierra Madre (1947), Bogart estaba ya tan fuerte que obligó a Warner a aceptar el libreto de John Huston tal como estaba escrito, sin las modificaciones que la empresa quiso. Después obtuvo el Oscar de la Academia por La reina africana; colaboró nuevamente con Huston en la caótica parodia que fue La burla del diablo; probó la comedia, en Sabrina; volvió a un estudiado papel de “gangster”, en Horas desesperadas; y terminó como protagonista de La caída de un ídolo, un violento alegato contra el boxeo, que fue su último film.
Dos años después de su muerte, y como parte de una revalorización del cine norteamericano más directo y viril, una parte de la juventud francesa veía ya a Bogart en términos de leyenda, como el hombre rudo, lacónico, de humor displicente y agudo, que mejor convenía a una filosofía seudoexistencialista. En Sin aliento (1959), Godard lo expresó sucintamente, al apuntar una breve pose admirada de Jean-Paul Belmondo ante un affiche de Bogart. Más cercanamente, su biógrafo Joe Hyams apunta: “No todas las sombras que cruzan la pantalla están hechas de seres humanos completos. En cambio, Bogart lo era. No fue sólo una estrella, sino un hombre valiente, muy singular, que vivía bajo su propio código. Era un héroe de Hemingway en carne viva”. Y Ezra Goodman describe otro de sus rasgos: “Como derivación de cuatro matrimonios, de innumerables andanzas con una botella, y del desinterés por la comida o el sueño,
había desarrollado una imagen de inteligente depravación, que parecía ser el producto de una de las borracheras más monumentales en los anales de las tabernas”.
El personaje de Bogart se ajustó a menudo al precepto que el escritor Louis Bromfield le especificó una vez; “Es el hombre que está en lucha, y no el hombre que ha vencido, quien mantiene el interés de un público. Los espectadores quedan fascinados por la forma en que los hombres emergen de las dificultades,, si es posible solos”. A esa actitud heroica, aplicable aun a sus villanos, Bogart agregó otro rasgo de tipificación: un aire superior y pesimista para contemplar el tráfico de ideales, de ilusiones, de mentiras y (especialmente) de maniobras femeninas. Con la misma actitud escéptica se contemplaba a sí mismo. Cuando alguien dijo que él era un galán recio, replicó: “Físicamente no soy fuerte. Podría tener un poco más de altura, 50 libras más de peso, 15 años menos de edad; y entonces Dios los proteja, bastardos”. O después: “No soy hermoso. No soy como Robert Taylor, lo que tengo en mi cara es carácter. Hubo que invertir muchas noches y mucho alcohol en ponerlo allí. Cuando empiezo a trabajar en un película, digo: No me quiten las rayas de la cara. Déjenlas allí”.
Revista Primera Plana
22.03.1966
 








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