Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Alberto Vacarezza
Alberto Vacarezza cuenta su historia
POR MARÍA DE QUESADA
—¿Don Alberto Vacarezza?
—No está. Ha salido. No ha llegado aún ...
Como muchos hombres de talento, don Alberto es refractario a las entrevistas con gente de prensa. Además, su actividad como autor, como Presidente de la Casa del Teatro, es enorme.
Pero yo cuento en mis antepasados una cadena de aragoneses y navarros que me sostiene.
—¿Don Alberto Vacarezza? ¿Don Alberto Vacarezza? ¿Don Alberto... ? Y un buen día:
—Pase. Don Alberto la espera.
Como todos los hombres de talento, Vacarezza es generoso; una vez “embalado” en la conversación no piensa ya en premuras de tiempo, ni se rehúsa a la pose fotográfica, ni calcula, ni mide, ni corta. Pincha, eso sí, porque es hombre muy agudo, en sentido figurado.
—Pregunte, m’hija, pregunte no más...
Confieso que nunca me he sentido más pequeña, más tímida que frente a este Tarzán maduro, en cuyas venas se mezcla sangre vascongada con sangre genovesa; a este gran autor argentino que conoce la verdadera fama dramática, la que conocieron Lope de Vega, Shakespeare, Molióte: la popularidad. ¿Cuál es el secreto para alcanzarla? Si lo hay, no puede decirse que su peso abrume. Vacarezza es el autor más cordial, más sencillo y franco que puede imaginarse. Su secreto es un secreto a voces: tener talento, tener el genio de lo popular y traducirlo. Como don Ramón de la Cruz, el más famoso autor dramático español del siglo XVIII, don Alberto podría decir: ”Yo escribo y la verdad me dicta”. .
Pero yo no estoy aquí para hacer un juicio estético del sainete (género admirable que, como bien lo indica su nombre, es cosa de poco bulto y mucha enjundia); ni para decir que en la historia literaria argentina Vacarezza tendrá un sitio de privilegio como don Ramón de la Cruz lo tiene en las letras españolas, por ser ambos poetas, ambos observadores implacables y condescendientes a la vez, de las debilidades humanas; fieles retratistas de tipos; predicadores de moral; humoristas sin hiel; autores que cuando escriben usan tanto el cerebro como el corazón; estoy aquí para tirarle de la lengua a don Alberto y hacerle hablar de sí mismo.
—¿Dónde nació, don Alberto?
—En Buenos Aires y hace una ponchada de años. No le digo cuántos entran en el poncho, porque aborrezco el almanaque.
—¿Su familia era... ?
—De algunos posibles, como dicen en el Norte. Mis padres querían que fuese doctor. Yo puse mucho empeño en complacerlos... pero cuando estaba a punto de entrar en la Facultad empezaron a zumbarme en los oídos los moscardones literarios.
—¿Cómo se inició en las letras?
—No sé. Lo único que recuerdo es que una noche, sin saber por qué ni cómo, empecé a. borronear en el papel escenas y tipos que había visto en la calle. Después, cuando me atacó la epidemia del amor, viré hacia la poesía. Pero esto no gustó a mis amigos tanto como habían gustado mis acuarelas callejeras. Era natural; un verso de amor se parece fatalmente a otro verso de amor. .. en cambio en las escenas callejeras había vida, y ya se sabe que la vida es la más convincente de las verdades.
—¿Comenzó a escribir para el teatro entonces?
—No tan ligero. Me convencí de que para llegar a la superación necesitaba ampliar la órbita de mis conocimientos, y me di tal atracón de libros, que empecé a sentir mareos y a comprobar en cabeza propia la verdad del refrán que dice: “De copas entreveradas son las peores borracheras”. Para refrescarme, salí al campo; pero ¡qué! ... no pude aguantar lejos de la capital; añoraba el bullicio, la multitud. Me volví y comencé a peregrinar por los barrios, a sorber su ambiente, a copiar sus tipos. No pensaba en ocupación más seria hasta que un amigo mío, estudiante de Derecho, que ejercía funciones de secretario del Juzgado de Paz de mi parroquia, me pidió que lo reemplazara por un tiempito en su empleo.
—No entiendo de leyes —le dije.
—No importa. Yo te aleccionaré.
—Y así lo hizo con mucha eficacia porque a los tres días me inicié en el puesto. El Juez, hombre bondadoso, tenía la particularidad de darle la razón a todo el mundo. Me acuerdo que una vez, como asentía a lo que alegaba el demandante y a lo que respondía el demandado, me puso en un aprieto por no saber cómo llevar adelante el expediente. Viéndome en apuros le susurré:
—Advierta usía que les está dando la razón a los dos.
Me miró como a un ente lejano y, recapacitando, dijo:
—¿Sabe, mocito, que usted también tiene razón?
Con semejante juez y la colección de tipos que desfilaba frente a mi mesa, ¿qué menos podía hacer que llevarlos del papel de oficio a las cuartillas de mis devaneos líricos?
Cierta vez, en una audiencia, se produjo una escena tan cómica que hizo caer la estantería de los expedientes.
—¡Esto es para llevarlo al teatro! —dijo el alguacil.
Y bastó esto para que, al llegar a mi casa, me pusiera a bosquejar algo que al final resultó ser un sainete.
No tenía otros censores que la muchachada del barrio. En cuanto lo terminé los reuní debajo de un farol y lo leí con tal éxito de hilaridad que me pidieron a coro que repitiese la lectura.
El más entendido en teatralerías sentenció:
—Muy bueno, che, y muy nuestro, Hay que llevarlo a la escena. Y como la única compañía criolla es la de los Podestá, y se dedican a lo gauchesco, te lo vamos a representar nosotros.
—¿Y lo hicieron?
—¡Cómo no! Esa misma noche quedó constituido el cuadro filodramático, al que el poeta de la barra bautizó con el nombre de "La Lira de Orfeo”.
—Mirá que no van a saber qué es eso —objetó alguno.
—Mejor. Si no entienden, les parecerá bueno...
—¿Y se estrenó la pieza? —interrogo, interesada.
—Claro que sí. Su estreno se llevó a cabo en el desaparecido salón “El Arte”, de Cuyo y Paraná, una noche de mayo de 1903; se titulaba “El Juzgado”.
—¿Gustó?
—Mucho. El público aplaudía, reía... se reconocía.
—Y después, ¿cómo siguió su carrera teatral?
—Escribí un romance de ambiente rural, que estrenó el mismo cuadro. A ésta siguieron otras piezas. Iba de triunfo en triunfo, pero no sólo no cobraba ni un centavo, sino que mi nueva carrera me costaba mis buenos pesos. En aquel tiempo los derechos de autor estaban más lejanos que las estrellas; de manera que un día mi buen padre me llamó a la realidad, y obediente a sus deseos, me inicié en varios trabajos y negocios con el admirable talento de fracasar en todos. Y es que torcer una vocación es darle vuelta la corriente al río. Por más que me esforzaba, me era imposible quitarme la manía de hacer “vida de teatro”. Así seguí medio a tropezones hasta que en un concurso del Nacional, organizado por mi viejo y llorado amigo Pascual Carcavallo, la compañía Vittone-Pomar-Podestá estrenó mi sainete “Los Scruchantes”, al que el jurado asignó el primer premio.
Desde aquella noche no tuve otra ocupación ni otro descanso que escribir para la escena. He compuesto tantos sainetes, dramas y romances, que perdí la cuenta.
—¿Está satisfecho de todos?
—No soy quien para juzgarlos. Ya lo hace la crítica, que unas veces dice muy bien y otras muy mal. Pero la crítica suele equivocarse; en cambio, el que no yerra jamás es el público. Y el público ha estado casi siempre conmigo. Pero no me envanezco, porque sé que el éxito es puro efecto de coincidencia. Si lo que nosotros sentimos y pensamos concuerda con lo que siente y piensa el espectador, ahí está él. De lo contrario, es inútil que lo persigamos. Viene, cuando viene, y si no, no llega nunca. Cierto autor me preguntó una vez cómo se hacen las piezas de quinientas representaciones.
—¿Y qué le contestó usted?
—Le contesté que si lo supiera las haría de quinientas mil. No hay receta buena para triunfar; lo único recomendable es ¡a sinceridad. La experiencia me ha enseñado que en el teatro hay que producir la sensación de la verdad. Si es una mentira que convence, no importa, con tal que parezca cierta. Y otra cosa es buena: los frutos de nuestro sentir. Por eso, antes que a la inteligencia, siempre he dejado trabajar al corazón. Donde yo sentí la emoción, la gracia, también el espectador la sentía.
—¿Y el estilo, la palabra galana?
—M’hija, más que la forma en que se dicen las cosas, valen siempre las cosas que se dicen.
—¿Qué actores han trabajado en sus obras?
—Todos los que se nos fueron y la mayor parte de los que tenemos. A su colaboración debo en gran parte mis aciertos. A ellos y a mi amor entrañable por las cosas de nuestra tierra.
—¿Ha ganado usted mucho dinero en el teatro?
—Más de lo que merecía. Pero ¿sabe? el dinero del teatro es como la arena. Cuanto más aprisionamos, más se nos escapa entre los dedos.
Vacarezza sonríe, pensativo. Sabe Dios a qué recuerdos lo ha llevado su reflexión.
—Ganar dinero es agradable, no voy a negarlo, y más si es en un oficio que se hace por vocación. Pero nadie, nadie escribe por eso. La literatura es como el juego. Perder o ganar ¿qué más da? Lo que importa es escribir, decir lo que se lleva adentró ... A mí, por ejemplo, me han criticado mucho el uso de expresiones espurias en mis sainetes. Y ¿qué iba a hacer? Yo no he inventado nada; he copiado nuestro lenguaje vernáculo. Si me hubiera ceñido a las reglas de la Academia, los sainetes no habrían podido ser. Pero apechugo con las críticas y las acusaciones. Soy como soy; escribo como siento. Si hice poco por elevar el nivel intelectual del arte, me alienta la presunción de haber argentinizado un poco el teatro argentino...
Vacarezza sonríe y su gran cabeza de titán bondadoso se yergue con orgullo, aunque, dicho sea en su honor, sin vanidad literaria. Y sería disculpable que la tuviera. Alberto Vacarezza ha sido y es un fiel retratista del pueblo criollo de nuestros días, y gracias a su pluma viven y vivirán para las letras tipos y costumbres que el tiempo mudará. Raro tino y facultad exquisita de observación hacen falta para no caer en lo chabacano ni en lo grotesco, en la pintura espontánea, fresca, honesta siempre, de nuestro máximo sainetero, de nuestro Ramón de la Cruz, que, como aquel gran maestro, pinta los elementos vivos de la nacionalidad, en sus aspectos más humildes y abigarrados.
—¿Está usted satisfecho de la obra que ha realizado? —le pregunto, poniéndome en pie y alargándole la mano.
—Sí... pero ¡me queda tanto, tanto por hacer!
En la suya, grande y fuerte como un navío, mi mano se pierde. Vacarezza se ha quedado pensativo:
—Hace casi medio siglo que trabajo — dice por fin—, pero la verdad es que tengo la impresión de no haber empezado todavía ...
Y yo me alejo pensando que, acaso, Vacarezza posee, aunque ignorándolo, el secreto del éxito o, mejor dicho, del acierto y del triunfo, en el teatro; secreto hecho de frescura, de ese no darse por consagrado, de no sentirse célebre, ni en el goce de la celebridad; de estar siempre por realizar la mejor obra, esa que como la montaña parece estar al alcance de nuestro pie y se va alejando a medida que nos afanamos por alcanzarla.
Revista Argentina
01.08.1949
 

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