Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado


borges vs. martin fierro
EL TALENTOSO ESCRITOR REVIVE, EN UN NUEVO LIBRO, UNA ANTIGUA POLÉMICA
JORGE LUIS BORGES Vs. MARTIN FIERRO

“Prólogos” se titula el nuevo libro que esta semana comienza a invadir las librerías de Buenos Aires. La obra ha despertado ya las expectativas de sus numerosos lectores: se reactiva un acalorado duelo de opiniones
¿Quién duda de que Borges es el más cabal “hombre de letras” surgido en estas latitudes? Una vasta y laberíntica producción literaria acredita fehacientemente ese calificativo y respalda una admiración y un reconocimiento que hoy ya no saben de fronteras. Además de los cuentos, poemas y ensayos literarios (en su mayoría recogidos en la reciente edición de Obras Completas), Borges dirigió revistas, realizó antologías, tradujo, publicó críticas de cine, anotó ediciones; parte de ese amplio material disperso ha comenzado a ser agrupado en un libro. Así, su sobrino Miguel de Torre y el flamante editor Lucho Torres Agüero seleccionaron 38 de los 83 prólogos escritos alguna vez por el autor de Ficciones; éste, por su parte, los revisó escrupulosamente y les agregó notas que actualizan sus juicios. El resultado es un hermoso volumen, cuyos textos constituyen ejemplos preciosos de la escritura borgiana. Siete Días anticipa a sus lectores el "Prólogo de prólogos”, desde luego inédito, un breve prefacio a una edición facsimilar de Martín Fierro y los Juicios más polémicos de Borges sobre el poema de José Hernández (en recuadro).


Creo innecesario aclarar que Prólogo de Prólogos no es una locución hebrea superlativa, a la manera de Cantar de Cantares (así lo escribe Luis de León), Noche de las Noches o Rey de Reyes. Trátase llanamente de una página que anteceda a los dispersos prólogos elegidos por el editor Torres Agüero, cuyas fechas oscilan entre 1923 y 1974. Una suerte de prólogo, digamos, elevado a la segunda potencia.
Hacia 1926 incurrí en un libro de ensayos de cuyo nombre no quiero acordarme, que Valery Larbaud, tal vez para complacer a nuestro común amigo Güiraldes, alabó por la variedad de sus temas, que juzgó propia de un autor sudamericano. El hecho tiene sus raíces históricas. En el Congreso de Tucumán resolvimos dejar de ser españoles; nuestro deber era fundar, como los Estados Unidos, una tradición que fuera distinta. Buscarla en el mismo país del que nos habíamos desligado hubiera sido un evidente contrasentido; buscarla en una imaginaria cultura indígena hubiera sido no menos imposible que absurdo. Optamos, como era fatal, por Europa y, particularmente, por Francia (el mismo Poe, que era americano, llegó a nosotros por Baudelaire y por Malí armé). Fuera de la sangre y del lenguaje, que asimismo son tradiciones, Francia influyó sobre nosotros más que ninguna otra nación. El modernismo, cuyas dos capitales, según Max Henríquez Ureña, fueron México y Buenos Aires, renovó las diversas literaturas cuyo instrumento común es el español y es inconcebible sin Hugo y sin Vertaine. Luego atravesaría el océano e inspiraría en España a ilustres poetas. Cuando yo era chico, ignorar el francés era ser casi analfabeto Con el decurso de los años pasamos del francés al inglés y del inglés a la ignorancia, sin excluir la del propio castellano.
Al revisar este volumen descubro en él la hospitalidad de aquel otro, hoy tan razonablemente olvidado. El humo y fuego de Carlyle, padre del nazismo, las narraciones de un Cervantes que no había acabado aún de soñar el segundo Quijote, el mito genial de Facundo, la vasta voz continental de Walt Whitman, los gratos artificios de Valéry, el ajedrez onírico de Lewis Caroll, las eleáticas postergaciones de Kafka, los concretos cielos de Swedenborg, él sonido y la furia de Macbeth, la sonriente mística de Macedon¡o Fernández y la desesperada mística de Almafuerte, hallan allí su eco. He releído y vigilado los textos, pero el hombre de ayer no es el hombre de hoy y me he permitido posdatas, que confirman o refutan lo que precede.
Que yo sepa, nadie ha formulado hasta ahora una teoría del prólogo. La omisión no debe afligirnos, ya que todos sabemos de qué se trata. El prólogo, en la triste mayoría de los casos, linda con la oratoria de sobremesa o con los panegíricos fúnebres y abunda en hipérboles irresponsables, que la lectura incrédula acepta como convenciones del género. (...) El prólogo, cuando son propicios los astros, no es una forma subalterna del brindis; es una especie lateral de la crítica. No sé qué juicio favorable o adverso merecerán los míos, que abarcan tantas opiniones y tantos años.
La revisión de estas páginas olvidadas me ha sugerido el plan de otro libro más original y mejor, que ofrezco a quienes quieran ejecutarlo. Pienso que exige manos diestras y una tenacidad que ya me ha dejado. Carlyle, hacia mil ochocientos treinta y tantos, simuló en su Sartor Resartus, que cierto profesor alemán había dado a la imprenta
un docto volumen sobre la filosofía de la ropa y lo tradujo parcialmente y lo comentó, no sin algún reparo. El libro que ya estoy entreviendo es de índole análoga. Constaría de una serie de prólogos de libros que no existen. Abundaría en citas ejemplares de esas obras posibles. Hay argumentos que se prestan menos a la escritura laboriosa que a los ocios de la imaginación o al indulgente diálogo; tales argumentos serían la impalpable sustancia de esas páginas que no se escribirán. Prologaríamos, acaso, un Quijote o Quijano que nunca sabe si es un pobre sujeto que sueña ser un paladín cercado de hechiceros o un paladín cercado de hechiceros que sueña ser un pobre su-jeto. Convendría, por supuesto, eludir la parodia y la sátira, las tramas deberían ser de aquellas que nuestra mente acepta y anhela.

MARTIN FIERRO
Una de las condiciones indispensables para redactar un libro famoso, un libro que las generaciones futuras no se resignarán a dejar morir, puede ser el no proponérselo. El sentimiento de responsabilidad puede trabar o detener las operaciones estéticas y un impulso ajeno a las artes puede ser favorable. Se conjetura que Virgilio escribió su Eneida por mandato de Augusto; el capitán Miguel de Cervantes no buscaba otra cosa que una parodia de las novelas caballerescas; Shakespeare, que era empresario, componía o adaptaba piezas para sus cómicos, no para el examen de Coleridge o de Lessing. No muy diverso y no menos indescifrable habrá sido el caso del periodista federal José Hernández improvisando, entre sus bártulos de conspirador, en un hotel que daba a la Plaza de Mayo, las desventuras de su gaucho. Acaso recurrió al verso octosílabo para llegar al pueblo y a sus guitarras; el ejemplo de Hidalgo y de Ascasubi tiene que haber influido en él. Para los fines del panfleto rimado que se proponía escribir, convenía que el héroe fuera de algún modo todos los gauchos o cualquier gaucho. Martín Fierro, al principio, carece de rasgos diferenciales. Es impersonal y genérico y se lamenta mucho, para que los oyentes más distraídos comprendan que el Ministerio de la Guerra lo ha maltratado con inicuo rigor. La ejecución de la obra seguía el camino previsto, pero gradualmente se produjo una cosa mágica o, por lo menos, misteriosa: Fierro se impuso a Hernández. En lugar de la víctima quejumbrosa que la fábula requería, surgió el duro varón que sabemos, prófugo, desertor, cantor, cuchillero y, para algunos, paladín.
Es sabido que Mitre, al recibir un ejemplar de la obra, escribió a su autor: “Hidalgo será siempre su Homero”. La observación es justa, pero no menos justo es recordar que Hernández no se limitó a recibir, de un modo mecánico, la tradición que los historiadores de la literatura Haman gauchesca, sino que la renovó y trasformó. Su gaucho quiere conmovernos, no divertirnos.
Nadie podrá desentrañar el cúmulo de circunstancias propicias que depararon a José Hernández, la gracia de componer, casi contra su voluntad, una obra maestra. Cuarenta azarosos años lo habían cargado de una experiencia múltiple; mañanas, amaneceres pendidos, noches de la llanura, caras y entonaciones de gauchos muertos, memorias de caballos y de tormentas, lo entrevisto, lo soñado y lo ya olvidado, estaban en él y fueron moviendo su pluma. Así nació aquel libro que ni los contemporáneos ni Hernández penetraron del todo y que sería enriquecido, después, por las vigilias de Lugones y de Ezequiel Martínez Estrada.
La edición que prologo es facsimilar; hay un curioso agrado en redescubrir, casi al cabo de un siglo, las mismas estructuras tipográficas y las mismas formas de letras que José Hernández percibió en aquél Buenos Aires al que volvieron, no sin polvo y sin gloria, los largos regimientos rojos y azules que habían combatido en el Paraguay.

Recuadro en la crónica
“ESE GAUCHO MATRERO”
Aunque algo tardíos, pueden señalarse tres momentos en la preocupación crítica de Borges por el Martín Fierro, que marcan un paisaje no precisamente favorable al poema.
1)En los dos copiosos volúmenes de la Poesía gauchesca, que preparó con Adolfo Bioy Casares, y en un libro de ochenta páginas, publicado en 1953 e íntegramente dedicado al poema de José Hernández, enfatizaba más bien sus virtudes estéticas: "En cenáculos europeos y americanos he sido muchas veces interrogado sobre literatura argentina e, invariablemente, he respondido que esa literatura existe y que comprende, por lo menos, un libro que es el Martín Fierro”.
2)Hacia 1962 Borges escribe un extenso prólogo a la edición del poema hecha por Sur y otro, que se reproduce en esta misma página, para una edición facsimilar. Todavía, entonces, el Martín Fierro constituía “la más patética y firme de todas las historias que ha soñado la imaginación argentina”.
3) En varias de las breves notas, fechadas en 1974, que trae su nuevo libro Prólogos, se hace particular hincapié en ciertas proyecciones políticas del Martín Fierro; y ahora el juicio es totalmente adverso. He aquí dos de esas notas: "El Martín Fierro es un libro muy bien escrito y muy mal leído. Hernández lo escribió para mostrar que el Ministerio de Guerra —uso la nomenclatura de la época— hacía del gaucho un desertor y un traidor; Lugones exaltó ese desventurado a paladín y lo propuso como arquetipo. Ahora padecemos las consecuencias”. Y también: "Sarmiento sigue formulando la alternativa: civilización o barbarie. Ya se sabe la elección de los argentinos. Si en lugar de canonizar el Martín Fierro, hubiéramos canonizado el Facundo, otra sería nuestra historia y mejor”. Interrogado al respecto por Siete Días, Borges ratificó esos términos e, incluso, fue más lejos: "Hernández hubiese sido el primer asombrado de la exaltación, bastante estúpida, de ese gaucho matrero”, afirmó parsimonioso.

(El collage —urdido en Siete «Días— agrupa ilustraciones de Hermenegildo Sábato y Juan Carlos Castagnino.)

Revista Siete Días Ilustrados
13.01.1975
 

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