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CENDRARS:
EL HOMBRE FULMINADO

Imprevistamente, aparece en la Argentina un libro de Blaise Cendrars: Antología Negra (Editorial La Pléyade, 1971, 298 páginas). Amigo de Guillaume Apollinaire, Max Jacob, Pablo Picasso, Marcel Duchamp, Francis Picabia, Modigliani y Henry Miller, entre otros, su obra no logra aún llegar al idioma castellano. Pocas traducciones se conocen de sus poemas, artículos, novelas y relatos; la mayoría, está diseminada en revistas literarias de escaso tiraje y menor talento; un libro suyo completo: El Transiberiano y la pequeña Jehanne de Francia - Panamá o las aventuras de mis siete tíos, salió hacia 1969 con el sello de Ediciones del Mediodía, en versión de Enrique Molina, precedido por un obvio y farragoso prólogo del vate nacional. Tres de sus novelas: El oro, El hombre fulminado y La mano cortada, tienen mejor suerte; la Editorial Vergara, de Barcelona, las divulgó, en 1963, agrupándolas en un solo tomo.
Emblema del escritor aventurero, pariente de Arthur Rimbaud y Gerard de Nerval, Cendrars es menos un hombre que un símbolo; agitadas, vida y obra marchan de la mano, por un mismo carril. Conocimiento y experiencia, lejos de ser oponentes, para él, son las formas de un saber mayor, pasos de una moral cósmica, que quiere aprehender la disparidad de la existencia a contrapelo de las fronteras, lenguas y nacionalidades. Puede afirmarse sin temor que Cendrars es un escritor clásico; como ellos, no duda un momento de la efectividad de las palabras; el universo está ahí para servirlas, poroso y obediente. Ellas, por su parte, lo Revolverán inmune, capturando el desorden general en la transparente linealidad de los signos.
Es difícil precisar el punto de ruptura entre ambos órdenes; lo vivido y su expresión poética acuerdan, con Cendrars, un pacto irrevocable; él no es ajeno al maridaje: después de todo, afirmó una y mil veces que una novela podía, también, ser un acto.
Viajero por compulsión, pone extremo cuidado en no violar esa regla de oro; los actos verídicos abrazan en sus textos la libertad de lo imaginario; lo concreto es, en ellos, y al mismo tiempo, lo realizado y la cifra de todo lo posible.
Blaise Cendrars, de nacionalidad suiza, aparece en el mundo hacia 1887, en el seno de una familia acomodada. “Mi padre —cuenta— era tolerante y tan bueno que resultaba tonto. Siempre tenía ideas nuevas, pero le faltaba constancia.” La madre,, mujer de sensibilidad exasperada, esclava del sufrimiento, estudia a Linneo y ama las flores; el poco latín que sabe lo utiliza para clasificar especies botánicas. El abuelo materno es un millonario imponente y dictatorial al cual reverencia toda la parentela; Blaise lo adora; el viejo consiente sus caprichos. El abuelo paterno es, en la casa, una presencia fantasmal; el chico nunca lo vio y jamás supo nada de él, solo que cultiva viñas presuntamente arrendadas. La abuela materna, cocinera excelente, un ser angelical, lleva siempre, bajo el brazo, los opúsculos místicos de Madame Guyon, que oculta detrás de los potes de confituras. De la paterna, lo único que recuerda Cendrars es que era vieja y tomaba rapé hasta hartarse.
Otros ascendientes, más ilustres, coronan la heráldica familiar: el escritor, naturalista y anatomista Albert de Haller; el matemático Leonard Euler, ganado por la corte de Catalina II, quien lo llama personalmente, y Lavater, un filántropo, inventor de la fisiognomía, ciencia fantástica que seduce a Edgar Allan Poe, E. T. A. Hoffman y Charles Baudelaire. Hay que descartar del cónclave a Pestalozzi, ubicado allí erróneamente, en una edición de las Poésies Completes (1944), apadrinadas por la editorial Denoël, París. La ocupación alemana impide a Cendrars, entonces, corregir las pruebas definitivas de ese libro.
Pero Blaise es reacio a la vida hogareña; a los quince años desaparece de la casa de Neuchatel, por una ventana, dispuesto a comulgar con el mundo. La Rusia zarista de 1903 lo ve apearse del Transiberiano; es el paradero inicial de un circuito que abarca, luego, las ventiscas siberianas y China. Estos paseos lo obligan a desempeñar una cantidad apabullante de oficios; se calcula en treinta y seis: malabarista en un music-hall londinense, donde debuta Charles Chaplin por la misma época; mercader de perlas y contrabandista; pirata en un junco de Hong-Kong; propietario de una mansión en América del Sur; ganador de tres cuantiosas fortunas que dilapida con envidiable ligereza; traductor de O’Henry y Al Jennings; director de una colección de La Sir ene (a él se le debe la primera edición —la anterior (1868) fue solventada por el autor— de Los cantos de Maldoror, del Conde de Lautreamont); periodista; apóstol de un nuevo arte, el cine, al lado de Abel Gance en La Rouée. Su vitalidad no mella en nada la vocación de escritor; lee todo lo que encuentra en su camino, rastrea miles de bibliotecas en busca de códices indígenas, posee una memoria fabulosa a la que suple, cuando algún dato se le escurre, con la invención.
Francia es, no obstante, para este internacionalista, un mojón al que retorna fatalmente; enamorado de ella firma, el 29 de julio de 1914, un Appel, que aparece en todos los periódicos de París y tiene gran resonancia: solicita a sus coterráneos y a los amigos foráneos que se alisten voluntariamente. De estos últimos acuden ochocientos mil; el Appel, en el que colabora Riccioto Canudo, un discípulo de Gabrielle D’Annunzio, ostenta una errata: uno de los firmantes aparece allí como Blaise Cendrars. Entusiasta, su labor no culmina con la redacción del manifiesto; el 3 de setiembre de 1914 —primer día oficial de alistamiento— se presenta a las oficinas apenas despunta el día. Declarado apto, pasa a integrar el cuadro de los inválidos; una hora más tarde le entregan el uniforme y lo nombran soldado de primera clase con funciones de jefe de escuadra. En las planillas figura bajo un nombre inglés; nadie se entera durante la contienda de su oficio real. En 1946, Cendrars explica el porqué de esa decisión: “En el frente —sentencia— yo era un soldado. Disparaba tiros. No escribía. Eso lo dejaba yo para mis hombres que no se cansaban de hacer literatura en las cartas a sus mujeres: madre, esposa, hermana, novia, amante, flirt, vecina, compañera, conocida, dependiente o camarera de café y, finalmente, la última en llegar, la madrina de guerra, esa hermosa mentira nacida de la tristeza y la nostalgia o que quizá las engendró.”
Milita en las filas del 3° Régiment de Marche du camp Rotranché de París, su placa de identidad lleva, además de la matrícula, una inscripción: “Voluntario extranjero”. No forma —eso cree, al menos— parte de la Legión Extranjera ; viste kepí, los pots de fleur, capote de la infantería de línea, chaqueta de los bomberos municipales de París y pantalón de artillero, azul con franjas rojas.
En el frente, Cendrars pierde una mano y gana amigos, los que, transfigurados, habrán de alimentar buena parte de sus libros; uno de ellos es Bikoff, combatiente ejemplar que se disfraza de tronco de árbol para matar alemanes, hasta caer abatido por un tiro en la cabeza. La astucia de Bikoff le depara un homenaje nada desdeñable: Chaplin ve una foto del soldado (publicada en el Miroir, primavera del ’45) y saca de ella la idea para su Charlot soldado. Otro es El Monocolard, cabo de un humor memorable que ni la cercanía de la muerte logra amainar; su amante cuenta a Cendrars que el cadáver de aquél descubre, alrededor del cuello, “el punteado de Dreibler”. Este último, era un sádico oficial de la III República, a quienes algunos condenados a muerte provocaban haciéndose tatuar el círculo que significaba: “Cuando me corte usted el pescuezo, siga el puntillado”.
Declarada la paz, Cendrars vuelve a París, a su bohardilla de estudiante, parte de una vieja casona de la rué Savoie. Diez años vive en ella —viajes mediante—; su permanencia allí es un escándalo: no paga el alquiler, organiza festines, nada ejemplares, con los bohemios más indeseables del Boul’ Mich, huestes de apaches, modelos, modistillas, chalequeras y bailarinas; la fauna conspicua del Quartier Latin. Cuando parte, Cendrars deja la llave en mano de algún amigo, el cual, obviamente, pasa a habitar el cuarto; más tarde habrá de enterarse que en él un grupo anarquista funda Les hommes noveaux, periódico explosivo, defensor de la Banda Bonnot y André Suarés. Son los años de amistad con Apollinaire y el grupo de pintores cubistas.
Sin embargo, los intelectuales parisinos le dan náuseas: “¿Qué hacen —vocifera— todos esos artistas, mis contemporáneos? ¡Se diría que no han vivido nunca! ¡Al diablo el cubismo, el futurismo y el arte social!” ¿Qué opone Cendrars a este academicismo de vanguardia? Las travesías, por supuesto. Corre de un lado al otro; del África al Amazonas, de Australia a Buenos Aires (donde merodea los cafés, del Bajo, se regodea con el argot de las llamadas “casitas” y aprende dos palabras que se niega a traducir: “Cajita” —así llama a una amante suya, porteña, casada, hija de la alta burguesía— y “Tajito”, nombre con él cual ella lo bautiza). Ancla en México, 1919; va en busca de documentación para perpetrar su Antología Azteca, Maya e Inca, una mujer lo inicia en el abecedario de los aztecas. Llega al Paraguay en automóvil, remonta Bolivia a caballo, fija, obsesivamente, esos peregrinajes en una multitud de libros y poemas urgentes, de caprichosas asociaciones, cinematográficos.
En 1940 está en Europa, como corresponsal de guerra; en mayo de ese año sigue, en coche, a la escuadra británica de Arras a Lovaina, Bruselas, Lille y Amiens; en junio marcha con las Fuerzas Combatientes Avanzadas del Aire de las Reales Fuerzas Aéreas - Cuartel General, a las que se pliega en Dunkerque, retirándose de Reims a Troyes y, por último, a Nantes, desde donde pasa a Brest. Finalizadas estas patrullas, Cendrars planea una crónica; la titula 101 kilómetros pour ríen', es la cifra que arroja el cuentakilómetros de su automóvil entre el 3 de setiembre del ’39 y el 14 de julio de 1940. A partir de esa fecha, se recluye en Aix-en-Provence para hundirse, durante tres años, en un silencio hermético.
En esta ciudad, Cendrars frecuenta las “malas compañías”; tierra de tenderos, burgueses, mujeres culteranas —con las que se niega a tomar el té—: intelectuales arrumbados en el Beaux Garçons —aburridos hasta la insolencia—, el artista gana en Aix un solo amigo: el hijo de una sirvienta. La ciudad se encrespa poniéndolo en guardia contra esa deplorable camaradería; un comandante de la Legión abandona una jornada su escritorio, lo detiene en la calle y advierte: “Maestro, lo veo pasar muchas veces con un tipo de muy mala fama. Vaya con cuidado, es un individuo peligroso”. Otro, inspector de enseñanza primaria, adhiere a la cruzada: “Conozco a ese chico —alecciona-—, venía a la escuela nocturna. Es un elemento de agitación y desorden”.
Una operación comando enmudece la cólera; el pillo en cuestión desbarata, en ese momento, al frente de una pandilla armada, la entrada de los alemanes en Aix y da muerte al jefe de la Gestapo local. Blaise lo recuerda años más tarde: “Podría añadir —dice— que mi amigo es pintor, el mejor dibujante a quien conocí en mucho tiempo, que es manco de la mano derecha, pero no añadiré nada más por ahora”.
En Aix, Cendrars vive de la venta de plantas medicinales que cultiva en el jardín colgante de su casa. “Es —dice— un trabajo pacífico que puede hacerse con una sola mano y da bastante dinero”. Algo lo persigue: “Es verdad —confiesa —que tenía el corazón destrozado y prefería guardar silencio. «Los vencidos han de callar como las semillas», escribe Saint-Exupéry en Pilotes de Guerre, publicado en Nueva York en 1943 y que comprábamos clandestinamente en Francia. Yo callaba, por lo tanto, y germinaba entre mis semillas que fructificaban y daban dinero. El dinero, esa porquería que los novelistas escamotean en sus libros, falseando la psicología de sus personajes y haciendo que sus obras caduquen pronto; el dinero, ese mal hado de los hombres del siglo XX y, sobre todo, de los escritores colaboracionistas; el dinero que los alemanes supieron aplicar con tan diabólica sutileza para su propaganda”.
La herboristería no atempera el encono de Cendrars por algunos de sus colegas; leer a Gide lo electriza: “¡Ah, esos pederastas! Para la definición de esta palabra consultar las páginas 671-2 del Journal. ¡Caramba!; cuántos embustes. delectaciones morosas, pamplinas, hipocresías, crisis nerviosas, fanfarronadas, poses, vanidad, lágrimas de cocodrilo, esteticismos, arte y moral en ese diario interesado escrito por un histérico que escribe frente al espejo: «Cada pensamiento adquiere un aire preocupado en mi cerebro; yo me convierto en eso tan feo; un hombre atareado». La lectura de esas 1.332 páginas me deja anonadado como si hubiese estado descifrando las inscripciones de 1.332 urinarios de París que son verdaderas capillas literarias. André Gide: el proxeneta de los grandes hombres. Necesita todo el Panteón: Goethe, Shakespeare, Dostoievsky, Sthendal, el egoísta, y el ejemplo del Journal de los Goncourt para arrancar; pero una vez puesto en marcha, su verborrea no conoce freno”.
Amonesta a la tradición freudiana: “De interesarme el psicoanálisis, yo hubiera podido hacer un gran papel o escribir un librito para vulgarizar esa teoría en Francia; pero no creía en ella. A mi regreso de Alemania, en donde pude ver por mis propios ojos los estragos que causaba en los ambientes intelectuales de Viena y Munich (sin hablar de Ascona, refugio de chiflados y alemanes en el Tessin, Suiza, entre ellos algunos pacifistas famosos como Emil Ludwig y Pierre Jean Joure, que se refugiaron allí en 1914), le conté a Guillaume Apollinaire lo suficiente como para suministrarle material de fondo para su crónica de La vie Anecdotique en el Mercure de France. Mientras no se demuestre lo contrario, puede afirmarse que la palabra «psicoanálisis» se imprimió por primera vez en Francia en esa crónica, al menos en la prensa extra médica (invierno 1911-1912). Debe ser fácil averiguar la fecha exacta”.
Dos hechos pulverizan el ostracismo provinciano de Cendrars; uno es la carta que su amigo Edouard Peisson le envía en agosto de 1943. En ella Peisson le cuenta cómo un oficial alemán, a quien le obligaban alojar en su casa de campo, lo manda ir afuera a contemplar un hermoso eclipse de luna mientras él se regodea, adentro, con una prostituta. Esa humillación hace buenas migas con un terror ancestral que Cendrars capta, durante la Primera Guerra, en el frente. Tampoco había luna en ese momento, pero, “el eclipse que tuve ocasión de observar —susurra Cendrars— fue, como verás, un eclipse de mi propia personalidad. Y yo me pregunto cómo sigo en vida todavía”.
La esquela de Peisson pone a andar, nuevamente, la máquina de Blaise Cendrars; de este acto surge El hombre iluminado, que principia aquel agosto del ’43 y finaliza en diciembre de 1944.
La otra anécdota que lo moviliza está fechada el 26 de noviembre de 1945: un cable proveniente de Meknés (Marruecos) le notifica que su hijo Rémy (Cendrars se casa en vísperas de la contienda del ’14 y tiene dos vástagos; Odilón es el otro) ha muerto en un accidente de aviación. Piloto de coraje formidable —según la opinión de sus jefes—, la última postal que Rémy envía al padre (4-11-45) no tiene en cuenta la posibilidad del desastre: “Querido Blaise —informa—, mi trabajo es cada vez más interesante y estoy encantado. Todo es estupendo, el trabajo, el tiempo, la comida (dátiles, naranjas y mandarinas), y confío en continuar aquí hasta Pascua y volver a Francia con buen tiempo. Espero que las cosas te vayan okey a tí también. Besos. Rémy”.
Quebrado, el “Domingo de Quasimodo” de 1946, Cendrars pone fin a La mano cortada, homenaje conmovedor a sus ex camaradas; el libro está dedicado a sus dos hijos.
Desde entonces hasta la muerte, no abandona los antiguos hábitos; viajes, mujeres y borracheras: la fiesta de un cuerpo que piensa al mundo en el instante que lo devora. Una nota garrapateada al margen del borrador de Bourlinguer lo muestra exultante: “El otro día —celebra— cumplí sesenta años y
sólo hoy, al llegar al final de esta narración, comienzo a creer en mi vocación de escritor ...”. A los setenta, no decae; descendiente de una familia de longevos, Cendrars anuncia que se halla en excelentes condiciones para llevar a cabo nuevas aventuras. En 1962 esta liturgia se vuelve cenizas; sus amigos inician el viaje al cementerio sacando el ataúd del poeta por la ventana, un homenaje a su primera fuga.
Cendrars da a conocer Antología Negra por primera vez en 1921; en el ’30 aparece en Madrid. La traducción argentina se debe a Manuel Azaña, “ex Presidente de la República Española”, según atestigua el prologuista Néstor R. Ortiz Oderigo. Antes del prólogo estalla una fraterna semblanza sobre el autor firmada por Henry Miller; son fragmentos de un ensayo perteneciente a Los libros en mi vida (Editorial Siglo xx, 1963, 335 páginas).
Fascinante por su material, Antología Negra es, empero, recusada por Janheinz Jahn, alemán, especialista en el tema, autor de Muntu: Las culturas de la negritud. En Las literaturas neoafricanas (Editorial Guadarrama Madrid, 1971, 362 páginas), exégesis erudita sobre la estética de los pueblos colonizados, Jahn denuncia: “La famosa Anthologie Négre, de Blaise Cendrars, que dio a conocer al gran público de Europa Occidental la riqueza de la tradición agysimbia es, desgraciadamente, también la peor. Todos los editores anteriores fueron africanistas y exploradores; Cendrars, marinero, malabarista, legionario, periodista y poeta, extrajo del material precedente algunas golosinas y las tradujo al francés. Mezcló las tradiciones de varios pueblos diferentes hasta obtener una cosmogonía de cuño propio sin indicar en ningún caso el origen o el pueblo del que procede cada pieza. Como la obra de Cendrars acabó traduciéndose al inglés y al español, algunas de las piezas que contiene resultan ser cuartas y quintas traducciones: una narración nupe le fue contada a Frobenius por un yoruba, que conocía el nupe, en inglés; la segunda traducción la hizo Frobenius al verterla al alemán; Cendrars la pasó al francés, de donde José Bianco la tradujo al inglés. Al llegar a este punto' probablemente del original no quedaba más que el esqueleto. Sólo no tratándose en absoluto de literatura, sino de simple reproducción de material pueden justificarse tales métodos”.
El juicio es severo, irreprochable; es cierto que Antología carece, sospechosamente, de un prólogo, obligado en estos trabajos, pergeñado por Cendrars. Sin embargo, en varios artículos y comentarios se habla de él (llegando a afirmarse, inclusive, que la primera línea del mismo Cendrars la copió de un trabajo homónimo de Seidel). En el volumen nacional este prefacio ha desaparecido.
Pero es posible dar la razón a Jahn y olvidarse, prontamente, de este costado científico; Antología negra debe leerse, en consecuencia, como la obra de un poeta —amante del pensamiento mágico, apologista de las culturas marginadas por el Occidente “culto”— y no de un investigador. Así, el libro es un producto creado por Blaise Cendrars, batería de textos que forman, de hecho, una escritura.
Agobiado por la herencia racionalista europea, de la que forma parte, Cendrars encuentra, en esas historias y leyendas, un oasis no hollado por la metafísica: los relatos de Antología conforman una biblia herética. Leyendas cosmogónicas, fetichismo, historia, personificaciones panteístas, abstracciones, fantasías, cuentos humorísticos, poesías, canciones de baile, sagas de amor, charadas y refranes, estructuran, a través de estas páginas la imagen de un mundo vivo y populoso en el cual conviven, amistosa, polémica, ambiguamente, hombres, animales y dioses. Un orbe sin herencia cuyo mérito mayor consiste en haber creado, pese a toda coerción política y religiosa, los instrumentos cognoscitivos necesarios, para volver prístina y comprensible su singular y dolo-rosa realidad.
Este breviario de fogosa inteligencia tiene —a pesar de sus baches metodológicos— un lugar en la literatura de hoy, y no en la antropología o etnología. Es, sí, el legado de un europeo; pero, también, el testimonio de una actitud honesta e intachable; a diferencia de su maltratado André Gide, Cendrars no pone —como aquél hiciera luego de viajar al Congo—, sobre esta orfebrería, un manto paternal. Deja que ella hable sola, la voz del recopilador está ausente. Por esta renuncia, Antología levanta su incisiva espontaneidad, para revelar, a las claras, que, más allá del centrismo de las metrópolis, un mundo habla y que las modulaciones de ese lenguaje no son, como se supone, las del balbuceo.
19/II/72 • PRIMERA PLANA Nº 470
 

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