Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado


israel sin sionistas
LA IGNOTA TIERRA SANTA
ISRAEL SIN SIONISTAS, por Uri Avnery; Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 1970; 244 páginas.

En 1947, veinticuatro años después de haber nacido en Alemania con el apellido de su padre —Ostermann—, el ciudadano israelí Uri Avnery —ya había elegido apelativos hebreos— escribió un pequeño alegato: Guerra y paz en la región semita. Pocos meses después estalló el inevitable enfrentamiento de 1948. Pero en ese título está prefigurada la concepción política que habría de convertirse en la piedra de toque del programa de Avnery para Medio Oriente: el semitismo. Que no es sinónimo de judaísmo. No sólo los palestinos, todo el pueblo árabe es semita. O Israel y sus vecinos en la región asumen institucionalmente esa realidad histórica, o detienen, quizá por centurias, sus posibilidades de desarrollo independiente. La idea queda explicitada en este otro libro, producto de la madurez política y de la profundización en las respectivas modalidades; resultado, también, de una envidiable dosis de humor y germana sangre fría, enemiga de irracionales pasiones.
La trascendencia del trabajo —raro exponente en un género demasiado transitado por fatigantes posturas cerradas— reside en el hecho de haber sabido apoyar el análisis en datos concretos. Cada uno con identidad propia pero, al mismo tiempo, comprehensivo de los otros. La historia del surgimiento teórico y práctico del sionismo, los curriculum vitae de David Green —un hombre nacido en Plonsk, cerca de Varsovia, en 1886, y que cuando llegó a Jaffa, en 1905, cambió su nombre por el de Ben Gurión— y de Moshé Dayan, nativo de Palestina (sabra), así como el paralelo entre la historia de los Cruzados y la de los judíos que empezaron a desembarcar en Tierra Santa allá por 1882, constituyen el seductor andamiaje de un libro apto para reconciliar con la Historia al más escéptico de los mortales. No es casual. La constante referencia a esa especie de ciencia-madre convierte a Israel sin sionistas en un excelente punto de partida. Quien quiera adentrarse en esta guerra distinta no hará mal en seguir el ejemplo de Avnery y deglutir, por ejemplo, los documentos que cuentan la historia de aquellos Godofredos que hace mil años salieron de Europa occidental, después del Concilio de Clermont, al grito de “¡Dios lo quiere!”. Aquellos hombres alumbraron el Reino Cristiano de Jerusalén, estuvieron allí doscientos años, ni un solo día pudieron dejar de pelear contra los musulmanes. Y fueron derrotados.
Pero Avnery tiene razón. Por más que la similitud llene de gozo y mediata seguridad a todo el pueblo árabe, los mil años transcurridos han cambiado un poco la elasticidad de la trama que la política humana no cesa de construir. Sin embargo, la nueva realidad no cambia el contenido diferencial de esta guerra. En Indochina, por ejemplo, ni los franceses, antes, ni los norteamericanos, ahora, intentaron jamás edificar un Estado propio. En Indochina se está por la colonización o contra la colonización; de alguna manera el fenómeno es más simple: una potencia en expansión (Estados Unidos) trata de contener los presumibles avances de otra (China), en una pelea que es parte de la discusión acerca de los límites de cada coto.
En Levante, si bien son notorias las injerencias de los dos mundos, se trata de otra cosa. Es el encontronazo insoslayable entre dos movimientos reivindicadores de la propia nacionalidad. Es el punto de arranque de la proposición avnerysta. Él mismo se encarga de elegir una casi divertida imagen. “Una vieja película norteamericana, al mostrar las primeras luchas por las líneas férreas —metaforiza—, señala en una escena memorable cómo dos trenes conducidos por mercenarios, al servicio de señores barones rivales, se dirigen por una misma vía, partiendo desde puntos opuestos, a una eventual colisión. Algo así estaba sucediendo en Palestina.” Tal vez el valor indiscutible del libro resida en que se encarga de demostrarlo.
Los movimientos nacionalistas, que epilogaron en Europa al promediar el siglo pasado, no sólo dieron nacimiento a los modernos Estados contemporáneos: fueron el modelo que el judaísmo de la Diáspora trató de emular. Los progroms, las persecuciones —sobre todo en la esfera de influencia de la Rusia zarista— fundieron, en pocos años, la ambición judía de tener su Nación. Perfecto. La idílica esperanza tuvo su arquitecto: Teodoro Herzl. Se trataba de radicarse en algún lado, de asentar un Hogar Judío cuya seguridad estuviese garantizada por las grandes potencias. Al principio. parece, no importaba demasiado dónde. Herzl pensó que la judería europea podría radicarse en Canadá, Uganda o la Argentina. Después hizo concesiones a sus amigos sionistas —es decir, a sus discípulos— y agregó el decisivo capítulo en que se reclama para el pueblo de Israel un lugar en la Palestina de sus antepasados. Sólo que “en todo este mundo de simbologías no hubo lugar para todo el período no hebreo de la historia de Palestina, ni para la herencia gloriosa de las otras grandes naciones semitas hermanas”. Eso está dicho en la página 62. Pero vale la pena seguir el párrafo hasta el final: “El nacionalismo simplemente no se mezcló con el panorama de la región, ni siquiera de Palestina, con su pasado esplendente. Hoy esto puede parecer una extraña falta de visión, pero en esa época era perfectamente natural, tan natural que, de hecho, muy difícilmente hubiera podido ser diferente. Este fue el movimiento que lentamente comenzó a infiltrarse en Palestina hacia fines del siglo último, la primera Alia (ola de inmigración) que comenzó a establecerse allí aun antes de que surgiera el movimiento sionista. La segunda Alia estaba compuesta por jóvenes socialistas. Y en Palestina el sionismo chocó con una realidad que no estaba en absoluto preparado para encarar”.
Por el otro lado, desde el extremo opuesto de la misma vía, los nacionalistas árabes comenzaban a levantarse contra el opresor imperio turco. Avnery rescata los nombres de Ibrahim Yazeji, aquel poeta que, en el año 1868, en una reunión secreta de la Sociedad Científica Siria pidió “¡Arriba, árabes, y despertaos!” También evoca los cáteles que. desde las paredes de Beirut, reclamaban la independencia de Siria (incluida Palestina). “Objetivos lejanos pueden obtenerse por la espada; búscalos si piensas triunfar”, fue la consigna.
Nadie puede entonces —Avnery no lo hace— reprochar a los árabes un enfrentamiento con quienes asumieron el papel de invasores, con quienes buscaron, sucesivamente, el respaldo de las grandes potencias de la época: Alemania, Gran Bretaña y Francia. Por su
puesto, sin una buena garantía era impensable un Hogar Judío en Palestina —la Declaración Balfour constituyó en su momento la solución esperada—, pero la crítica de Avnery se inserta, precisamente, en ese costado básico del problema.
Sí. El sionismo, reivindicador de una justicia negada a los judíos, cometió el irreparable error de confundir la historia de la Diáspora con la de los pueblos semitas; intentó un trasplante, con la agravante de ignorar la compleja realidad de sus primos hermanos. Razón tiene el autor de Israel... al preguntarse qué habría pasado si los jóvenes intelectuales judíos de la Europa finisecular, en lugar de amasar sus poblados, se hubiesen integrado a la lucha de los árabes por la vigencia de sus derechos nacionales. Razón no tiene, en cambio, al afirmar que el sionismo, en tanto movimiento de liberación nacional, chocó con otro similar. Y no la tiene porque, él mismo se encarga de decirlo, las minorías judías perseguidas en Europa no forjaron jamás —tampoco habrían podido— una Nación. Tal vez alcance un solo hecho para probarlo: apenas dos millones y pico de judíos emigraron a Palestina. La inmensa mayoría prefirió quedarse en sus verdaderas patrias. Pero esas contradicciones internas —justificables: Avnery no puede olvidar que el sionismo de su padre salvó su vida y la de toda su familia—, perfectamente visibles, no dejan de ser secundarias, contingentes en un autor que está seguro de que la única solución del problema levantino es, precisamente, el alumbramiento de una Federación Semita. Discutible o no, Israel es un jait accompli; también los árabes lo saben (primera plana, número 417).
Son pocos los libros que han contribuido decisivamente a cambiar el curso de la Historia; junto a La Biblia y El Capital, tal vez El Estado Judío, de Teodoro Herzl, sea uno de ellos. Israel sin Sionistas, sus páginas dedicadas al lúcido análisis de la criatura de aquel legendario periodista vienes, difícilmente pueda aspirar a tanto; pero se alza como un hito iluminador. El preciso trazo con que se dibuja la personalidad real de Moshé Dayan, la neta diferenciación usada para definir a la Nación semita, la historia de las negociaciones entre Herzl y los jerarcas internacionales de las dos primeras décadas del siglo, la dramática humorada de comparar el error del sionismo (creer que Palestina era un país vacío) con el de Colón cuando pensó que estaba en las Indias, dan al ensayo el valor de documento imprescindible. Por lo menos útil, que no es poco decir.
JUAN MANUEL FRANCIA
2/11/71 • PRIMERA PLANA Nº 418
 

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