Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Visita a la mansión cordobesa del autor de "Bomarzo"
El jardín de los Mujica Láinez

A lo largo de una prolongada tarde, dos hombres de Siete Días recorrieron minuciosamente, guiados por el dueño de casa, la fastuosa residencia que el escritor habita en las afueras de la localidad cordobesa de Los Cocos

Empecinadamente aristocrático, amigo de la melancolía, supersticioso hasta el esoterismo, arbitrario, malhumorado, exquisitamente frívolo y de una lucidez por momentos brillante, son muy pocos los que han conseguido penetrar el secreto que encierra el destino de Manuel Mujica Lainez (62, tres hijos). Es que Manucho —tal el seudónimo que familiarmente identifica al controvertido autor de Bomarzo— no existe de la misma manera que la mayoría de los mortales: se diría que es una criatura literaria que él mismo se encargó de modelar paciente, caprichosamente.
Manucho parece el fruto de la delirante imaginación de un hombre que se inventó a sí mismo. De alguien que, en su ardua alquimia, se valió de los mismos medios que hoy emplea el escritor para dar forma a los extraños habitantes de sus novelas: "Mujica Lainez —dice el crítico Juan Carlos Ghiano en el prólogo a Cuentos de Buenos Aires— sitúa a los personajes novelescos en ambientes que son predicados de sus espíritus exquisitos; desde tal situación crecen las ambiciones que suelen llegar a la extravagancia ostentosa, como si los elegidos trataran de convertirse en ejemplos de los mitos exclusivistas de clase".
Desde esa perspectiva, MML no difiere en nada de las criaturas que transitan por sus obras: al igual que ellas, Manucho no es él y su circunstancia como hubiera pretendido Ortega y Gasset; es sólo su circunstancia. Es sus tías, su madre, es ese sofocante ambiente familiar en que suele trascurrir la niñez de los pequeños aristócratas, es sus viajes alrededor del mundo, su educación en los mejores colegios ingleses y franceses, su signo de Virgo, sus libros, sus retratos, sus estatuas; es, en síntesis, su vieja y venerable mansión —El Paraíso—, enclavada en las afueras de Los Cocos, una pequeña localidad cordobesa ubicada a escasos diez kilómetros de La Cumbre.
Hasta allí llegaron, hace dos semanas, un fotógrafo y un redactor de Siete Días. La fortuna quiso que esa misma tarde se celebrara en la casa un nuevo cumpleaños —el número 89— de la madre del escritor. Algo que, sin embargo, no fue obstáculo para que Mujica Lainez se prestara gentilmente para oficiar de cicerone en una visita guiada a través de los fastuosos predios. Poco afecto a las confesiones intimistas —sobre todo si su interlocutor es un periodista—, la recorrida sirvió para remover sus recuerdos y, casi sin quererlo, ofreció un revelador testimonio de las ocultas claves que rigen su insólito tránsito por la Tierra: "Es que —tal como no se cansa de repetir— mostrar mi casa es como mostrar mi vida."

ENTREMESES EN EL PARAISO
Desde la cabecera, la nona Cía —Lucía Lainez Varela, madre del escritor— presidía la mesa con natural discreción, no exenta de cierto aire majestuoso. A su izquierda, Manucho y su mujer, Ana de Alvear, intercambiaban banalidades con la tía Josefina, mientras la pintora Bravo Aguilar apuraba complacida una taza de té. El padre Poel, un jesuíta que esa mañana había comulgado a la anciana en su habitación, tras ofrecer las excusas de rigor, se marchó de la mesa hacia el interior de la casa. Serían las seis de la tarde cuando los enviados de Siete Días pudieron ser testigos del raro espectáculo con que el sacerdote había decidido homenajear a la nona.
Sin que nada lo hiciese prever, el padre Poel reingresó prestamente al living y, entre solemne y divertido, anunció el comienzo de un singular desfile de modas. Para regocijo de los comensales, no tuvo inconveniente en describir, uno a uno, los originales trajes, imitando con inusual maestría la afrancesada voz de los animadores que suelen presentar este tipo de muestras. Patricia (10, hija del jardinero), Ana Victoria (12, nieta del dueño de casa) y Andrea (8, una vecinita del barrio) fueron las improvisadas modelos que —previa revoltosa inspección de cuanto ropero se cruzó en su camino— se encargaron de lucir los graciosos atuendos.
Una digna sonrisa de Lucía Lainez Varela recompensó los empeños de las niñas. Algo más expresiva, la tía Josefina comenzó a batir palmas con entusiasmo, convencida de que el festejo llegaba a su término. Fue otra vez el padre Poel quien se ocupó de defraudar esas expectativas: es que las movedizas infantas ardían de deseo por representar cuatro entremeses que ellas mismas habían borroneado febrilmente a lo largo de la semana. El vagabundo, Invitados en el paraíso, El ladrón y Las princesitas —las piezas en cuestión— fueron interpretadas con asombrosa ductilidad por las precoces actrices, hasta que, nuevamente, los aplausos de la tía creyeron poner fin al espectáculo. Un viso de nostalgia pareció teñir la mirada de Mujica Lainez: tal vez no pudo soslayar el recuerdo de Las mollejas, un entremés hogareño que compuso a los seis años, cuando recién comenzaba a garabatear sus primeros versos.
En el momento que todos se aprestaban a dejar la sala, Ricardo Rodríguez Aldao (5) se plantó imprevistamente frente a ellos y, de un solo tirón, recitó en atildado inglés un vasto poema de autor anónimo. Como emergiendo de una visión deliciosamente onírica, los invitados abandonaron el lugar para repartirse caprichosamente por los aposentos de la mansión. Se acercaba, por fin, el momento de iniciar la esperada recorrida por la mansión. Un periplo al que, espontáneamente, decidieron sumarse Miel, una simpática perra que la mujer del escritor encontró semiahogada en un alambrado, y Cecil, un noble whippet que —según mistifica Manucho— "desciende del dios Anubis y me fue regalado por Luis Ángel Cárcano".
A tal punto es evidente su preferencia por este último, que en su más reciente libro —cuyo título es, precisamente, Cecil— el autor se ha valido del perro para poner en su boca—en la novela, es el animal quien narra en primera persona— una serie de confesiones autobiográficas, hasta entonces eludidas a lo largo de su amplia producción literaria. Y lo cierto es que —méritos específicos aparte— la obra constituye un revelador documento de las claves que rigen la inefable existencia de Mujica Lainez.
"Miel, en cambio —asegura Manucho— es más juguetona; quizá porque se tiene que hacer perdonar su bastardía". Un juicio que no hace más que ratificar la opinión de Cecil —o, lo que es lo mismo, la del propio autor— en la novela homónima: "Miel —afirma en el segundo capítulo— es una perra bastarda, recogida moribunda en la trabazón de un alambrado. Posee una simpatía innegable, acaso esa simpatía que caracteriza a los desheredados". Más allá de tales diferencias sociales, ambos perros parecieron empeñados en no separarse de Siete Días durante las dos horas que duró el fascinante tránsito por El Paraíso.

EL FANTASMA DE MISTER LITTLEMORE
No hubo que esperar demasiado para que MML hiciera manifiesta su férrea vocación por el ocultismo —es un profundo conocedor de los secretos del Tarot—, su irrefrenable atracción por todo lo que encierra algún misterio inexpugnable: "Esta casa —aseguró a poco de comenzar la recorrida— me ha sido misteriosamente destinada. Su nombre estaba presente en una de mis novelas (Invitados en el Paraíso), escrita mucho antes de conocer su existencia; la calle donde se encuentra lleva el nombre de un antepasado de mi mujer, Alvear. Cada objeto, cada cuadro, cada mueble halló aquí su exacto lugar. No dudaba dónde colocarlos; el lugar me estaba esperando".
No es casual esta última alusión; por donde se la mire la casa está abarrotada de objetos, conforma una suerte de gigantesco depósito donde se conservan los recuerdos de un pasado que revive a cada instante, donde lo cotidiano y lo fantástico se han confundido para siempre. "Los objetos lo preocupan —dice el protagonista de Cecil refiriéndose a su amo— y, no obstante el largo tiempo desde que empezó a interesarse en ellos, continúan hechizándolo". Hay otros motivos que hacen de El Paraíso el predestinado refugio del escritor; "Hasta el fantasma de mister Littlemore —se empeña en demostrar Manucho—, el primitivo dueño que la habitó hace 40 años, se acomoda tan perfectamente al lugar y a sus habitantes que, en vez de asumir actitudes amenazadoras, como cabría esperar de quien murió envenenado, pasa desapercibido entre los frecuentes moradores de la casa".
Lentamente, MML fue dejando atrás el living —"la parte menos solemne de la casa", como suele definirlo— para adentrarse en la recargada atmósfera del espacioso Salón de los Retratos, un antiguo recinto en el que se amontonan desordenada, arbitrariamente, más de 80 piezas entre óleos, grabados y miniaturas. Con el paso rápido y seguro de los caballeros que visitan exposiciones, apenas se detiene frente a sus preferidos: "Mi tatarabuelo, Florencio Varela —señala orgulloso—; mi abuela, con el sombrero puesto al revés para escaparle a la moda; mi suegra...". Una nueva reflexión interrumpe la caminata: "Los antepasados de mi mujer —discrimina— fueron militares; los míos, en cambio, escritores". Antes de pasar al cuarto contiguo, se impone un breve reposo frente al escritorio que José de San Martín obsequió a la tatarabuela peruana de Manucho; también es obligatoria una pausa junto al Cristo que perteneciera a un abuelo del escritor, que llegó a ser virrey del Perú: "Cosas que han quedado nadie sabe cómo —filosofa— porque todo se pierde".
La sala de al lado ("la de mamá", especifica) alberga varios dibujos inspirados en las obras del dueño de casa, entre ellos uno que pertenece a un personaje de Bomarzo y otro que reproduce el célebre castillo donde trascurrió la escandalosa existencia del protagonista de la novela. Junto a ellos, y como ignorando el paso del tiempo, descansan la porcelana de Mariquita Sánchez de Thompson, el cigarrero de un príncipe ruso, un sahumador del Renacimiento y una vitrina repleta de libros familiares.
Una corta escalera de madera conduce al dormitorio de Manucho, en la parte alta de la casa. Batlle Planas, Basaldúa y Spilimbergo se reparten democráticamente las paredes del austero, afectado cuarto. No son los únicos objetos que en ese sitio atesora; detallista, Cecil ofrece una descripción más precisa en su novela autobiográfica: "Proust y Rilke, por Basaldúa, un Batlle Planas; otro; un Aizenberg; dos estudios excepcionales de la Señora Evita (la llama así) por Curatelia Manes; los Leonor Fini; el cuerpo masculino debido a Spilimbergo, tan robusto, y el debido a Josefina Robirosa, tan grácil.
Cerca de allí, la pieza de huéspedes encierra una valiosa colección iconográfica americana, que contrasta con la inesperada presencia de una serie de ramplonas figas brasileñas (amuletos de uso popular) diseminadas por las paredes del baño: "Son para conjurar la mala suerte —explica MML—, ellas me cuidan. Soy supersticioso porque creo que es el primer paso que hay que dar para acceder al misticismo; y es mejor ser místico que ser industrial, ¿no?", interroga sin esperar respuesta. Una nueva escalera conduce a la biblioteca en la planta baja. El descenso sirve para contemplar infinidad de diplomas, títulos, y, cuidadosamente enmarcado, el documento que, durante el gobierno peronista, marcó su expulsión del cargo que ocupaba en el Museo de Arte Decorativo: "Mis vanidades", exclama señalando el cuadro que guarda la cesantía.
En la biblioteca, junto a los casi 14 mil volúmenes, se amontonan infinidad de cartas —Manucho conserva, clasificada por año y orden alfabético, hasta la última tarjeta que le envían—, retratos y fotografías dedicadas de ilustres amigos: Nureyev, García Lorca, Alfonsina Storni, Juan Ramón Jiménez, y el horóscopo imaginado por Xul Solar que, tal como asegura Mujica Láinez, "me predice un fin de vida místico". Sin embargo, nada ejerce mayor fascinación sobre él que la fotografía de una cabeza de mármol de Heliogábalo, un célebre emperador romano que pasó a la historia por su descontrolada homosexualidad: "Han trascurrido seis meses desde entonces —dice el canino, apócrifo narrador de Cecil, aludiendo al momento en que se produjo el hallazgo de esa foto— y en su andar el extraño adolescente se ha trasformado casi en una obsesión para mi amo". Allí, en esa biblioteca, trabaja Manucho durante el verano: "'Me levanto a las 8 de la mañana —informa— y escribo unas tres horas. Luego almuerzo, duermo la siesta y salgo a caminar con los perros. Los finés de semana recibo amigos; ¿qué más puedo pedir?".

UNA OFELIA A MOTOR
Presidiendo la terraza, cuatro misteriosas estatuas —Apolo, Diana, Jean Rotrou, olvidado poeta del siglo XVII, y un anónimo filósofo romano— conspiran decididamente contra el punitivo estilo colonial de la mansión, que fuera italianizada por el escritor. Desde allí, es posible divisar el bosque que rodea la morada y las seis casas que, junto a la principal, componen la villa. Aburrido ya por la recorrida —tantas veces repetida—, Manucho decide adentrarse, por fin, en la maraña del desordenado jardín. Como obedeciendo a un acto reflejo, el servicial mayordomo le acerca un sombrero de paja —su función" será estrictamente decorativa ya que son más de las ocho de la noche— y un bastón de caña que MML se empeña vanamente en hacer bailotear entre sus dedos.
Quizá no se trate más que de un recurso para que Siete Días repare en sus dos extravagantes anillos: uno, con la efigie de Shakespeare tallada sobre una piedra dura; el otro, con las armas de la familia. "Detesto los parques artificiales —espeta a poco de iniciar la marcha—, quiero que mi jardín permanezca en libertad, salvaje, lleno de breñas y zarzas: que se asemeje al bosque de la Bella Durmiente". Esa insólita, socarrona expresión de deseos lo sorprende frente al busto de una dama de respetable presencia: "Es la abuela de mi mujer—explica Manucho—, ¿hermosa, verdad?". Más adelante, unas raras campanitas de metal llaman la atención del caminante, colgadas sobre la horqueta de un árbol: "Son de Hong-Kong —puntualiza el dueño de casa—; allí se colocan de esta forma para que suenen con el viento".
Ahora incursiona por un sendero al que se empeña en llamar la Vía Appia; una nueva estatua sale a su paso "en un recodo en el cual la fronda intensifica su verdinegra trabazón", según su personal descripción. Es Aquí les en el País de las Mujeres, una de las esculturas predilectas de Manucho, que le costó más de una noche de insomnio, indeciso acerca del lugar dónde debía colocarla. Pocos metros más adelante, en la inmensidad del bosque —tiene 7 hectáreas de extensión— se divisa un lago. "Como para El sueño de una noche de verano", afirma Mujica Láinez, blandiendo su bastón en el aire.
Amigo de escandalizar a quienes lo rodean, no vaciló en responder, hace un tiempo, cuando un periodista le preguntó, irónicamente, si no planeaba poner cisnes blancos en ese sitio: "No, pienso hacer fabricar una Ofelia de material plástico, de largos cabellos rubios, plásticos también, que flotarán en torno. Tendrá un oculto motorcito, que le permitirá desplazarse entre los juncos, cruzados los brazos, la mirada ausente. Será una apoteosis de Shakespeare, a quien he traducido, y de Rimbaud, a quien tanto quiero".
El fantástico marco pareció estimular ciertas confesiones intimistas del escritor. Recordó sus viajes alrededor del mundo, su orgullosa calidad de pasajero del Transiberiano, su vuelo en el Graff Zeppelín como cronista de La Nación... Pormenorizó, asimismo, sus preferencias literarias: Proust, D'Anunzzio, Rilke, Henry James, Virginia Woolf, Alain Fournier, Enrique Larreta. De este último, además de admirador fue entrañable amigo y, a tal punto llega su afectada veneración por el autor de La gloria de don Ramiro, que hasta imita su caligrafía cuando escribe a sus amigos.
Obviamente, tales epístolas no suelen transitar carriles demasiado comunes; goza enviando a sus íntimos sofisticados caligramas a los que, de vez en cuando, agrega dibujos quiméricos de difícil interpretación. Aborrece hablar de política, aunque no elude definirse en tal sentido: "Soy un viejo conservador, muy antiperonista —asegura— y, por supuesto, no voy a votar ni a Perón ni a los radicales. Y sobre esto no quiero decir nada más".
Acepta, no obstante, confiar las expectativas que tiene reservadas para sus años futuros. "Quizás me gustaría terminar mi vida en Bariloche, aunque para eso tendría que trasportar entero El Paraíso. Y eso demandaría la colaboración de los ángeles. Un vidente me dijo que voy a vivir en una casa blanca y pequeña junto al mar; un horóscopo me vaticina una muerte trágica y la predicción de Xul Solar me asegura un final de vida místico".
Mientras tanto aguardará el esotérico fin de su destino en su refugio cordobés, rodeado de sus cuadros, sus libros, sus estatuas, sus obsesivos objetos, sus tías, sus perros, su estudiada irreverencia, su rechazo por las asfixiantes convenciones; siempre persiguiendo la que parece ser la única justificación de su vida: "Rescatar un pasado perdido y devolverle el dinamismo del presente".
Dan¡el Plá
Fotos: Nilo Silvestrone
Revista Siete Días Ilustrados
29.01.1973


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