Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Martín Gil
Martín Gil nos cuenta su vida
por DARÍO FERISON
Pequeño, ágil, inquieto, de mirada vivaz y elocución a la vez fácil y mesurada, don Martín Gil parece el candidato ideal para una entrevista; pero ¡cuidado! que no todo el campo es orégano y se corre el riesgo de ir por lana y volver rapado a máquina número doble cero. Porque don Martín Gil es inquisitivo e interroga más de lo que responde. Sus preguntas son discretísimas, pero ineludibles, por lo cual, a poco de iniciada la entrevista, el repórter está hundido en una butaca, hablando de sí mismo o de un asunto que le apasiona, en tanto que el reporteado anda de aquí para allí, atizando con breves interrogaciones la llama de las confidencias.
Martín GilDon Martín Gil se ha levantado de la cama para recibir al repórter, pero no se comporta como un convaleciente; no se queda quieto un solo minuto; se sienta, se levanta, pasea por la amplia habitación iluminada por anchos ventanales que miran al este, abre una ventana, la cierra, la vuelve a abrir, arroja una mirada al cielo, formula un comentario y una pregunta... El repórter contesta la verdad: que no siente calor ni tiene necesidad de aire, porque toda esa maniobra de las ventanas responde a una cordial solicitud por la comodidad del visitante. ¡Y éste, que había supuesto que el juego de las ventanas obedecía a la preocupación de don Martín por el estado de sus bronquios!
Así, el repórter llega a estar en una situación paradójica: él es, en verdad, el reporteado, y, de añadidura, parecer ser el convaleciente. Encogido en el asiento, no sabe cómo derivar la conversación hacia el terreno de los recuerdos y hacer que Martín Gil empiece a hablar de sí mismo.
Pero, al fin, todo llega.
Da pie a la iniciación del reportaje una referencia a “Noche de Perros”, la breve obra maestra con que Martín Gil comenzó su actividad literaria, y que ARGENTINA reprodujo hace poco en su sección Cuentos de Oro. En ese relato clásico no apuntan, sino que ya están patentes las condiciones esenciales de Martín Gil como escritor: la espontaneidad, la gracia, la precisión, dotes naturales de su ingenio, según se advierte oyéndolo hablar. Porque Martín Gil escribe como habla, y por hablar así se hizo escritor sin proponérselo, puesto que al referir al Dr. Ramón J. Cárcano, que había sido profesor suyo en el Colegio Nacional de Córdoba, su aventura con los perros de don Bernardo, Cárcano le dijo: “¿Por qué no escribe eso?”... Lo escribió en una noche, de una sentada, y ahí está el cuento, fresco y lozano, como si hubiera sido escrito ayer y no hace medio siglo.
—¿De modo que usted estudió en Córdoba?
—Sólo el primer año del bachillerato; el resto lo hice en el Colegio Nacional de Buenos Aires, durante el rectorado de Amancio Alcorta.
—Después siguió aquí en la Universidad ¿no es así?
—Apenas un año en la Facultad de Derecho, donde escuché las lecciones de Pedro Goyena, pero interrumpí y me volví a Córdoba.
—¿A la Universidad?
—No; al campo, a Fraile Muerto, o sea a Bell Ville, como ahora le dicen.
Por fin, el autor de “Prosa Rural” se deja llevar por los recuerdos y evoca los años pasados en la estancia familiar.
Apenas entrado en la mayoría de edad, un acontecimiento nefasto —la muerte del padre— decidió su destino; abandonó los estudios de derecho, dejó la ciudad y se fué al “Piquillín”, donde se improvisó estanciero. Nunca había soñado en serlo, pero su estrella quiso que lo fuera, y lo fué cabalmente. Aquel joven menudo, de salud delicada, cuya infancia había transcurrido en dos ciudades —Santa Fe y Córdoba— y cuya adolescencia se desarrolló en Buenos Aires, aquel muchacho tímido de vocación indecisa, que no conocía el campo sino por las breves estadas del veraneo, se reveló de pronto un administrador eximio. Al poco tiempo había sembrado 2.000 hectáreas de alfalfa y llegado a tener 14 mil ovejas.
Iba en vías de convertirse en el Rey de los Ovinos y principal proveedor de las hilanderías de Mánchester, cuando, en un fatídico día de noviembre, al polo Antártico se le antojó hacer una de las suyas... Era a mediados del mes y en “El Piquillín” se festejaba el final de la esquila con gran regocijo de todos, incluso de las ovejas que, despojadas de sus vellones, ya no sufrían a causa del anticipado calor estival, cuando empezó a soplar un ventarrón del cuadrante sur y, en pocas horas, la temperatura descendió alrededor de 20 grados. A la mañana siguiente, de las 14.000 ovejas, 7.000 aparecieron muertas por el frío. Ese mismo día, Martín Gil liquidó a cualquier precio las 7.000 sobrevivientes, dejó de pensar en las ovejas y se dió a meditar sobre los variables fenómenos atmosféricos.
Sobre su ruina como ovejero empezó a edificar su fama de meteorólogo.
Puede asegurarse que esos diez años pasados en la estancia decidieron, en todas sus formas, el destino de Martín Gil. En ella se definió su vocación científica y literaria; en ella se formó su carácter; en ella fundó su familia y se hizo hombre de hogar, y en ella escribió su primer libro y tuvo sus primeros hijos. De modo que si para todos los cordobeses ilustres la Universidad de Trejo y Sanabria es y ha sido el “alma mater”, la madre nutricia, para Martín Gil lo fueron el campo y el cielo de Córdoba, la tierra, el aire y el sosiego de “El Piquillín”. Allí se doctoró por su cuenta y riesgo en matemáticas, astronomía, meteorología, literatura y periodismo, sin maestros, sin programas, pero con libros. Algunos catálogos de librerías francesas fueron su único programa; elegía los libros que le interesaban y los pedía directamente a París. Fué su propio maestro, esto es, un autodidacto, pero un autodidacto metódico, por lo cual su formación científica no presenta las fallas que suele ofrecer la de otros improvisadores geniales.
Mientras habla, Martín Gil anda de un lado para otro, muestra un cuadro, se agacha a recoger un libro o un cuaderno de un estante bajo de la biblioteca, cambia de sitio un adminículo cualquiera, va, vuelve, se sienta, se pone de pie...
Al verlo tan ágil, tan inquieto, tan movedizo, se piensa en el enorme esfuerzo de voluntad que se necesita para, con ese temperamento, acomodarse al estudio sistemático de las ciencias más arduas, sin dirección ni ayuda ni consejo, ¡solito su alma!
Porque, en verdad, el único maestro especial que tuvo en su juventud fué un maestro de guitarra. Cierto que era un maestro eminente, pero aun así no es de creer que las lecciones de guitarra lo hubiesen preparado para la tarea que más tarde se impuso. A lo sumo le habrán servido para recrearse después de las horas pasadas sobre los libros.
Un retrato de Segovia, con dedicatoria, de una fecha relativamente cercana, acredita que la afición de Martín Gil por el instrumento nacional hispano-americano ha perdurado toda su vida. Martín Gil es tan guitarrista como astrónomo o escritor, pero la guitarra fué su primera vocación. Folklorista “avant-la-lettre”, ya allá por 1886 ejecutaba gatos, zambas y estilos ante más de un ilustre auditor. Entre ellos, Sarmiento, que más de una vez, al final de uno de los almuerzos dominicales en casa del Dr. Isaías Gil, le pedía al “joven Gil” trajese la guitarra y tocase algo, “pero nada más que cosas criollas, ¿eh?” ...
Sarmiento, en efecto, iba a almorzar todos los domingos a la casa del Dr. Isaías Gil, padre de don Martín e ilustre jurisconsulto, de quien era amigo. Iba, en primer lugar, por su amistad con el Dr. Gil y también atraído por las empanadas criollas que hacía Dolores, la cocinera del Dr. Gil. Unas empanadas enormes, doradas y jugosas que, al menor descuido, dejaban la marca en el mantel, en el traje, en la alfombra... Pero Sarmiento se envanecía de saber comerlas sin dejar caer una gota ni mancharse los dedos, y lo demos traba con ademanes de prestidigitador engulléndose una. dos, tres... siempre de las más grandes. Tras de cuya hazaña pantagruélica, reía jocundamente.
Todos los domingos el joven Martín Gil tenía la misión de ir a buscar a Sarmiento a su casa de la calle Cuyo y acompañarlo hasta la casa de la calle Alsina, frente a la iglesia de San Juan, donde vivían. (La casa se conserva tal cual era en los años de 1884 al 90. Es quizá, de todo el centro, el único edificio de esa época, que no ha sido derribado, transformado o, lo que es peor, restaurado).
Martín Gil iba en un cupé hasta el domicilio de Sarmiento, en cuya sala esperaba a que llegara el anciano, que venía siempre tapándose la boca con un pañuelo o una bufanda y se plantaba en la puerta de la sala. De Sarmiento, Martín Gil recuerda sobre todo esa figura vista a contra luz, desde adentro de la obscura sala.
Subían al cupé, que echaba a rodar pollas calles más viables. El trayecto era corto —ocho o nueve cuadras— y Sarmiento hablaba poco, pero nunca dejaba de mirar por la ventanilla del coche y hacer la misma reflexión en voz alta: “¡Cómo se edifica en Buenos Aires!”.
Y era verdad, porque ya había empezado la época de febril prosperidad que había de acabar en la crisis del 90.
Los primeros recuerdos de don Martín se refieren a la época de su vida en Santa Fe, adonde fué llevado de muy niño y donde aprendió las primeras letras. Una negra fué su primera maestra. No se vaya a creer que era una negra nodriza, una “nurse” que alternaba los cuidados domésticos con la instrucción elemental del niño. No; nada de eso: la negra, o mejor dicho las negras, porque eran más de una, tenían escuela establecida y bien acreditada. Las llamaban las “negras Giraldes” sin asomo de menosprecio, porque eran “muy bien”, pulcras, decorosas, instruidas y de trato muy fino.
Más tarde fué alumno del Padre Lucas, un dominico gigantesco y bondadoso, a quien la madre de don Martín había contagiado la constante inquietud que todas las madres tienen por la salud de su único hijo “Es un chico muy delicado”, decía doña Secundina, cada vez que hablaba con el Padre Lucas, por lo cual éste solía inclinarse sobre el niño y preguntarle cómo se sentía. Lejos de disuadir a la madre de sus temores, el buen dominico le recomendaba: “Cuídelo, señora, cuídelo mucho; este chico va a ser un hombre importante ... un hombre importante”.
La predicción del dominico se cumplió. Con el andar de los años, aquel pequeño se hizo hombre, y aunque no creció mucho en estatura, fué creciendo en importancia. Fué importante no por los títulos, sino por los méritos. Su nombre, breve y eufónico, comenzó a irradiar desde el centro de la República a toda la extensión de su territorio. Con sus colaboraciones regulares en los diarios más leídos del país, popularizó la meteorología científica e hizo de la astronomía una disciplina accesible y deleitable. Todo lo que aprendió a su costo y por su propio esfuerzo, lo puso generosamente al servicio del pueblo. Él, que no había pasado por las aulas universitarias más que un lapso brevísimo, fué profesor eminente y celebrado de un auditorio innumerable; él, que no había pisado la redacción de un diario, fué maestro de periodistas durante más de un tercio de siglo. Al propio tiempo, sin haber sido político, fué hombre de gobierno: ministro, legislador, vocal del Consejo de Educación, Director de Meteorología. Pero, por sobre todas las cosas, fué siempre Martín Gil. Es decir, la función, el cargo, la ocasional importancia, no eclipsaron nunca su personalidad. Fuera lo que fuera, era siempre él.
Y sigue siendo el mismo, ahora, después de cumplir 81 años. La misma inquietud, igual curiosidad inteligente, la gracia de siempre y la frescura mental de toda la vida. ¡Ah, estos hombres delicados, de salud aparentemente frágil, que se burlan de los años!

ESPIGAS
Estas frases no constituyen el pensamiento de Martín Gil. Son frases tomadas de sus libros al azar y que pueden cambiar de interpretación o de tono al aislarlas de los capítulos a que pertenecen.

MAL DE MUCHOS, CONSUELO DE TONTOS...
Sin embargo, no soy de opinión de que tal consuelo sea recurso de los tontos, como lo afirma el refrán, por una razón muy simple: porque ningún tonto es susceptible de desconsuelo. Después del chancho en el barro, el tonto es el animal más dichoso que pisa el planeta.
Celestes y cósmicas.

EL MAL TIEMPO NO ES TAN MALO...
El mal tiempo es una fuerza centrípeta, es decir, hacia el centro, hacia el interior; el tiempo hermoso resulta una fuerza centrífuga, hacia fuera. La primera invita a pensar, a la reconcentración útil; la segunda, a salir por la tangente, a disparar, a largarse a la calle. Y quien se lanza a la calle, casi seguro que pierde el tiempo.
Hablando solo.

LA OPORTUNIDAD
La oportunidad no admite espera; aprovecharla en su punto es tan difícil como tomar de la cola a una rata que se escurre en la cueva.
Modos de ver.

LAS MOTOCICLETAS
Podríamos convenir en que una de las manifestaciones más groseras de nuestra civilización es el ruido, el fragor inútil. Y esto se debe a que toda nuestra civilización está basada en la mecánica, en la máquina. Las grandes civilizaciones antiguas fueron mucho más decentes, más amables, más finas, porque eran civilizaciones silenciosas, porque aun no se conocían el vapor, ni la pólvora ni la electricidad. No había entonces ni silbatos estridentes, ni sirenas escandalosas, ni sombras, ni petardos, ni escapes libres, ni motocicletas — el aparato más indecente que rueda por las calles y caminos públicos.
Crítica Libera.

revista Argentina
01.02.1950
 

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