Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

ramón gómez de la serna
Figuras de actualidad.
Una vida literaria
Ramón Gómez de la Serna
por Gastón de Landrey

VARIAS editoras porteñas se han V reunido para hacer, en un libro preparado por todas ellas, el homenaje de una antología de Ramón Gómez de la Serna, en ocasión de cumplirse los cincuenta años de su primer libro, "Entrando en fuego", rarísima pieza bibliográfica con que amanecía a las prensas la vasta obra de Ramón.

Resulta curioso detenerse a contemplarla y advertir el contraste que forman la calidad y la cantidad en la obra de Gómez de la Serna. EL ha dado la literatura en grandes brazadas, pero no son ramos verdes, sino flores, y flores finas, su espléndida cosecha artística. Hay escritores que trabajan mucho y producen poco, como Flaubert, como Valle-Inclán. Son joyeros de exquisita labor. Otros escriben mucho, como Balzac y como Galdós, y aunque no son estilistas ni les preocupa el “acabado" de la obra, la logran merced a una poderosa aptitud creadora. Pero está fuera de toda comparación el caso de Ramón Gómez de la Serna, que ha escrito mucho y fino, porque su obra es toda de matices, de irisaciones y de destellos; en suma, es pura poesía y, sin embargo, se ha dado a borbotones, en un flujo incesante y en una cantidad asombrosa. No hay que confundir la finura de la obra con la de los temas. La obra puede tener argumentos humildes y aun bastos, hallados en la vida vulgar. La poesía brilla más alta cuando arranca sus luces a esos motivos inadvertidos o desdeñados. Ramón, que ha cridado el Rastro, es doctor en descubrimientos inesperados de belleza en lo feo, de ternura en lo hosco y de todas las razones de la sinrazón.

Los cincuenta años de vida literaria de Ramón Gómez de la Serna son una entrega absoluta a la pluma. Escritores como Zola y como el mismo don Benito Pérez Galdós han vivido para su obra, pero Ramón ha vivido en ella. Los primeros lograron juntar su crecido rimero de libros con método. Ramón Gómez de la Serna no ha usado método, porque no ha hecho más que escribir. Aquéllos lo hacían de tal a tal hora, con regularidad maquinal: las musas, débiles, acaban por rendirse a la tiranía de esos amantes implacables. Probablemente, el tiempo que invertían en escribir era el más breve de sus ocupaciones habituales. Gastaban más horas en leer, en pasear, en hacer vida social o literaria, en sus amores, en sus viajes. Balzac, que fue un forzado, escribió más que ellos, pero lo hacía con la esperanza de llegar a liberarse de su pluma. En cuanto a Ramón Gómez de la Serna, en cambio, parece que su más dilatada tarea en la jornada es la de escribir, y que si pudiera hacer otra cosa, no la haría. Es un escritor por vocación y por voluntad, y seguiría escribiendo, entre la medianoche y el alba, hasta que materialmente se le caiga de las manos la estilográfica.
En Buenos Aires se le ve al atardecer paseando con su señora, la escritora Luisa Sofovich, y luego en algún restaurante. En Madrid no se le veía entre semana, sino el sábado, en la cena ritual de Pombo, “la sagrada cripta", una antigua botillería isabelina, que se hizo famosa en la historia de las letras del primer tercio del siglo, gracias a la tertulia de Ramón, donde desbordaban su ingenio, su simpatía, su bondad, manifestaciones de su poderosa fuerza vital.
Cuando Pombo se cerraba, la tertulia se iba deshilachando por las calles de Madrid. Ramón abordaba a la redacción de "El Liberal". Allí rehacía el grupo ambulante. Una recalada en algún colmado: huevos revueltos, jerez y cante flamenco. Por fin, a la plaza Santa Cruz, desde cuya torre se asistía al espectáculo del alba sobre los tejados de la villa y Corte. Con ¡a luz del sol, Ramón, noctámbulo de ciudad, como Baudelaire, se replegaba a su albergue.
El cual albergue estuvo, en los últimos tiempos de nuestra vida en Madrid, sitúenlo en un ático de la calle Velazquez o Príncipe de Vergara, no recuerdo bien. Y estaba poblado de aquella riqueza iconográfica de recortes de fotografías pegadas por todas partes, y últimamente en el suelo, merced a un pavimento transparente. El techo estaba constelado de estrellas. En una esquina del estudio salmodiaba un farol del alumbrado público, uno de esos faroles que ya no se ven más que en las decoraciones de teatro y que parece que van a abrir una boca invisible y recitar una balada de Carrere. Y luego las numerosas cosas que despertaban el gozo y el amor del escritor: el maniquí del corsé, el arpa, el quinqué. Algunas de estas cosas están hoy dé moda en el amueblamiento y decoración de interiores elegantes.
Otro de los lugares de trabajo de Ramón fué su casa de "el ventanal" en Estoril, acomodo lujoso donde pasó otra época de su vida. Luego, el desbande de la guerra civil, de la guerra europea, y Buenos Aires, el departamento de la calle Victoria, ya cuajado de fotos, libros y cosas pintorescas del renovado bazar de Ramón, que brota donde él mora. Y su terraza, sobre su amado paisaje de tejados, por donde se pasea, la pipa en la boca, en los momentos de vagar.
La pipa y la estilográfica podría inscribirse en su blasón literario. La estilográfica, sobre todo, que él cargada con tinta encarnada, antes de la “birome”, su instrumento actual de trabajo en las bibliotecas de sus amigos sangran las enormes dedicatorias rojas, colmadas de palabras hiperbólicas en que desbordaba la generosidad de Ramón.
A la altura de sus sesenta y tantos años, Ramón Gómez de la Serna está en plena floración literaria. Escribe tanto como antes y mejor que nunca; y todos los días ros sorprende con destellos nuevos, siempre más vivaces, alegres y luminosos. Su salud augura larga vejez y su ingenio inagotable una copiosa obra. Deseamos muy cordialmente que así sea.
Revista PBT
15.07.1955
 

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