Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Revolución mexicana
México aprende a reír de su Revolución
A partir de ’la matanza de estudiantes en la plaza de Tlatelolco, en plena promoción de las olimpíadas internacionales de 1968, toda la historia de México se ha convertido en un gigantesco escenario donde las distintas tendencias ideológicas buscan comprender su razón de ser. Hace unos meses un grupo de intelectuales de izquierda y dirigentes laborales, Carlos Fuentes y Octavio Paz entre ellos, anunció la formación de una organización cuyo propósito declarado es combatir el monopolio político del esclerótico Partido Institucional Revolucionario que ocupa el poder desde 1929.
Una cantidad de estudios que procuran analizar el presente, el proceso de la Revolución y la razón de las frustraciones acumuladas en las distintas esferas nacionales, han aparecido significativamente en los meses recientes: Días de guardar, de Carlos Monsivais; La noche de Tlatelolco, de Elena Pomatovska, y Los días y los años, de Luis González de Alba son los más importantes. Pero ninguno tan inesperado, chispeante (y, por ello mismo, escandaloso), como el de José Fuentes Mares, que en este momento es el comentario obligado de todo México. Fuentes Mares ha dedicado una fecunda labor a la historia de México: Poinsett, historia de una gran intriga; Juárez y los Estados Unidos, Juárez y la intervención, Juárez, y el imperio, Juárez y la República, Las memorias de Blas Pavón son sólo algunos títulos de su extensa bibliografía "seria”.
Pero su nuevo libro adopta una forma novelada. Se trata de La revolución mexicana: memorias de un espectador, que ha lanzado recientemente Joaquín Mortiz. La narración se estructura en dos planos: en uno, los acontecimientos históricos reales; en otro, las vivencias imaginarias de un joven, proyección retrospectiva del autor, que contaba sólo veinte años cuando comienza la Revolución. Esta técnica de ensamble permite al autor hacer desfilar a personajes protagonistas de la historia mexicana con un sentido crítico tan agudo como filoso en su sentido del humor. El mismo se presenta como un burgués progresista, una especie de Artemio Cruz que usufructúa líos avatares dolorosos del proceso.
"Fui revolucionario antes de tener cuatro reales, y hoy que los tengo lo soy con mayor razón, pues no tengo empacho en atribuir a la Revolución el origen, y, sobre todo, el auge de mi fortuna. Al igual que políticos, financieros y generales fanáticos amantes de la champaña, de 'las buenas viandas y las mujeres finas, tan prósperos y tan bien cebados, que se creyeran llegaron a la Revolución por la puerta de la cocina”, escribe.
José Fuentes Mares nació en el desierto de Chihuahua en 1919. El llano alimentó su imaginación con la fantasía que surge de sus vacíos infinitos: "El medio es determinante, y quien nace en el desierto termina por llevarlo como doctrina sustentadora, porque el desierto acaba por ser una doctrina, como el marxismo con su punto de partida y sus conclusiones inevitables. Por eso el desierto se encuentra lleno de dogmáticos y eso explica que allí nacieran tres grandes religiones monoteístas”.
La Revolución, para, Fuentes Mares, también fue un producto del desierto, porque el hombre del desierto carece de la imaginación que posee el del trópico: hiere como un matemático del homicidio. Ese producto secular del desierto —la Revolución— es como una religión mundana cuyos santos se llaman Madero y Carranza, tipos sin imaginación alguna, como la mayoría de líos santos. Madero, para el autor, fue tan primitivo y tan norteño que ni siquiera pudo crear una bandera revolucionaria, lo que provocó las burlas de tropicales imaginativos como Zapata. Y Villa, otro hombre del desierto, "no inventó siquiera una forma original para colgar a sus compadres”.
La historia comienza con los últimos años del Porfiriato, al que Fuentes Mares concede gran habilidad política. Le critica no haber abandonado la presidencia de la República hacia 1900, porque "el riesgo de todo cesarismo está en el propio César y en los años que se acumulan sobre su organismo". El país estaba cansado de da dictadura paternalista y Madero encarnó el grito revolucionario un 20 de noviembre de 1910. A pesar de que el autor manifiesta su respeto por Madero como hombre limpio que fue víctima de un ideal importado de sus estudios europeos, considera que Zapata, sin haber estudiado en París, tuvo ideas más concretas y ciertas acerca de los problemas más graves que tenía que afrontar la Revolución.
Para ser posible como gobierno. Zapata tuvo que sacudirse las ilusiones de Madero y adoptar las tácticas políticas del porfirismo, el que a su vez perfeccionó las heredadas del juarismo. La historia política de México es un producto de la experiencia, y a eso atribuye el autor que sea un fenómeno tan auténtico. Con minucia obsesiva, señala la intervención del embajador norteamericano Henry Lane Wilson, quien alentó el movimiento para derrocar a Madero, aliándose con el general Victoriano Huerta. Ambos determinaron el asesinato de Madero, junto con di del presidente Pino Suárez, el 22 de febrero de 1913.
Lane Wilson nunca soportó que Madero no fuera manejable, sumiso, cuando se tacaban puntos de sus convicciones más íntimas. Con este episodio comienza a tomar cuerpo la leyenda de que "el crimen y la violencia son las vías naturales de la paz entre el pueblo mexicano". La figura de Huerta es tratada con toda la repulsa que merece él traidor. El huertismo fue una masonería de sicarios que fraternizaban en el crimen activo de matar o en el pasivo de callar.
A partir de la caída de Huerta sobreviene Ha época de gran prosperidad para el burgués imaginario que relata los
acontecimientos de estas "memorias de un espectador". Cuando el presidente Venustiano Carranza ordenó retirar de circulación el oro y la plata para sustituirla por billetes (a los que se llamó "bilimbiques”), el pueblo compuso el estribillo famoso: "El águila carrancista / es un animal muy cruel. / Se come toda la plata / y caga puro papel".
Así empezaron los comerciantes a cosechar los frutos de la Revolución. Con las reservas de oro que tenían acumuladas compraban dinero a tipo bajísimo, que luego invertían en comprar los bienes de la aristocracia arruinada. El joven que, al empezar la Revolución, tenía apenas veinte años ya es un rico financista, propietario de un banco (el Banco Regenerador Revolucionario, Sociedad Anónima, que en 1919 es fiel espejo de las inquietudes del pueblo y del espíritu de la Revolución, y cuyas acciones se cotizan en el mercado de valores al quíntuplo de su valor nominal).
"Qué nos depara el futuro es algo que no podemos saber. Hace años que marchamos con la seguridad de muchos caminantes, atentos al rumbo del viento y al curso de sol. Que el buen Sancho, un santo de nuestra estirpe, continúe brindándonos su protección. Ese, no el de Don Quijote, ha de ser el camino de la paz." La conclusión del imaginario alter ego de Fuentes Mares es tan escéptica como lo autoriza la experiencia de haber sobrevivido a una historia política tan densa como la que estas "memorias de un espectador" consignan. Su cualidad redentora es él humor, sardónico,, que ignora las jerarquías consagradas para reconocer un mismo diseño en las infinitas proclamas, más revolucionarias que la anterior.
Olga Costa Viva
Revista Panorama
29.02.1972
 
revolución mexicana

ir al índice de Mágicas Ruinas

Ir Arriba