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MONA MARIS: VOLVER, SIEMPRE VOLVER
Aunque el tiempo ha pasado, sus rasgos eternizan aún la
figura de aquella "mala mujer" que le tocó interpretar; la
voz, la misma que con dejo seductor atrapó a Carlos Gardel
en Cuesta abajo, sigue siendo insinuante, sugestiva. Lo
cierto es que para María Rosa Capdevielle —o Mona Maris,
según la seudonimia del ambiente artístico— los años pasan
inexorablemente: alta, delgada, con una edad que no confiesa
"pero que la gente sí adivina", aún conserva una fisonomía
merecedora de algún sofisticado requiebro. La semana pasada
volvió a Buenos Aires para rehacer su vida o, mejor dicho,
para reiniciarla en un ambiente en el cual muy pocos la
recuerdan y donde los amigos escasean. Pero para ella, más
conocida por sus trabajos en el cine americano que en el
nacional, el retorno fue silencioso,
"como corresponde a alguien que desde hace mucho tiempo no
hace cine". Tanta modestia —lograda a través de una carrera
cinematográfica de más de 60 películas y con actores más
talentosos que el mismo Gardel— fue la valla que le impidió
sentirse secundarizada por la figura del mito porteño: "Como
compañero, Gardel era una persona estupenda —confesó a SIETE
DIAS la pasada semana—; es más, nunca nadie se sintió
relegado trabajando con él". Se explica: las cualidades
artísticas de El Morocho eran tan elementales que hasta de
la cercanía de los extras aprovechaba el cantor para
acrecentar sus propios méritos. "Al igual que Bing Crosby
—confirma MM—, Gardel tuvo que aprender a actuar en cine; al
principio era muy duro frente a una cámara". Su actuación
junto al divo en Cuesta abajo (1934), fue lo que le permitió
acceder a la popularidad: "El público llegó a conocerme
gracias a Gardel", reconoce.
La carrera de Mona Maris en el cine arranca desde lejanas
épocas: con Undergrounds —su primera película— o Los
esclavos del Volga, con Oscar Homolka, alternó con actores
como Carol Lombard, Leslie Howard, Constance Bennett, George
Sanders, Nelson Eddy, Jeannette Mac Donald y otros de la
época de oro de Hollywood. "Con José Mojica hice seis
películas —recuerda—: El precio de un beso fue la primera de
ellas". Luego de la guerra, un visionario plan de
coproducciones con el extranjero la movió a intentar este
tipo de experiencias entre el ascendente cine argentino y el
americano. El resultado fue que un excesivo proteccionismo
estatal y alguna que otra lengua maledicente de aquel
entonces echaron por tierra todos sus mejores deseos.
"Todavía seguimos tan desorganizados como entonces
—recrimina—; parece que no se comprendiera que además de
talento se necesita una buena organización para ganar
mercados en el cine". El largo interregno que le brindó la
profesión en el exterior y su frustrado matrimonio —diez
años que recuerda con cariño—, hizo que se mantuviera
incomunicada por la realidad del cine nacional: "Hace
muchísimo tiempo que no veo una película argentina.
Desconozco el ambiente e ignoro cómo están las cosas ahora".
Su paso por los sets locales fue, a pesar suyo, lamentable:
"Los únicos que me propusieron trabajar en mi país fueron el
director Ernesto Arancibia y su esposa; en 1953 me
contrataron para hacer el papel de la amiga de Margarita en
'La dama de las camelias'. Aquél fue uno de los momentos más
humillantes de toda mi carrera. El egocentrismo de la
protagonista y la presión que ejerció sobre Arancibia
redujeron mi actuación a dos o tres tomas". Las trenzas y el
vedettismo no parecen ser excluyentes de una época
determinada, alcanzándola también a ella: "Lo mío no fue
casual y si mucha gente se ha ido para trabajar en el
extranjero fue porque la aquejaron los mismos problemas".
Ahora, después de una larga trayectoria frente a las
cámaras, el regreso se hace difícil, casi utópico. "Volver
es siempre triste —dice—, máxime cuando se está tanto tiempo
alejada del cine. Además, hay que dejar paso a los que
suben".
Revista Siete Días Ilustrados
25.01.1971 |
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