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Alfredo Prada LAS exigencias de la vida
moderna, los progresos evidenciados en todas las
actividades del hombre, aun las deportivas, por
el simple sentido de la emulación hasta por las
necesidades de la superación que impone el medio
y la subsistencia en él, han ido destruyendo
implacablemente el concepto de la improvisación,
de la espontaneidad, de lo irregular en la vida
de un deportista. Se pensó alguna vez —error que
a la distancia asume contorno de pavoroso— que
se podía ser deportista confiado únicamente en
la distribución generosa que la naturaleza había
hecho de sus fuerzas en algunos individuos. La
historia nos dice que muchos deportistas
hazañosos, que pudieron ser héroes de historia,
tuvieron que ceder ante la impotencia que nacía
en el desorden, en el desperdicio de sus medios
y de sus fuerzas, negada la evolución por la
falta de método, de inteligencia, de orden, de
conducta... EL deportista que hoy comience a
recorrer los senderos de las confrontaciones y
los títulos, los triunfos y las hazañas, no
podrá olvidarlo, despreciarlo, ignorarlo. La
inteligencia juega hoy en los estadios un papel
tan preponderante como la fuerza física, el
método suple con ventajas al esfuerzo
desmesurado. El deporte, en fin, como el arte,
puede ser también una larga paciencia... Ahí
está a mano el ejemplo de Alfredo Prada. ♦
Alfredo Prada nace al boxeo en una época en que
los intuitivos, los aventurados, los confiados
nada más que en sus propias fuerzas están
pagando tributo a su falta de conducta
deportiva, a su olvido del método. Y comienza a
emplear más que nada la inteligencia en un mundo
—las cuatro paredes ilusorias del ring— en que
pareciera que sólo la fuerza bruta puede tener
el privilegio de la mano derecha levantada.
Le venía de mucho antes. Era su vida, su
esperanza, su fe, su tenacidad silenciosa que
ahora podía desembocar en la suma de expresiones
con las que quería expresar su personalidad,
expresarse... Recordaba su pasado, su historia,
su vida. Tenía apenas 7 años cuando en Santa Fe
—nació en Rosario en el año 1924— participa con
su entusiasmo de querer ser deportista, en una
carrera pedestre. Pero la desgracia acecha en un
bache del camino y lo tumba. Sufre una luxación
de la cadera que lo va a tener postrado durante
cinco años. ¡Cinco años de inactividad para un
chico que quería rodear al universo con su
dinamismo, con su deseo de emplear todas las
reservas físicas que sentía bullir en su
naciente contextura! Así es como lo llevan a
Córdoba para su cura. Y entonces, en la calma de
las sierras cordobesas, con la visión de un
cielo siempre limpio y cargado de estrellas como
para seguir soñando más fuerte, va descubriendo
su otra personalidad, la que puede ir
moldeándose también con el cerebro, con la
inteligencia, con el pensamiento aplicado a cada
cosa de su vida. Cura y un día, observando
boxear a su hermano, siente que se le despierta
la seguridad de haber encontrado su camino. Y se
hace pugilista. Mientras tanto, la calma y la
meditación de su estado de quietud obligatoria
lo habían impulsado al estudio. Lee con
fruición. Estudia. Por eso desde que despierta
al pugilismo van unidas esas dos condiciones de
su vida: el físico y el cerebro. Lo demás lo
hace su voluntad, su disciplina, su aplicación,
su conducta. ♦ Y lo estamos viendo. En un
instante de su vida en que ya otros hubieran
tenido que ir cediendo paso a la implacable
determinación del tiempo, sigue en pie,
enhiesto, viendo cómo le siguen levantando su
mano derecha. En el ring, cada combate es una
demostración de ese cúmulo de circunstancias que
va moviendo consciente para el fin previsto. Y
lo más hermoso: que nada de lo que hace
tan-conscientemente ha podido anular la
presencia de otro aspecto del luchador: el
instinto, la intuición. Allí están presentes en
la amalgama de tantas virtudes para conformar,
en el transcurso de una pelea, un pugilista que
puede lucir con orgullo el título de tal. ♦
Revista Mundo Deportivo 18.02.1954
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