Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 

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Raúl Pérez Varela

Raúl Pérez Varela
LE venía desde la infancia ese deseo de cubrir todas las etapas del día " con una actividad sin detención. El salto sobre la zanja, el trepar al árbol para husmear en el nido, la carrera detrás del carruaje, el "rango y mida" y acaso también la pedrada que va buscando un blanco porque ello también entraña una hazaña física que entusiasma al niño. Después, andando los años, eran el club, la competencia, el desafío o la lucha, el deseo de emulación. Y entonces tanto recibía una paleta para escribirle al frontón un lenguaje de peloteo en que pudiera expresarse su fuerza, como se arrojaba al río o la pileta, para asumir un puesto en el equipo de waterpolo o ensayar el vuelo en los saltos ornamentales, que es otro de los deseos insatisfechos del hombre de asemejarse al pájaro.
Pero la calle lo iba a tentar con su otra aventura más linda, con ese otro mundo que es el fútbol. Y entonces este muchacho, que estaba buscando siempre la forma de derrochar su físico, se dió a él con todo el entusiasmo de quien parecía encontrar por fin una forma aproximada de sus deseos: la actividad individual y el juego de conjunto. Faltaba el inconveniente que iba a nacer en la decisión del padre que le impediría practicar el peligroso juego de la calle, para que viniera la fórmula de transacción. Y entonces, más que un castigo, fué un premio.
Porque en ese instante nace para el basquetbol Raúl Pérez Varela.

La historia de Pérez Varela tiene el recorrido de los héroes, de esos seres que nacen para triunfadores porque llegan con la vocación de héroes, haciendo pensar que es cierto que existe la palabra destino. Y porque no obstante que su espíritu, su modalidad, su temperamento, tratan de eludir toda manifestación hacia afuera, todo título exhibicionista, la tremenda fuerza temperamental que los impulsa hace que no puedan dejar de asumir el primer plano en cualquier actividad. Este espectáculo de ahora de ver crecer a Pérez Varela en un partido es un capítulo incesante y renovado del hombre que en el juego, en el deporte, realiza una obra de arte, suya, personal, única.
Sobre los 16 años llega a Gimnasia y Esgrima de Villa del Parque para pasar después al Ñandú de la misma zona. Acaso allí quede un capítulo ignorado de la formación de su personalidad en la obra de admirables consejos que le insuflan jugadores que ya se retiraban como Viotto, Coppa, Alvarez o Elias Fernández. En ellos encuentra Pérez Varela comprensivos amigos, decididos hermanos mayores del juego que le descubren sus virtudes y sus errores. Después viene otra vez el regreso a Gimnasia, y ahora lo tenemos en Rácing, en esa especie de nuevo equipo dispuesto a escribir también un pedazo de historia grande. Mientras tanto, va sumando a su carnet de baile el Sudamericano de Asunción aquella noche novelesca y fabulosa del Philips 66, los encuentros con los Mejicanos, el All Stars amaterus, el otro triunfo inolvidable del Campeonato del Mundo, el Panamericano, la Olimpíada de Helsinki... Con la vida de Pérez Varela, siempre triunfador, se podría escribir acaso la otra historia al revés de un nuevo Díckens...

Primero era el torbellino. Le gustaba el cesto, el gol, porque en su primer contacto el gol es como esa pincelada genial del artista que olvida toda su obra y de pronto coloca el toque que la realza, que hace brillar, sin pensar acaso que ese brillo es más porque el resto le resta sombra. Torbellino del partido, sí, porque andaba sin zona, sin rumbo, sin meta que no fuera el cesto. Marea enloquecida por el ansia de llegar, porque entonces llegar era el gol. Traía reminiscencias de toda su otra vida, la infancia, y entonces del frontón ponía el salto anticipado, vislumbrado, de la natación ese sentido instintivo de la ubicación, y del fútbol el lenguaje del gambeteador que no quiere dejar la pelota porque sabe que no se la devuelven.
Andando el tiempo, la comprensión del juego, la penetración de esa matemática pura que es el cuadrilátero, le fué podando sus exuberantes deseos de inmediata manifestación total, y ya la armonía del conjunto, de la labor complementada y de esa otra forma de manifestarse igual con una modalidad más serena, llegaron a conformar este jugador de hoy que aun cuando no esté en la frecuencia del explosivo aplauso del gol, sabemos que igualmente le pertenece.
Torbellino sereno, pausa activa, cerebración del silencio y de la calma, su actividad acaso sea mayor. Antes era el desborde, la rama que florece apresuradamente. Ahora es la medida, la profundidad, el tronco que afirma a todo el árbol.
Este espectáculo de Pérez Varela en el cuadrilátero de la cancha de básquetbol, cubriendo serenamente el partido, nos hace recordar ese instante de misterio que vivimos cuando contemplamos la superficie quieta del mar o ese transitar de las nubes por el cielo. Por eso le estaremos siempre agradeciendo a este muchacho que nos haga pensar que la perfección es alcanzable.
Revista Mundo Deportivo
08.10.1953

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