Fragmentario
"simplemente no acepto las condiciones de la vida"

El título fue tomado de una frase textual de Alejandra Pizarnik. Nueve libros -ocho poemas y un ensayo- bastaban para considerarla una de las cumbres de la poesía argentina contemporánea. Gozó de la amistad de Octavio Paz y Julio Cortazar. Colaboraba con las revistas literarias más importantes del mundo. El 25 de setiembre de 1972 murió, por propia decisión, en su departamento de la calle Montevideo. He aquí una reconstrucción de algunos de los momentos calve de su vida. Una historia trágica, emocionante; el testimonio de una vida signada por la muerte.

Emilio Gimenez Zapiola
1972
Revista Gente

Hablar, quizá, del hecho irreversible de que yo nunca te conocí. Personalmente, quiero decir. Conocía, si, algunos poemas tuyos, y eso bastaba. Eso creía yo, al menos. Porque después de tres días alucinantes, vividos con rara lucidez entre poemas, fotos, cartas y recuerdos tuyos, caigo en cuenta de que no bastaba, no bastará jamás. Como tampoco bastará jamás para los que si te conocieron, para esos pocos privilegiados que supieron de tu risa y tu silencio y tu sombra pequeña y honda. No bastará jamás, Alejandra. Tu muerte: un signo enigmático que te limita, te encierra, te cierra para siempre. Aunque quedan tus poemas. Allí estás y no es difícil entonces olvidar —por unos instantes— tus dedos abriendo el frasquito de seconai sódico, tu mano recibiendo los comprimidos, una cantidad ya elegida de antemano, como sabiendo lo necesario, lo que a vos, Alejandra, te hacía falta para morir.
'y el tiempo estranguló mi estrella' decías en 1956, quizá antes, porque en la dedicatoria de "La tierra más ajena", ofrecés "...estos antiguos poemas en estado salvaje..." El tiempo estranguló tu estrella, Flora Alejandra Pizarnik —así firmabas en esa época—. ¿Cuándo, Sacha?
No seguramente el 29 de abril de 1936, día en que naciste bajo el signo de Tauro. No entonces, supongo. Aunque tal vez ese primer contacto con el mundo, ese primer estar a la intemperie, te haya marcado para siempre. Nunca se podrá saber.
¿Cuándo?
Imagino tus primeros años: rodeada de muñecas —siempre te gustaron— inventabas juegos en tu cuarto luminoso de Avellaneda. Sola. Tus padres miraban con asombro y orgullo tu precocidad. Pero jugabas sola. Eras —me dicen— una niñita imaginativa y algo formal que brillaba en la escuela primaria. Amabas a tus padres, a tu padre especialmente. Y eras, conjeturo, una niñita feliz. "Quién tuviera cinco años...", dijiste más de una vez a tus amigos. Y tu voz se mojaba de nostalgia. La misma voz mojada de nostalgia de tus poemas que gustaba hablar de...una canción de una ternura sin precedentes, una canción que no diga de la vida ni de la muerte sino de gestos levísimos...", una canción que sea menos que una canción, una canción como un dibujo que representa una pequeña casa debajo de un sol al que le faltan algunos rayos; allí ha de poder vivir la muñequita de papel verde, celeste y rojo; allí se ha de poder erguir y tal vez andar en su casita dibujada sobre una página en blanco". Y recordabas esos años de sol y la música que sabía darte tu padre y la que hacías vos en un piano que después no volviste a tocar. Esos años: "Y la sed, mi memoria es de la sed, yo abajo, en el fondo, en el pozo, yo bebía, recuerdo".
Vos bebías y no había sed y eras feliz. Por eso: "Quién tuviera cinco años..."
El tiempo estranguló tu estrella, sí. Pero no cuando eras niña, Sacha.

mi cuerpo vibraba y respiraba 
según un canto ahora olvidado 
yo no era aún la fugitiva de la música
yo sabía el lugar del tiempo 
y el tiempo del lugar

dijiste. Ya eras adolescente y deslumbrabas. Bella e inteligente pasaste por el secundario —tal vez medalla de oro— e ingresaste a Filosofía, tu primer interés. Te pasaste a Letras y no llegaste a terminar la carrera. Qué importaba, después de todo. Por entonces, tu primer libro, "La tierra más ajena". Y tus estudios de pintura con Batlle Planas. "El me enseñó el espacio en el que tengo que escribir", reconociste luego. Por esos años te cruzaste con Olga Orozco y fueron amigas "para siempre". Un testimonio curioso y del que te enorgullecías no sin ternura: esa foto que atestigua una noche en Reviens. "¿Vieron que fui? ¿Vieron?", decías. Y estabas hermosa esa noche. Sacha. Adolescente y hermosa y algo en tus ojos hablaba de una sed insaciada e insaciable. Aunque esa noche te olvidaras y tomaras whisky y bailaras como cualquier alegre hija de vecino.

mi vida,
mi sola y aterida sangre
percute en el mundo
pero quiero saberme viva
pero no quiere hablar
de la muerte
ni de sus extrañas manos

En algún páramo de silencio entre tu niñez y tu adolescencia, el tiempo estranguló tu estrella y te puso de cara a la muerte. Apenas tenías veinte años y tu rostro estaba vuelto a la muerte. Y a la vida. A la vida y a la muerte. Alejandra Pizarnik, veinte años, descendiente de inmigrantes rusos, dos libros publicados, hermosa y lúcida: ya habías entrevisto los días que vendrían. Y tus ojos, tus poemas que eran como tus ojos, nunca volvieron a ser totalmente niños. Para entonces, eras la muchacha prodigio del ambiente literario porteño. Y te fuiste a París.

la pequeña viajera
moría explicando su muerte
sabios animales nostálgicos
visitaban su cuerpo caliente

dijiste entonces, aunque viva y desprendida de tu país. Entre los sabios animales nostálgicos, André Pieyre de Mandiargues. Octavio Paz, Julio Cortázar, compartieron el gozo de tu amistad. Octavio Paz dijo de tu "Árbol de Diana" —cuarto libro aparecido bajo tu nombre— que era una "cristalización verbal por amalgama de insomnio pasional y lucidez meridiana en una disolución de realidad sometida a las más altas temperaturas", y admiró tu talento. El, Octavio Paz, quizá el más grande poeta de la época. A Julio Cortázar le copiaste "Rayuela", su obra maestra, durante un tiempo en que anduviste escasa de fondos. André Pieyre de Mandiargues amó tus poemas: "...querría que hicieras muchos y que tus poemas difundieran por todas partes el amor y el terror". Una vez lo llamaste por teléfono para verlo y él te dijo que no, que ese día mejor no porque estaba como "debajo de una piedra". Vos adoptaste la expresión y solías decir que así estaba tu rostro a veces: "como debajo de una piedra". En París trabajaste en Juillard y te pasabas las horas mirando dibujos de Paul Kee y escribiendo, una manera de conjurar la muerte. La muerte: se dice que en París te enamoraste y que tu amor murió en un accidente de aviación. Volviste a Buenos Aires. De esa época (1966) es el último poema tuyo publicado, uno que apareció en "La Nación" hace alrededor de un mes. In memoriam L.C., dice el epígrafe.

Sentada en el fondo de un lago. 
Ha perdido la sombra,
no los deseos de ser, de perder. 
Está sola con sus imágenes. 
Vestida de rojo, no mira.
¿Quién ha llegado a este lugar 
al que siempre nadie llega? 
El señor de las muertas de rojo. 
El enmascarado por su cara sin rostro. 
El que llegó en su busca la lleva sin él.
Vestida de negro, ella mira.
La que no supo morirse de amor 
y por eso nada aprendió.
Ella está triste porque no está.

¿Homenaje póstumo? No sé. Reencontrarte con tu ciudad no pareció significar mucho para vos. Buenos Aires te gustaba en tanto te hacía recordar a París, dicen los que te conocieron. Tu ciudad, a pesar de tu presunto desamor, te premió. Ganaste el Primer Premio Municipal de Poesía correspondiente al año 1966 con "Los trabajos y las noches". Eran cien mil pesos que no te deben habar venido mal. Es ya legendaria tu falta de sentido práctico con el dinero. Y cien mil pesos son cien mil pasos, sobre todo en 1966. Mientras tanto, los poemas. Escribir era para vos trabajar. Y trabajabas sin parar. A máquina, con tu lapicera Montblanc —a la que llamabas el Rolls Royce de las lapiceras—, con marcadores, con lápices, con tiza. Tenías un pizarrón y solías escribir tus poemas allí. Los dejabas descansar y después acometías con correcciones. Eras implacable: un poema de cuatro o cinco líneas se veía sometido a diez, doce variantes, hasta dar con una definitiva. Escribías hasta pasadas las cinco de la mañana y te ibas a desayunar. A veces, si te apremiaba la necesidad de reinventar el mundo, seguías sin parar hasta el día siguiente a la misma hora. Si te iban a visitar, pedías que volvieran otro día o que se quedaran, pero a trabajar. Y vos seguías en lo tuyo. Se podía caer el mundo que vos seguirías en lo tuyo. "No hay un solo día en que no se pueda trabajar", decías. Tu madre te llamaba para despertarte. Inútil: ya estabas despierta y, casi siempre, con el teléfono descolgado. Ya estabas despierta. Siempre estabas despierta. Siempre tus ojos abiertos y alertas y en vigilia. Esperando el poema. Esperando.

Vigilas desde este cuarto
donde la sombra temible es la tuya.

No hay silencio aquí 
sino frases que evitas oír.

Signos en los muros 
narran la bella lejanía.

(Haz que no muera 
sin volver a verte.)

La muerte, tu amiga atroz y absoluta, seguía a tu lado, dentro de vos, en tus torturados ojos alucinados. La muerte como una tentación, como una mano familiar que te recuperara la inocencia. Ese año —1966— murió tu padre. Un golpe atroz. Siempre la muerte.

"Y es siempre el jardín de lilas del otro lado del río. Si el alma pregunta si queda lejos se le responderá: del otro lado de río, no éste sino aquél."

Traducciones, ensayos, poemas: filos para perpetuar la lucidez e impedir el sueño. Trabajar era para vos estar despierta, viva, en fin. Después del trabajo, algún respiro. "Si trabajo todo el día, salimos a comer", te premiabas. Y entonces, el delirio. Tu sentido del humor hacía reír hasta a los adoquines. Un humor verbal, en el que refulgía tu riqueza de lenguaje, tu precisión casi sobrehumana para decir lo que querías. "Este tipo tiene cara de talón", definías. Y era verdad. El humor siempre es verdad, ¿no, Sacha? El humor: uno de los bordes de !a realidad. De la verdadera realidad.

"Alguna vez, tal vez, encontraremos refugio en la realidad verdadera."

Que eso era la muerte para vos. Entretanto, algunas anécdotas, tu vida cotidiana, tus cosas de todos los días. Las muñecas, que te devolvían a tu infancia. Los recortes, que pegabas con plasticola en libros que tenían las hojas en blanco. El té verde, por el que eras capaz de recorrer Buenos Aires sí se te acababa. Los taxis: caminabas poco y te gustaba manejarte en taxi; gastabas fortunas. Los cigarrillos rubios, que fumabas sin parar. Tu departamento, regalo de tus padres, de la calle Montevideo 980. Ordenado según tu criterio aparecía, a primera vista, como un caos ejemplar. Después se entendía. Todo estaba perfectamente ordenado según tus necesidades. Todo estaba al alcance de tu mano.
Y las fotos de Greta Garbo, que adorabas y habías recortado de un libro que le "robaste" a Víctor Richini. Parece que Víctor amagó enojarse pero sucumbió ante tu "No me digas que esta pared no quedó hermosa con las fotos pegadas". Y así era.
Y tu pasión por las papelerías. Salir con vos era terminar en una papelería. Una vez adentro, comprabas de todo: sacapuntas, cartucheras, cuadernos.
Y tu amor por la música barroca. Y tu pudor para hablar de vos, de tu necesidad de muerte. "Vos sabes que eso es muy grave. Mejor no hablar."
Por eso, tus amigos dicen que eras una fiesta, que aparecías en el momento menos pensado, vestida con un pantalón y un pulóver de cualquier color y todo se transformaba. Te encantaban los chicos —te hubiera encantado tener uno—. Jugabas con ellos, les hablabas en su mismo lenguaje. Y ellos te adoraban.
Por último —nuevamente— tu trabajo. En los últimos años publicaste "Extracción de la piedra de la locura"; "Nombres y figuras"; "La Condesa sangrienta" (un ensayo sobre la terrible condesa Bathory, asesina de 650 muchachas entre los siglos XVI y XVII) y "El infierno musical", tu último libro de poemas. Ganaste la beca Guggenheim y la Fuilbright. Colaborabas en las revistas más importantes de América y Europa. La muerte, mientras tanto, crecía en vos.

'Las palabras hubieran podido salvarme, pero estoy demasiada viviente. No, no quiero cantar muerte. Mi muerte... el lobo gris... la matadora que viene de la lejanía... ¿No hay un alma viva en esta ciudad? Porque ustedes están muertos. ¿Y qué espera puede convertirse en esperanza si están todos muertos? ¿Y cuándo vendrá lo que esperamos? ¿Cuándo dejaremos de huir? ¿Cuándo ocurrirá todo esto? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Cuánto? ¿Por qué? ¿Para quién?'

Tus muchos años de psicoanálisis —los últimos con Pichón Riviere— colaboraron para que el conocimiento que tenías de vos misma rozara la perfección. Pero la soledad, el silencio, la muerte no te abandonaban. Los que te rodeaban trataron de impedirlo: inútil. Sin embargo, seguías siendo la misma de siempre, la misma fiesta, la misma magia derramándose por donde anduvieras.
Y hoy quería conocerte, sospechando que el día menos pensado podía ser demasiado tarde. Y proponía en los sumarios "ALEJANDRA PIZARNIK. Es la mejor poetisa argentina. Hay que hacerle una nota..." Semana tras semana. Cuando apareció tu último poema —el de "La Nación".— anuncié —lamentable profecía—: "Esta mujer se va a matar". Ahora te escribo esta especie de carta-reportaje póstumo en el que te digo me hubiera gustado conocerte, me hubiera gustado poder decirte lo mucho que amo tus poemas, hubiera preferido —¡qué soberbia!— que no murieras. Pero es tarde. Ahora es tarde. Algún día dirán los libros que fuiste una de las más grandes poetisas del siglo. De qué sirve ahora, que estás muerta desde las cinco de la tarde del 25 de septiembre de 1972, muerta porque el mundo era pequeño para albergar tu cuerpo sediento de luz y lúcido silencio, pequeño para tus claros ojos hambrientos de absoluto. Lo único que me queda es recordar, esperando que hayas arribado a esa orilla inacabable con la que tanto soñaste en tremenda vigilia, esta ínfima y hermosa plegaria tuya:

"...Nadie puede salvarme, pues soy invisible aún para mi que me llamo con tu voz. ¿En dónde estoy? Estoy en un jardín.
Hay un jardín".

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