A solas, con Bioy Casares
Hijo de un padre que le
recitaba poemas cuando era muy chico y de una
madre contadora de historias, Adolfo Bioy Casares
nació narrador. "Me gusta contar historias y me
gusta que la gente me cuente historias", suele
decir. Se hizo escritor después de un aprendizaje
riguroso, de estudiar matemáticas y filosofía y de
lecturas ordenadas ("Desde los trece y hasta los
veintitantos años fui un lector omnívoro. Traté de
leer todo históricamente: toda la literatura
española, francesa, inglesa: algo de literaturas
orientales"). De esa pasión, la literatura, habló
con SOMOS. También, de otros amores: el país y el
cine. Durante la charla, el autor de La invención
de Morel (para nombrar sólo una parte de su obra
vasta que podría ser, como él mismo dice,
"inmensa, si todos los días no perdiera algo")
ratificó las virtudes de su prosa. Inteligencia,
sensibilidad, imaginación. Y humor, ese humor que,
según Addison, desciende de la verdad, el buen
sentido, el ingenio y la alegría. —¿Cómo se
llama la novela que está escribiendo? —Por
ahora,' Aventuras de un fotógrafo'. Me dicen que
es un título horrible. . . A mí la palabra
aventuras me resulta simpática. —¿La asocia con
los cuentos de aventuras? —Tal vez. Mi madre me
contaba cuentos, cuando yo era chico. Cuentos de
animales que huían de la madriguera, se metían en
un mundo de aventuras y peligros y a último
momento llegaban de nuevo a la madriguera y
estaban protegidos. Me atrae ese mundo para correr
las aventuras y me gusta, también, la protección
más o menos imaginaria que busca el ser humano
para defenderse hasta donde puede. Porque uno
nunca puede defenderse del todo. La muerte llegará
aunque le pongamos todas las puertas blindadas.
—¿Sigue escribiendo cuentos? —Sí, desde luego.
Tengo una serie escrita desde 'El héroe de las
mujeres' —mi último libro de cuentos— hasta hoy.
Esos van poniéndose en fila y algunos me gustan,
como 'Máscaras venecianas'. —El primer cuento
que escribió es una historia de amor, ¿no es
cierto? —Sí, se llama Iris y Margarita. Es una
historia de amor que escribí para enamorar a una
prima mía. El segundo cuento era un cuento
policial y fantástico. Vale decir que las dos
líneas que hay en todo lo que escribo, historias
de amor y fantásticas y policiales, se dan desde
el principio. —En el título de una breve
poética usted enuncia una verdad que los lectores,
muchas veces, no tenemos en cuenta: "Escribir no
es fácil". . . —-Eso lo descubrí muy pronto en
mi vida, porque empecé muy pronto a escribir. Y,
en 1937, el día que se me ocurrió La invención de
More! pensé: "Tengo una historia buena, no debo
frustrarla como he frustrado todas mis historias
anteriores". Entonces hice un esfuerzo realmente
ímprobo para cambiar completamente mi manera de
escribir. Y tan convencido estaba de mis
dificultades para escribir que lo primero que me
propuse fue evitar las ocasiones para cometer
errores. Más que buscar aciertos, buscaba la
eliminación de los errores. Eliminé las frases
largas y todo aquello que podía perturbarme
psicológicamente. Traté de escribir sobre temas
lejanos, para que mis amores, mi amor propio, mi
vanidad, no estuvieran presentes. Y logré, en La
invención de Morel, que el tratamiento del tema
fuera más o menos acertado. Fracasé en cambio con
las frases breves, que cansan, alguien las ha
llamado estilo de pan rallado. Creo que de eso me
sobrepuse cuando escribí 'El ídolo': en ese cuento
solté mi mano. —Yo creo —o casi siempre he
creído— en el escritor deliberado. Que la
inteligencia de uno debe dirigir la creación,
ayudada por la sensibilidad. Creo, también, que
una persona inteligente sin sensibilidad puede ser
tonta, porque desde el momento que no es sensible
le faltan experiencias. —¿Qué autores de
preceptivas le han enseñado algo sobre su oficio?
—Vernon Lee, una escritora inglesa de comienzos de
siglo. Ella me enseñó que cuando uno describe algo
quieto no debe darle falsa animación por miedo de
repetir los verbos más usuales del idioma: ser,
estar, tener. . . —Le enseñó, en cambio, a
tenerle miedo a los sinónimos. . . —Así es.
Cuando una persona quiere decir dos veces la misma
cosa recurre al sinónimo. Y casi todo sinónimo es
un ripio, algo que está para llenar un lugar.
Cuando uno siente que una palabra es un sinónimo
hay que suprimirla. —¿Y qué autores le han
enseñado algo sobre el país? —Ascasubi,
Hernández, Estanislao del Campo, Mansilla, el
general Paz, en sus Memorias. Algunas páginas de
Sarmiento, de Alberdi. En todos está la Argentina.
Nos muestran, también, nuestros defectos.
—¿Cuál le parece a usted que es nuestro mayor
defecto? —Yo diría que el no querer aceptar la
realidad. Algo que es una especie de fanfarronería
sobre nosotros mismos. Un defecto que me tiene
cansado en estos últimos tiempos es algo
aparentemente simpático: la gente tiene que ser
optimista. Debe negar la existencia de
dificultades porque uno tiene que tener fe. Eso
nos lleva a las peores catástrofes. En cuanto uno
descree de una salida afortunada en cualquier cosa
en la que estamos metidos, ya se convierte en un
derrotista o un amargado. Basta de eso. Es una
estupidez colectiva horrible. —¿Y cuál sería la
mayor virtud de los argentinos? —Algo que está
cerca de la amistad: un sentido de la amistad. Los
argentinos no tenemos ningún inconveniente en
hablar mal del individuo políticamente. Pero, en
definitiva, yo creo que somos individualistas y
creemos que nuestro amigo vale más que la
sociedad, que el gobierno, casi que la patria.
Pensamos que la patria son nuestros amigos. No
estoy en contra de eso. Creo que el ser humano es
lo más importante que tiene este mundo. Y,
¿quiénes son nuestros amigos? Los individuos que
consideramos los mejores. Entonces, ¿por qué no
vamos a tener una cierta parcialidad en favor de
ellos? —¿Qué piensa del futuro del país? ¿Puede
hacer un pronóstico? —No. no puedo. Porque los
síntomas malos me parecen más abundantes que los
buenos. Y sin embargo sé también, y esto no es una
contradicción con lo que he dicho antes, que la
realidad es sorpresiva. No creo que uno deba
perder las esperanzas, porque puede pasar lo
inesperado y porque una de las costumbres que
tiene la realidad es que mañana no se parece a
hoy. Cuando critico a esa gente que confunde,
digamos, su deseo con el porvenir, lo hago porque
gobiernan o porque son políticos. Un testigo, en
cambio, puede ser hasta optimista, si quiere,
porque es sólo un testigo. Yo no estoy conduciendo
el país ni me siento capaz de hacerlo. Soy un
escritor que en su obra deja lo que piensa. No lo
impongo. Que hagan lo que quieran con lo que yo
pienso. —¿Cuál es el compromiso básico de un
escritor? —Con la verdad. Yo creo eso. —¿Y
qué pasa con la ficción? —Bueno, ésa es una
pequeña disidencia que tenemos con (Jorge Luis)
Borges. El por la literatura puede falsear las
cosas, yo soy un pequeño burgués en ese sentido y
no puedo hacerlo. Le pongo un ejemplo. Yo empecé a
escribir plagiando a la condensa de Martel, una
típica escritora de fin de siglo, y hoy no podría
decir que era otro el escritor. En cambio, a
Borges primero le gustaba Tom Sawyer y después le
gustó más Huckleberry Finn y entonces dice que
comenzó debido a Finn. Borges piensa que no se
podría pasar la vida intentando explicar por qué
eligió a uno u otro en un determinado momento de
su vida. Cree que es un camino estéril. Yo,
ingenuamente, sigo ateniéndome a las cosas que me
han pasado. —En sus ensayos, ¿siempre tomó como
tema la literatura? —He escrito pocos ensayos.
Y creo que no he escrito ningún ensayo largo que
no sea sobre literatura. Es verdad ese dicho
latino que dice "Ne sutor ultra crepidam" o dicho
de un modo más vulgar y menos pedante, "Zapatero,
a tus zapatos". Yo he pensado en libros desde más
o menos los diez años hasta ahora. He escrito
páginas que la gente considera literatura. Y he
leído libros desde entonces hasta ahora. Entonces.
realmente, es una de mis preocupaciones
principales, pese a que no me siento del todo
seguro porque sé que me equivoco como en otras
cosas. Pero como uno tiene que resignarse a
ejercer su criterio porque si no no puede seguir
viviendo, yo ejerzo mi criterio en la literatura y
escribo sobre literatura o literatura. —No
conozco otras preferencias suyas pero sé que le
gusta mucho el cine. . . —Siempre me gustó
muchísimo. He ido al cine siempre. Sentía que las
películas se parecían a los recuerdos. A mí el
recuerdo me gustaba, me gustaban las películas y
me gustaba el recuerdo de las películas de cine.
—¿Qué ha visto últimamente? —Mucho cine
español. Ahora es extraordinario. Vi una película
lindísima, hace poco, 'Demonios en el jardín'. Me
gustaría escribir para cine, si tuviera tiempo.
—Parte de su obra narrativa fue llevada al cine. .
. —En muchas partes, no solamente en la
Argentina y España se han hecho películas con mis
cuentos y novelas. Y eso es muy agradable. Los
polacos y los franceses filmaron La invención de
Morel. Y, ahora, en Francia están filmando
versiones del cuento 'Cavar un foso' (que se
llamará No nos separaremos nunca) y la novela
'Diario de la guerra del cerdo'. —¿Viajó mucho?
—Tal vez demasiado y no bastante. En algunos años
he hecho viajes muy seguido. Y hay grandes
porciones del mundo que no conozco. Además, me
gusta quedarme en los lugares. Cuando me voy de un
lugar donde empiezo a tener amigos, donde soy una
persona de un barrio, donde conozco las esquinas,
me voy muy triste. Porque la muerte es una cosa
que me entristece y eso es una muerte parcial. He
vivido en Francia, sobre todo en provincia,
bastante tiempo y en varias ocasiones. Y estaba
muy bien. En casi todas partes sentía que podía
vivir. Aun en países que antes de conocerlos no me
eran simpáticos, cuando estaba entre ellos me
sentía como entre hermanos. Vilma Colina
Foto: Jorge Salto SOMOS 7/10/83
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Mientras termina un libro de
cuentos y una novela y prepara su
antología, el escritor habló con SOMOS
de sus pasiones: la literatura, el
cine y el país.
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