EL HUMANISMO COMICO
EL SUPERMACHO
por Alfred Jarry; Editorial Brújula, 1970; 161 páginas, 6,80 pesos.
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Llegó a París en 1890. Venía de Rennes, donde su familia —típicamente
burguesa— se había instalado a partir de octubre de 1888. La capital
implicaba para Alfred Jarry —ese muchacho de 18 años, vestido de
corredor ciclista, musculoso, con ojos cargados de una extraña
fosforescencia— la posibilidad de continuar sus brillantes estudios
y una libertad que no abandonaría hasta que la muerte lo detuvo en
el Hospital de Caridad, a fines de 1907. Entre ambas fechas, se
estira una obra sorprendente y una vida que no le va en zaga.
Ya en París se anota en la Escuela Normal y frecuenta los
cursos de Henri Bergson, a quien Jarry asalta una y otra vez con sus
imprevisibles preguntas. Obviamente, abandona la Escuela al poco
tiempo. Su hermana festeja esta decisión cuando le escribe, con
sutil complicidad: "Está bastante bien ser colegial cuando se es
joven".
Sucede que París es más fascinante que las clases del
filósofo vitalista y se dedica a recorrerlo junto a su amigo Léon
Paul Fargue, el admirable poeta de Vultumes. Según él, "Jarry
llevaba en esa época un sombrero redondo, sin duda comprado en la
provincia y en el que la copa ostentaba una altura inverosímil, una
verdadera cúpula de observatorio, y se cubría con una capa que le
caía hasta los talones. Nosotros —añade—, que salíamos a menudo
juntos, descubrimos París. Teníamos la impresión de hacer grandes
viajes. Uno de nuestros paseos favoritos era caminar bordeando la
Biévre, un barrio fantástico, pleno de dibujos de Víctor Hugo.
Alfred Jarry ya era un poeta ingenioso, preciso, muy artista. Como
hombre era afectuoso y sentimental. Hablaba rápido, con una voz
alegre y clara y no tenía aún nada de esa sequedad fabricada, de ese
acento ubuesco, de esas actitudes que él elegiría más tarde para el
resto de su vida".
Con Fargue se acerca al grupo del Mercure de France, el
diario cultural fundado en 1890, que dirigía Alfred Vallette; él y
su mujer Rachilde se hacen amigos de Jarry y le publican
Haldernablau, un diálogo dramático, mezcla de verso y prosa, en el
cual se respira la atmósfera de los escritos de Villiers de
l'Isle-Adam, autor a quien admiraba. Aliado con Remy de Gourmont, al
que conoce en el Mercure, funda y dirige L' Ymagier: revista poblada
de grabados antiguos y modernos, de estudios artísticos y
filológicos, aparecía en fascículos trimestrales; en ella, el
creador del Padre Ubú hacía las veces de dibujante.
En 1895, cuando mueren sus padres, Jarry recibe una herencia
y se va a vivir a un hermoso departamento del Boulevard
Saint-Germain, amueblado con viejos trastos de familia que exhalaban
el perfume de una vida sin sobresaltos. Crea entonces otra revista,
Perhinderion, para la cual hace fundir costosos caracteres. Dura
sólo dos números, los suficientes para acabar con todo su dinero: el
que se funde es él.
EL DESEO DE SABER
A partir de allí nace el personaje. Se muda a una bohardilla
que tiene un metro y medio de altura, escribe acostado, come carne
cruda, bebe una mezcla criminal de ajenjo, vinagre y gotas de tinta,
se abre paso entre la multitud empuñando un revólver y entra
finalmente a la muerte con un acto de humor impecable, el mismo que
sacudió cada una de sus creaciones: a punto de expirar pide un
escarbadientes, se lo coloca entre los dedos y se entrega al
silencio definitivo.
De un modo u otro, este cierre anuncia el nacimiento del
teatro moderno. La mano de Jarry se percibe en las mejores obras de
la época y su vida es ya una actitud encarnada frente a la que toda
solemnidad se desarma, un fuego de juventud que el tiempo no apaga.
"Es necesario ser absolutamente moderno", había dicho Rimbaud. Jarry
llevó esta consigna hasta el límite. El Supermacho, una novela
publicada por las ediciones de la Revue Manche en 1902, ahora
traducida por primera vez al español —una excelente labor de Juana
Bignozzi—, es la prueba de ello. Su autor la llamó "novela moderna"
y le sobraban razones. Pero lo moderno es en Jarry una
predisposición del espíritu a no dejar de asombrarse ante la
realidad, persiguiéndola,
transformándola; un deseo de saber absoluto que soslaya toda
moda.
A caballo entre dos siglos, El Supermacho descarta el peso
del romanticismo y naturalismo franceses, para ser un libro de
anticipación, aventuras, erótico, una novela para la edad de la
máquina; en síntesis, una historia extraordinaria.
Nace a partir de una frase que lanza Andre Marcueil, su
protagonista, en una reunión: "El amor es un acto sin importancia
porque se lo puede hacer infinitamente". Para reafirmar lo dicho,
acude a Rabelais, quien hablaba del "Indio tan celebrado por
Teofrasto": este insaciable era capaz de repetir el acto de amor 70
veces seguidas. Por supuesto, nadie acepta el absurdo, salvo Ellen
Elson, hija de un norteamericano, inventor del "Alimento del
Movimiento Perpetuo". Desde ese momento, el insignificante Marcueil
desplegará sus hazañas. Corre una carrera de diez mil millas en
bicicleta contra un tren y un equipo de cinco campeones y los vence.
Su figura crece, por fin se transforma, al estilo de los personajes
del comic en el "Indio" y, en un capítulo, supera con Ellen el
record que marcara Teofrasto. El absurdo no culmina aquí: la
"máquina de inspirar amor" cae locamente enamorada de Marcueil.
En su insignificancia, en esa patética ambigüedad que es su
vida, Marcueil ostenta un hálito ubuesco. Es, como dice uno de sus
personajes, el doctor Gough, "el primer hombre del futuro". En él se
agolpa una época y otra se tiende incitante y misteriosa. Jarry
describe esta reunión con la fuerza de un visionario; en el seno de
un siglo en el que la máquina comienza a levantar su imperio,
Marcueil inserta un interrogante sin respuesta, eternamente
renovado: "¿Quién eres, ser humano?"
Por eso, El Supermacho es una pregunta que se desplaza, un
interrogante en funciones, la curiosidad que se excede a sí misma y
deviene poesía. En la figura grotesca de Marcueil hay depositados un
anhelo y una esperanza. La grandeza de un humanismo vergonzante y
cómico, del cual Alfred Jarry fue su profeta más lúcido y
conmovedor.
N. J. S.
Revista Periscopio
16.06.1970 |
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