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Armando Discépolo

 

DISCEPOLO: O LA POETICA DEL DOLOR
ARMANDO DISCEPOLO - OBRAS ESCOGIDAS; Editorial Jorge Álvarez, 4 tomos 1.585 páginas; 46,80 pesos.

Cuando se le pide que hable sobre su vida se molesta: insiste que ya dijo lo mismo en mil oportunidades. Sucede que para este hombre de 83 años, lúcido y ágil, la propuesta de mirar hacia atrás suena como un detenimiento aterrador. Pero a los pocos minutos acepta entrar en el juego; resignado, Armando Discépolo comenzará a desovillar su memoria; "Nací hace mucho más tiempo de lo que yo creo —dice—, el 18 de agosto del 87 en la calle Paraná 348". Es hijo de un napolitano, primer director de la Banda de Bomberos y Vigilantes, que tenía su centro de operaciones en la Plaza de Mayo. Allí conoció a una adolescente que vivía en el barrio, y a los 17 años, Luisa Delucechi, se transformó en la señora de Discépolo. El matrimonio tuvo seis hijos, el segundo se llamó Armando, el último Enrique Santos.
En su niñez, las noches en la casa de Armando se estiraban al compás de los ensayos del Cuarteto de Alta Música. Era inevitable entonces que su primer amago estuviera dirigido a hacer "un músico más o un musicante". Pero no fue así; eso de estudiar un violín o un cello cuatro horas por día, repitiendo hasta el hartazgo la misma frase, lo cansó.
En 1906 muere su padre. Armando no había cumplido 19 años y quedó a cargo de tres hermanos. "Era muy pobre —dice—; tuve que defender a los muchachos, y los defendí mal porque no tenía oficio, no tenía nada. Estaba estudiando y dejé." Tuvo varios empleos en el comercio y por último fue "alto empleado" en la fábrica de un tío suyo, ganaba mucho dinero y "ahí es donde rompí", se entusiasma.
El detonante fue su madre. Un día tomó una libreta donde llevaba un diario íntimo, la leyó y le dijo: "Pero vos dialogás. ¿Por qué no hacés teatro?" Entonces renunció a los escritorios y a la monotonía de los telares, a la seguridad de su familia y a su incipiente carrera. Su madre murió poco después, "de una manera muy romántica, porque no podía vivir sin mi padre; era un caso de amor levantado", dice, y queda un instante en silencio.
A partir de ese momento, "empezó mi peregrinaje solitario, siempre sonriendo. Desde aquel tiempo ya me aturdía más el drama ajeno que el mío. Lo percibía con cierta longitud que no tenía para mí". Está convicción fundó su estética, los diálogos del cuaderno tomaron cuerpo, la voz dejó de ser única, acababa de nacer el dramaturgo.
En 1907, aproximadamente, comienza su actividad teatral. Con Camila Quiroga, que en ese entonces era una adolescente de 16 años que no había salido nunca al escenario, y él mismo, como "primera figura joven", ensayan en un sótano que quedaba frente a la iglesia de Balvanera. El lugar era propiedad de "un español enamorado del teatro, un cafetero de esos preciosos, al que después nunca vi más", recuerda.
Ahí comenzó todo —un sótano, una oscura adolescente que con el tiempo se transformaría en primera actriz, cabeza de compañía, un español casi irreal que desapareció a fines del año siete—, representando en los teatros chicos de la Capital, el Pueyrredón de Flores, en Lomas de Zamora y la cadena de teatros suburbanos. Era un trabajo ininterrumpido, agotador. "Ensayábamos poco, más a la mano", dice. Y en una elipsis inesperada, vuelve al presente, engancha dos momentos y asegura: "Tengo la condición de ensayar más ligero que los otros directores. Debe ser porque yo leo mejor que los demás. Y pienso que muchos directores han sido malos lectores; yo los he superado siempre en eso. Hoy mismo".
Entre los intersticios que le dejaba libre su labor como actor, Discépolo empieza a escribir su primer drama. Eran tiempos difíciles para el teatro. La década de Payró, Sánchez, Pico y Laferrere apretaba casi hasta el hermetismo. En 1910 termina 'Entre el hierro' y decide llevársela al "rey de aquella época, Pablo Podestá, un inmenso actor". Lo encontró en su camarín, leyendo, impasible. "Yo estaba todo de negro, con mi chalina de hombre de izquierda de entonces, con todas las bellezas y todos los pecados de la época." Se detiene, mira por encima de los anteojos y reflexiona en un acuerdo: "Los pecados, que son los que hacen nacer más brillantemente las cosas, ¿no?"
La entrevista fue contundente. Podestá le ofrece el teatro y a los dos días se comienza a ensayar.
Es, precisamente, 'Entre el hierro' la obra que eligió para abrir el primero de los cuatro tomos (hasta ahora han publicado sólo tres) que la editorial Jorge Álvarez le dedica en su colección Clásicos de Nuestro Tiempo. Intensa, a ratos despareja, en ella aparecen desperdigados los temas que pulirán sus próximas obras: el trabajo enajenado, la moral opresiva, la estructura familiar como una amenaza, la ciudad creciente que comienza a arrinconar a sus personajes, la presencia de los otros, convergiendo sobre la vida en un acto de saqueo. Furiosamente anárquico, el tema central se envuelve en la figura de Adela, una muchacha a quien su madre al morir le hace prometer que se casará con León, un herrero. Casada ya, estalla su rebeldía, siente que su vida está divorciada de esa herrería y de su marido. Desesperada, se niega a toda sumisión, encuentra en Pancho el amor. Inocente, vuelta toda pregunta, Adela elige su vida y el precio es su propia destrucción. Los demás, por el contrarío, son seres sometidos, la herrería se transforma en un Moloch suburbano, a él entregan sus vidas, comienzan sin saberlo el "naufragio", que llevaría hasta el horror, la perfección de Muñeca.
Ahora, a sesenta años de su estreno, Discépolo reconoce que esta obra no fue enteramente comprendida. Habría que agregar que a los pocos que la comprendieron les fue bastante mal. Es el caso de un crítico teatral del diario Ultima Hora, "un muchacho llamado Bosch, chiquitito, muy feote. Él hizo una crítica muy encomiástica. Lo echaron. Pobre, se enfermó al poco tiempo y murió solito. Creo que éramos tres los que lo enterramos".

INMIGRACION Y GROTESCO
En 1910, la obra de Armando Discépolo se suspende en mil direcciones, es pura posibilidad. Él mismo lo sabía cuando asegura "yo siempre dije que un autor se ve en su segunda obra". Y en 1912 'La fragua' afirma su existencia. Su problemática, entonces, comienza a ordenarse. Lo que late por debajo de su trama es un engaño que viene de lejos. La poderosa corriente inmigratoria que entre 1857 y 1914 radica definitivamente en la Argentina a 3.300.000 inmigrantes, es para Discépolo el sinónimo de un espejismo. "Vi que venían engañados todos", dice ahora y vuelve furiosamente este argumento contra la actitud de los saineteros de la época: "No ahondaban, payaseaban. Los suyos eran personajes de cartón, se olvidaban de todo lo demás que les pasaba. Se reían del cocoliche. No les dolía todo eso, les provocaba risa", y termina con una reflexión casi susurrada: "Sucede que el argentino tiene miedo a meterse en honduras".
Es esa actitud opuesta al sainete la que fijó su obra en el ámbito de la permanencia. En 'La fragua', una obra a veces declamativa, ideológicamente lúcida en todo momento, los obreros de una fábrica toman conciencia de su trabajo "enajenado", comprenden que ellos "son seis veces más" e inician una huelga dirigidos por Lorenzo, un ser puro, entregado a los otros. La huelga fracasa, la vida de Lorenzo es destruida. Un feroz individualismo anárquico recorre la pieza y su tema apunta hacia un centro: "la lógica" y "el corazón", están divorciados, reconciliarlos es la tarea inmediata. En Lorenzo, en su irreal pureza, Discépolo comienza a dibujar el personaje del grotesco. Pero también comienza, en su obra, la soledad, el tiempo del desengaño.
Cuando los obreros de 'La fragua' se reúnen con los "patrones" para discutir la huelga, Gustave Froivard, dueño de la fábrica, los insulta extrañamente: "¡Ah, ya no aguanto a estos locos! Se convierten en inventores".
El anatema se transformó en el tema central de 'Movimiento continuo' (1916). En ella, Discépolo comienza a tomar conciencia de su lenguaje, desaparece la actitud didáctica, todo se resuelve en la acción. Cuando la recuerda ahora, descubre: "No le puse grotesco, porque no tenía la palabra en la boca". Vivía en ese entonces en una casa de la calle Rioja y Salcedo. Sus compañeros de aquella época eran pintores, poetas y músicos. "Ahí empezaron Riganelli, Quinquela Martín, Enrique, mi hermano, que tenía un violín muy chico que parecía con una sola cuerda y lo había hecho él, ya, pobrecito, con su mente quemada."
Arrancada ahora de su contexto social inmediato, la obra permite descubrir una certera visión metafísica. Dos inmigrantes quieren inventar la máquina del movimiento continuo. El fracaso colectivo de 'La fragua' quiere resolverse ahora en un acto solitario. La invención de esa máquina rompe el cerco del objeto; en ese invento lo que en verdad buscan es fundar su presencia. Crearlo era al mismo tiempo inventarse. "Muchos de ellos vinieron a América con esa idea en las entrañas —recapacita ahora— de creerse mejores, de encontrarse a sí mismos." La comedia fue rechazada por Sanches Gardel, porque el personaje que debía hacer Parravicini no iba a causar gracia. Discépolo respondió: "Mirá, me parece que te equivocás, porque quizás eso esté, pero dosificado —e insiste ahora con seguridad—, porque dosificar es verdaderamente el equilibrio del arte". Estrenada en el teatro Apolo, la obra duró en cartel 6 meses. Nunca una obra nacional había tenido un éxito tan sostenido. Lanzado y afirmado ya como autor, Discépolo estrena el 12 de setiembre de 1919 su drama 'El vértigo'. Desaparece la geografía de los patios y las fábricas, el espacio se concentra y acorrala a sus personajes. Al mismo tiempo la problemática social se relativiza; presente como una cobertura, permite que sus personajes comiencen a mostrar su intimidad y descubran cómo hacen y deshacen sus vidas. Los seres de 'El vértigo' son desencontrados, excesivos, sólo pueden relacionarse con la realidad a través de la idea que se han forjado de ella. Hablan del "Amor", del "Deber"; entregados a mediaciones y arquetipos, se dejan vivir por ellos, olvidándose de sí mismos. Este olvido los arranca de su centro, sus vidas son Un préstamo. Cada cual encuentra su propio "vértigo", fuerza ciega e incomprensible que los precipita al crimen, la bebida, la locura, la violencia en todas sus formas. Sólo existe una salida: la razón; pero sólo algunos la alcanzan.

EL PRIMER GROTESCO
"Grotesco, debía haberle puesto a 'Mustafá' —se empeña ahora—. Se lo dije a Carcavallo, pero él me dijo: «No le pongás eso, que van a pensar que es un drama tremendo»." 'Mustafá' entonces se llamó sainete, fue estrenado en 1921 y nada está más alejado de ese género que está pieza. Sus personajes (los mismos del sainete) no hacen reír a nadie. Han fracasado, la "lucha por la vida" y el dinero empañan todo, la vuelta a la propia tierra es sentida ahora como una salida; Mustafá roba para esto; América pierde su cuerpo de espejismo, se perfila como la "tierra infernal" de Stefano; la derrota se afirma y no abandonaría jamás la obra de Discépolo.
'Mateo' (1923) se define como grotesco. Todo se derrumba en la vida de Don Miguel, el progreso es vivido como una invasión que arrastra a esos seres a la marginalidad. La vida es entonces una entrega; el honor que mantenía al personaje prueba su inutilidad; la filosofía de Severino —un encubridor— es contundente, "hay que entrare o reventare". La necesidad de dinero trastoca todo ; por él, Chichilo vive su cuerpo como una mercancía, es la miseria la que empuja a Don Miguel al delito. No hay escapatoria: de un modo u otro, vivir es entregar la vida.
'Hombres de honor' (1923) y 'Levántate y anda' (1929) son dos obras fuera de las piezas de conventillo y los talleres artesanales. Ambas están dirigidas a cuestionar dos superestructuras macizas: la moral burguesa, la religión alienante. En la primera, un juez destacado se entrega al juego y pierde su fortuna. La única salida que le queda es el suicidio; con su muerte probará que ha sido un hombre de honor. Desesperado, en sus últimos momentos descubre que es víctima de una moral que él ayudó a mantener. Ha sido juez de los hombres y ahora lo es de sí mismo. El círculo se cierra, su última reflexión deja entender que ha sido sólo la imagen impuesta de lo que debe ser un hombre y que el honor es "una verdad aparente que hemos inventado para que no nos conozcan".
En 'Levántate y anda' un grupo de curas muestra en una iglesia sus hipocresías, su lascivia; viven su culpa hasta la destrucción. Al mismo tiempo, Discépolo opera en esta obra una explosiva inversión: las categorías religiosas de fe, esperanza y caridad son vueltas categorías políticas, armas del poder.
Un aliento nietzscheano recorre ambas obras. Discépolo lo reconoce: "Leí a Nietzsche cuando tenía 22 años. No me interesó —se arrepiente—. No, tampoco es verdad, quiero decir que no me llevó a nada. Pero cuándo ya tenía 30 y lo volví a leer, sí. Seguramente me asusté un poco, no podía acompañarlo cuando era más joven, no lo percibí, no entendí que era el futuro".

ENTRE EL HORROR Y EL ABSURDO
En 1924, El Nacional de Buenos Aires pone en escena 'Muñeca'. Con ella Discépolo alcanza la desmesura que luego encontraría el equilibrio en su obra maestra, Babilonia. Los personajes de Muñeca son seres aturdidos, aferrados a una salvación que en el fondo saben imposible. La vida es un "mar turbulento", son "náufragos", viven en guardia. Su existencia está atada por un hilo delicado, y Nicolás dice: "La locura es nada más que un traspié; te dan un empujón y estás loco". Este es su tema y su espacio. Toda la obra pende entre el horror y el absurdo. Su ámbito es la pesadilla, el paso a la locura no admite gradaciones. La visión de un mundo que cae es también el terreno sobre el que se asienta 'El organito' (1925), escrita en colaboración con Enrique. Aquí la miseria es devastadora, sus personajes son una familia que vive de la mendicidad. El trabajo es comprendido como una condena, no salva ni redime. Acorralados, sus personajes operan sobre sí un acto suicida: transforman su cuerpo en mercancía.

LOS ENEMIGOS INVISIBLES
Cuando habla de sus personajes, Discépolo es contundente: "Nacen en mí con el idioma hecho. Me detengo cuando estoy pensando elementos con los cuales ese personaje no puede pensar. Sé que está sufriendo, que lo que le está pasando tiene otra palabra para decirse, pero él no la sabe, la sé yo".
Stefano (1928) es la búsqueda, por parte de su personaje, de esa palabra. Encontrarla implicará al mismo tiempo una toma de conciencia. Porque si hasta ese momento sus criaturas eran incapaces de comprender su drama, Stefano querrá llegar a esa comprensión y en ella dejará la vida. Nadie fue más conmovedor que este músico fracasado que de golpe siente concluir su vida y sabe que se le ha escapado el día, que por oír "llorar" a los otros (sus padres, su familia) no ha podido oírse a sí mismo.
'Si la toma de conciencia de Stefano culmina en la muerte, el Daniel de Relojero quiere eludirla. Inicia una apertura: su imagen de padre será vista como una coacción sobre el mundo de sus hijos. Pero existen "enemigos" que son "invisibles", dice, y son éstos los que destruyen su vida y la de su hija Nené. A él lo devora la "herencia", esa "telaraña" moral en la que su vida quedó descartada. A ella, una criatura creyente en la nueva moral, que ama limpiamente, la destruye el querer "poner" toda su vida "en una hora, en un minuto". Sus personajes ya saben que sus vidas les pertenecen a medias, que esos "enemigos invisibles" la completan y allí quizás esté la muerte.
En 1930 Discépolo va a España. Vive la euforia revolucionaria, conoce a Unamuno, que "era un tío solitario, lleno de ideas que él creía que no eran burguesas y yo creo que sí. Un filósofo, pero magnífico"; y estrena un "idilio en nueve cuadros", llamado 'Amanda y Eduardo'. Para él "es una de las obras que más me gusta, por estar completa. Quise hacer eso y lo conseguí". Pero es cierto sólo a medias. Porque si la obra logra captar con una inteligencia feroz la problemática de la culpa y la derrota, su ejecución a veces es morosa, declamativa, herida de patetismo. La culpa de Eduardo, que traiciona a su mujer con Amanda, destruye la vida de todos. Amanda se ofrece como la antítesis de la Nené de 'Relojero'. Como ella, ama incondicionalmente y es traicionada, Pero no se suicida. Vende su cuerpo a un nuevo rico, se transforma en una afirmación sin grandeza. La obra culmina con Amanda diciendo "Sí, sí, sí, sí," hasta el hartazgo.
Luego de Cremona (1934), estrenada por Olinda Bozán, y que ahora, reescrita, se verá en el Teatro Municipal San Martín, Discépolo se silencia como autor. El motivo lo calla; sin embargo no dejó de escribir y tiene terminadas tres obras para estrenar. Es probable que ellas completen la obra más coherente del teatro argentino. Si se le dice esto cambia rápidamente de tema, interrumpe toda mirada que quiere transformarlo en un monumento, quiere pasar a contar cómo sería la puesta, lo que vendrá, aferrar el día que a Stéfano se le fue de entre las manos.
Norberto Soares
17/02/70 • PERISCOPIO Nº 22 •

Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 

Armando Discépolo
Armando Discépolo
Discépolo
la madre y su hermano Enrique
Discépolo
el elenco que estrenó Patria Nueva - en 1959 fue llamado para dirigir el teatro Estable de la Provincia de Tucumán
Nelly Meden - Armando Discépolo
junto a Nelly Meden