Comentarios sobre libros

PARA ANTES Y DESPUES DE LAS ELECCIONES
Las inocencias del buen pastor

FIRST THINGS FIRST: NEW PRIORITIES FOR AMERICA, by Senator Eugene J. McCarthy. The New American Library. Chicago, 1968.
Se trata, básicamente, de un reclamo conmovedor; pero también es un lamento nostálgico, inundado de ingenuidad. Dice McCarthy, probablemente el más honrado hombre público de Estados Unidos: "Vemos a Estados Unidos armada con más misiles y más medios de destrucción masiva que los que pudo haber soñado ningún emperador o rey; pero también, más aislada y recelosa que nunca en su historia. Vemos la violencia y el delito en nuestras ciudades y una acelerada polarización de nuestra sociedad en ghettos negros hostiles, rodeados por suburbios blancos hostiles".
En un libro que McCarthy escribió en su campaña para la nominación presidencial del Partido Demócrata, este senador por Minnesota, canoso y cuarentón, abogado con cuatro hijos, demuestra que no solo es un critico implacable y demoledor de la sociedad norteamericana. Además, es un iluso que extraña las épocas fulgurantes y tórridas de fines de siglo, cuando la América burguesa y próspera que cantaba Whitman crecía a expensas de tormentas, indígenas, dificultades o mexicanos. Pero la ilusión de McCarthy (emocionante, en muchos párrafos de su libro) está incrustada en la terapia que le sugieren Estados Unidos enfermo, no en la descripción —exacta, despiadada, sincera— de esa enfermedad. Esa enfermedad: "Por primera vez desde la Depresión, los norteamericanos se preguntan si nuestra república, tal cual la conocemos, puede sobrevivir de esta manera. No estamos amenazados por un ataque inminente, un colapso económico o la desintegración nacional. No hay un solo peligro que pueda ser determinado con precisión. Sin embargo, alrededor nuestro hay signos generalizados de que algo anda muy mal, de que una erosión espiritual nos corroe y de que esa erosión puede ser más seria que cualquier declinación del producto bruto nacional o el debilitamiento de nuestro poderío militar".
Obviamente, el que habla ha mirado con serenidad y lejos en el corazón de Estados Unidos, esa superpotencia exaltada y vilipendiada, mal odiada, pero también mal querida. La nobleza que respira la mirada de McCarthy es evidente; su punto de anclaje es —de hecho— mucho más profundo y valedero que muchos parloteos de esos cowboys que galopan en la política norteamericana, como Richard Nixon o George Wallace. Pero está demostrado que los granjeros de Alabama o los sastres de Chicago no suelen deleitarse con los "puntos de anclaje" que demuestran candidatos presidenciales que, como McCarthy, citan a Walt Whitman y a Albert Camus. Ellos (las granjeros, los sastres) están preocupados por el creciente vigor de los negros (cada vez menos tímidos, cada vez más seguros en sus propias fuerzas), por la permanente disconformidad de la gente joven, que protesta y protesta.
Esa gente recelosa y rumoreante, ávida de law and order (ley y orden) a cualquier precio, no criticará las masacres que perpetran periódicamente las tropas federales contra manifestantes o antibelicistas. Esa gente advertirá con placer cuán "viril" es el racista Wallace, cuán simple y brutal es la lógica doméstica de Humphrey o Nixon.
Ante esa realidad, brutalmente desoladora, se estrelló Eugene McCarthy, un hombre al que la prensa y "los que saben" lo tacharon con un adjetivo delicioso, totalmente expresivo: McCarthy, dijeron, es un idealista, no tiene sentido de la realidad. Era suficiente. Porque mientras en su take off inicial (luego del llamado "milagro de New Hampshire", cuando ganó las primeras elecciones primarias de la actual campaña al entonces vivo Robert Kennedy) McCarthy reunió a lo mejor, a lo más brillante, a lo más sano de la sociedad norteamericana; mientras su tribuna era rodeada por universitarios, estudiantes, yanquis como quería Whitman, el aparato partidario montado con paciencia por Hubert H. Humphrey iba a demostrar, "a la hora de los papeles", que era más eficaz.
Allí naufragaron algunas tesis explosivas del senador por Minnesota, vencido por un declarado responsable de todas las torpezas, de todos los errores norteamericanos en Vietnam. "En Vietnam —confiesa McCarthy— estamos aprendiendo que la fuerza bruta no puede ganar los corazones y las cabezas de un pueblo, que la escalada de las armas lleva, inevitablemente, a la contra-escalada". Más adelante, grita McCarthy: "Con referencia a Vietnam, nos dijeron en 1964 que estábamos ganando la guerra. En 1965 dijeron que la ganábamos de un momento a otro. En 1966 dijeron que el enemigo estaba ya arrodillado y que las tropas survietnamitas estaban mejorando. En 1967 y 1968 dijeron que el 65 por ciento del país estaba bajo nuestro "control", que la pacificación hacía grandes progresos en las áreas rurales y que las ciudades, eso sí, gozaban de completa seguridad. Sin embargo, al llegar a 1968 era evidente que el enemigo estaba más envalentonado que nunca, que el programa de pacificación había sido un verdadero fraude y que ni siquiera la embajada de Estados Unidos en Saigón estaba segura". Finalmente, la reflexión deviene patética: "Ni uno solo de nuestros históricos aliados europeos está con nosotros en Vietnam. (...) Nunca antes estuvo Estados Unidos tan aislado como ahora: no porque hemos sido abandonados por el mundo, sino porque el mundo ha sido abandonado por nosotros".
Resulta claro, no para los "realistas" sino, simplemente, para los observadores, que este hombre, con esta actitud, no podía llegar lejos en la arena sórdida y oscura de las estructuras políticas tradicionales. Porque el programa (salud, vivienda, educación, desempleo, seguro social) puede ser compartido por cualquier ascendente neonazi del Sur, o cualquier politiquero del Este. Impunemente. De lo que se trataba era de enjuiciar el american way of life, ese sofisma. Un "modo" nacional de vida que se encargaron de crear y decorar las grandes compañías, los peores intereses. Y que, de tanto promoverlo, lo fueron haciendo verdadero.
En esa jungla tropezó McCarthy, el inocente y verídico senador que pide mayor comprensión para los negros, más atención a la juventud, menos gastos de guerra, más gastos de paz. Y mientras tropezaba, no podían dejar de escucharse
las risotadas de los que saben, de los que amenazan: los Wallace, los Nixon, esos hombres "duros" que han sabido hacer de su oscura medianía una patente de responsabilidad civil. Por eso, el libro de McCarthy concluye citando al gran Whitman. Como una especie de sobrecogedora evocación.
José Eliaschev
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Pelajes y cosquilleos
CLAVES DE HISTORIA ARGENTINA, por varios autores. Editorial Melín, 286 páginas.

Bajo un título algo pomposo y exagerado se han reunido en un mismo volumen nombres de tan diversa extracción ideológica como el filósofo marxista Carlos Astrada, el estanciero entrerriano Julio Irazusta, el poeta nacionalista Fermín Chávez, el ensayista liberal Bernardo Canal Feijoo y el frondizismo Dardo Cúneo con los peronistas José María Rosa, Rodolfo Ortega Peña, Eduardo Duhalde y José Luis Azpiri. Se entreveran, además, en la antología, Julio Mafud, Gregorio Weimberg, León Pomer y Juan José Real. De este singular collage histórico, surge un libro desparejo y contradictorio que no cobija las claves prometidas en la tapa.
En su ensayo La política, la historia, la libertad, Irazusta insiste en su queja, ya formulada en libros anteriores, sobre la conspiración de silencio que rodea a la obra de los revisionistas: "Los componentes de esa grey —dice— quedamos en un ostracismo intelectual, equivalente a una emigración en el interior. El revisionista de la historia argentina —continúa— debe renunciar a la notoriedad, a los honores y emolumentos, a las cátedras universitarias, a los cargos públicos en las reparticiones culturales del Estado". Aparte del resentimiento que envuelve la afirmación, y si bien es cierto que aun las academias y los grandes diarios todavía se aferran a la visión tradicional, no puede sostenerse en 1968 que la obra de los revisionistas continúa en el anónimo. Las reiteradas ediciones de José María Rosa o del tándem Ortega-Duhalde, es una demostración de que los lectores hace mucho han abandonado las ingenuidades del Grosso Grande, o las enmohecidas afirmaciones de Vicente Fidel López.
A lo largo de la antología, Chávez intenta una esquemática defensa del general Saa (Lanza Seca); Dardo Cúneo analiza la situación del todavía incipiente movimiento obrero en los días de la revolución del 90, aportando algunos desconocidos testimonios del clandestino periodismo anarquista; y Muñoz Azpiri se ensaña con Bolívar intentando demostrar la antipatía que el militar venezolano sentía por los argentinos.
Un párrafo del ensayo del dúo Ortega Peña-Duhalde sobre el aporte de Moreno a la ideología de la Revolución de Mayo, sirve también como definición de la óptica histórica de toda una tendencia: "Es evidente —dicen— que en los países semicoloniales, el debate sobre el pasado es siempre un debate sobre el presente. Las oligarquías coloniales —continúan— tratan de justificarse a sí mismas, reencontrándose con el pasado colonial. Los patriotas, los nacionales, tratan de liberarse del presente colonial, destruyendo también la historia de la dominación".
Juan José Real, un ex jerarca del Partido Comunista argentino, expulsado en 1953 por "desviacionismo nacionalista", evoca la actitud de la izquierda tradicional frente al advenimiento del peronismo. En una muestra de su heterodoxia, Real elogia la postura del ejército en 1943: "Superando el aislamiento y las profundas diferencias de las distintas regiones, reuniendo a la juventud de todas las latitudes y clases sociales —dice—, el ejército realizaba de hecho una forma de integración nacional. En un país que aún debía completar el proceso de unidad nacional, esta fuerza integradora adquiría un papel y una gravitación que se la escapaba a la izquierda".
Desigual, con algunos trabajos solo mediocres, el libro recoge, sin embargo, algunos puntos de partida para producir el cosquilleo inicial entre aquellos lectores que todavía no se han asomado a las polémicas páginas de la historia argentina. Pero esconde un peligro: el caos ideológico. Las contradicciones contribuirán a aumentar la confusión de los desprevenidos.
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La ciudad carnívora
LA REGION MAS TRANSPARENTE, por Carlos Fuentes. Editorial Fondo de Cultura Económica, Colección Popular, 460 páginas.

Tiene 40 años y el aspecto de un galán de cine. Recibió la típica educación de un niño bien latinoamericano a través de exclusivos colegios privados y viajó acompañando a su padre, un veterano diplomático, por varias capitales del continente: Santiago, Río de Janeiro, Buenos Aires, Montevideo, Quito y Washington. Escribe desde los 13 años, cuando el Boletín del Instituto Nacional de Chile y la revista del Colegio Grande de Santiago, comenzaron a aceptar sus cuentos. Se ha exiliado voluntariamente en Europa y muchos de sus detractores critican su tendencia a aceptar reportajes, entrevistas y reiterar conferencias en universidades italianas, francesas, suizas e inglesas. Está casado con la actriz mexicana Rita Macero y se autocalifica como una "maquinita de hablar". Además, es uno de los más importantes novelistas que ha dado la literatura latinoamericana, en un momento en que sus competidores pueden llamarse Gabriel García Márquez, Alejo Carpentier, Julio Cortázar, Juan Rulfo, Mario Vargas Llosa, Leopoldo Marechal, Juan Carlos Onetti o Severo Sarduy.
En 1954, escribió en menos de un mes su primer libro, Los días enmascarados, una colección de cuentos en los que se mezclan, se maceran, la vida del México actual, con las tradiciones, las supersticiones de un pasado que aún pesa en los hombros de sus compatriotas. Uno de los relatos, Chac Mool, fue luego difundido a través de las antologías, a lo largo de todo el continente.
Cuatro años después de aquel libro, pero basándose en buena medida en los apuntes y las ideas de sus cuentos, Fuentes dio a conocer La región más transparente, la desesperada biografía de una ciudad que de pronto se le aparece como un desparramado rompecabezas, las astillas de un espejo descomunal. Un monstruo que Fuentes trata de aprehender nombrándolo, como hacían los hombres de las cuevas prehistóricas cuando dibujaban a los animales que pretendían cazar.
Como si acumulara fotografías, Fuentes superpone imágenes: "Ciudad puñado de alcantarillas, ciudad cristal de vahos y escarcha mineral, ciudad presencia de todos nuestros olvidos, ciudad de acantilados carnívoros, ciudad dolor inmóvil, ciudad de brevedad inmensa, ciudad de sol detenido, ciudad de calcinaciones largas, ciudad a fuego lento, ciudad con el agua al cuello, ciudad del letargo pícaro, ciudad de los nervios negros, ciudad de los tres ombligos, ciudad de la risa gualda, ciudad del hedor torcido, ciudad rígida entre el aire y los gusanos, ciudad vieja en las luces, ciudad vieja en su cuna de aves agoreras, ciudad nueva junto al polvo esculpido, ciudad a la vera del cielo gigante, ciudad de barnices oscuros y pedrería, ciudad bajo el lodo esplendente, ciudad de víscera y cuerdas, ciudad de la derrota violada (la que no pudimos amamantar a la luz, la derrota secreta), ciudad del tianguis sumiso, carne de tinaja, ciudad reflexión de furia, ciudad del fracaso ansiado, ciudad en tempestad de cúpulas, ciudad abrevadero de las fauces rígidas del hermano empapado de sed y costras, ciudad tejida en la amnesia, resurrección de infancias, encarnación de pluma, ciudad perra, ciudad famélica, suntuosa villa, ciudad lepra y cólera hundida, ciudad. Tuna incandescente. Águila sin alas. Serpiente de estrellas. Aquí nos tocó. Qué le vamos a hacer. En la región más transparente del aire".
Esa búsqueda de la verdad, esa obstinada zambullida en la esencia más sumergida de México, lo obliga a decir: "No ha habido un héroe con éxito en México. Para ser héroes, han debido perecer: Cuauhtémoc, Hidalgo, Madero, Zapata. —Y agrega—: En, México no hay tragedia, todo se vuelve afrenta". En descubrir los motivos de la afrenta, Fuentes dilata la novela hasta los límites de una tesis, y corre el riesgo de perderse en interminables monólogos, en un inventario de agravios. Sin embargo la sólida estructura narrativa de La región más transparente, su búsqueda de un lenguaje auténtico, su alejamiento del viejo pintoresquismo latinoamericano que estragó a más de una generación, la trasforman en uno de los pilares de la nueva literatura del continente. Al menos, en un inevitable punto de partida.
Construida' como un enorme collage, casi cinematográfico, los personajes que recorren todas las capas sociales de México, desde un banquero a una prostituta, y desde un intelectual fracasado a un viejo sindicalista en decadencia, son solo fragmentos, mínimos reflejos de la ciudad, partículas de un enorme monstruo descabezado.
Emparentada con Joyce, Faulkner y Dos Passos, La región más transparente no puede evitar la comparación con un mural de Rivera, con un fresco de Siqueiros. Influido por el ejemplo de Ulysses, Fuentes se coloca frente a una ciudad que a simple vista aparece colorida, vibrante, típica y comienza a ajustar el objetivo hasta que descubre, al pie de los monumentos, detrás de la tradición histórica, un mundo subterráneo y sórdido al que solo es posible llegar a través de un lenguaje auténtico, vital.
A partir de La región más transparente, su obra comienza a trasformarse en un aluvión, una incontenible catarata narrativa. Descubre la importancia del personaje en la interminable agonía de Artemio Cruz (1962); se interna en la intimidad de un mito contemporáneo en Zona sagrada (1966), donde desnuda en forma apenas disimulada la biografía de María Félix y recorre todas las posibilidades de la degradación, la soledad y la cobardía en Cambio de piel (1967), su novela más completa, su más firme vuelta de tuerca. En cada uno de esos libros México es, además de un interrogante, una dolorosa presencia, una obstinada búsqueda. Fuentes acaso precisó alejarse para adquirir una nueva perspectiva del continente, para descubrir los significados secretos de su lenguaje, el oculto rostro de América. H. S.
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Sobre huecos y cosas
LA ANTINOVELA: SOSPECHA, LIQUIDACION O BUSQUEDA, por. Bernard Pingaud. Carlos Pérez Editor, Colección Estar al Día. 68 páginas.

A mediados de la década del 40 y sobre todo a partir de 1950, las reiteradas declaraciones sobre el agotamiento de las posibilidades de la novela se convirtieron en un lugar común, al mismo nivel de las mesas redondas sobre la literatura comprometida. Sin embargo, solo se trataba de una crisis de desarrollo.
Bernard Pingaud, colaborador de Les Temps Modernes, miembro del consejo de redacción de La Quinzaine y autor —entre otras obras— de Le prisonnier, publicada en 1958, se coloca objetivamente frente a la nueva novela francesa para analizarla, describirla y justificarla.
"El lector de hoy —dice— ya no cree en los personajes, en las historias, y, más en general, en las obras de imaginación. No obstante —agrega— todas las grandes novelas en la medida en que nos devuelven a la realidad, están construidas contra lo novelesco, tienden a denunciar el principio de ficción que las alimenta. Don Quijote, Las ilusiones perdidas, Madame Bovary, En busca del tiempo perdido son —concluye— de la misma manera que tal o cual obra contemporánea, antinovelas".
Contra la opinión de Jean-Paul Sartre sobre la función social de la literatura, sobre la novelística como un arma de la trasformación del mundo, Robbe-Grillet afirma que el escritor es "aquel que no tiene nada que decir". El nuevo novelista no interviene en la novela, no juzga, no justifica, no tiene derecho a sentir piedad por sus personajes, se convierte en un elemento neutro. En La celosía, por ejemplo, el relator es un marido celoso, pero la novela no lo dice, no cree tener derecho a decirlo. El narrador, dice Robbe-Grillet, "es un vacío en el corazón del mundo, un hueco en medio de los objetos". Para Pingaud, "el narrador esfumado tiene una consecuencia importante: la de volver móvil el universo. Ocurre como cuando sentados en un tren que arranca creemos ver moverse el tren vecino. De la misma manera, el movimiento del observador escondido se refleja en las cosas y todo ocurre como si fueran las cosas que se mueven".
Esta nueva mitología ha tenido una corta duración; el escritor no puede apartarse del tema, no puede desaparecer totalmente a riesgo de convertir al relato en un híbrido, en un juego misterioso cuyas reglas terminan por aburrir al deshumanizarse. La participación del lector se debe lograr a través de otros métodos: esfumar al narrador de una manera total puede terminar por esfumar también a la literatura a cambio de un entretenimiento casi absurdo.
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Chistes con garrote
EL ALMIRANTE A PIQUE, por Máximo Lafert. Editorial Jorge Alvarez, Bue nos Aires, 138 páginas.

Esta es una novela policial. De corte clásico. La acción —en buques de la Armada argentina con ejercicio de tiro en el mar; época: postrimerías del gobierno del general Pirín (sic)— proporciona el tradicional asesinado, el lote usual de sospechosos, la investigación —de hechos materiales y psicológicos— de rigor, la previsible solución imprevista. Lafert no ha querido desbordar normas fijadas, en la materia, hace más de un siglo.
El estilo es, como se dice, ágil. A veces su musculatura desfallece: entonces Lafert escribe: "... era un hombre duro y es indudable que a lo largo de su carrera debió chocar con muchos muchas veces". Pero esta clase de entorsis se produce poco. Predomina, más bien, una airosa gimnasia de la adjetivación. Muy acompañadora; difícil encontrar aquí un sustantivo abandonado en soledad.
El humor es la atmósfera que el autor prefiere como funda del misterio. A veces acierta un pleno. Otras, camina por calzadas sobreusadas: "El matrimonio se contrae, como las enfermedades", sentencia un personaje. Predomina, espontánea, una alegría ligera de colegio secundario. Con una que otra costalada hacia la sicalipsis eventualmente porteña. Una carilla y pico final —Epílogo retrospectivo para una revolución fracasada— podría levantar la sospecha, en el lector, de que Lafert se ha propuesto algo más que un ejercicio policial, ciertamente entretenido. Pero la cosa no pasa de eso. Mera sospecha. El autor —como varias de sus criaturas narrativas también salpicadas por la presunción de asesinato— es inocente, no más: El almirante a pique carece de cualquier subtexto significativo, de alguno de esos mundos inquietantes que suelen respirar sordamente bajo los textos de Poe, Dashiell Hammett o Patricia Highsmith.
Está claro que el autor no se ha propuesto algo así. Dice, en la contratapa del libro: "En estos tiempos de tanta gente apaleada, hambreada y escarnecida, escribir un libro como éste parece un chiste. Bueno, es eso; justamente".
Sí señor.

ANALISIS • Nº 399 • 6 DE NOVIEMBRE DE 1968

Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 

Eugene McCarthy

Feijoo

Fuentes