Libros y autores

DISPAREN SOBRE ALTHUSSER
En 1968, desde las páginas del número 30 de la revista L'Arc, Jean Paul Sartre se encrespaba: "Detrás de la historia, hay que entender que es al marxismo al que se apunta. Se trata de construir una nueva ideología, la última barricada que la burguesía puede levantar contra Marx". Este fantasma conjurado por el inmenso pensador francés venía ganando posiciones desde hacía tiempo: es el estructuralismo. A partir de allí mucho se ha escrito sobre esta disciplina que algunos delatan como ideología y que es, para otros, una determinada actividad metodológica. Michel Foucault aclara: "El estructuralismo es una categoría que existe sólo para los otros, para los que no lo son. Es desde el exterior que puede decirse: tal o cual son estructuralistas. Es a Sartre a quien debe preguntársele qué son los estructuralistas, pues considera que los estructuralistas constituyen un grupo coherente (...), pero esa unidad, puede usted decirlo, nosotros no la percibimos".
Ese grupo detectado por Sartre tiene nombres: Lévi-Strauss, Althusser, Dumézil, Lacan y Michel Foucault. De los cinco presuntos capitostes, quizás el más vapuleado haya sido Louis Althusser, un argelino nacido en 1918, militante, en su juventud, de organizaciones católicas y comunista declarado a partir de 1948, cuando ingresa al Partido Comunista francés.
Sin embargo, Althusser niega enconadamente la filiación estructuralista que el autor de Las palabras le endilga: "Creemos que la tendencia profunda de nuestros textos —advierte en las páginas iniciales de Para leer El Capital (Ediciones Siglo XXI)— no proviene, a pesar de algunas resonancias en nuestra terminología, de la ideología «estructuralista». Esperamos que el lector tenga a bien retener este juicio, ponerlo a prueba y ratificarlo". Para un filósofo como Althusser, cuya teoría tiene como uno de sus hitos fundamentales la diferenciación estricta y oponente entre ciencia e ideología, y que centra su actitud sobre el primero de los términos, utilizar el concepto de "ideología" para definir al estructuralismo es colocarse, razonablemente, fuera del juego.
No lo logró. Su nombre fue, durante bastante tiempo, el centro de un debate violento que tuvo sus detractores y defensores, sus acólitos y sus imbéciles. Mikel Dufrenne, por ejemplo, asegura: "Condenado al historicismo, nos parece que Althusser niega la historia; él arroja al bebé junto con el agua de la bañera. Se ocupa largamente, y con una admirable sutileza, en hacer el proceso del historicismo y de su cómplice, el humanismo, pero no nos dice qué es la historia real". Jean Piaget, por el contrario, avala la propuesta althusseriana con una afirmación que, probablemente, el mismo Althusser recusaría: "La obra de Althusser —sintetiza Piaget—, cuyo sentido es el de constituir una epistemología del marxismo, apunta entonces, entre otros, a los dos fines, ambos legítimos, de separar la dialéctica marxista de la dialéctica de Hegel, y a dar a la primera una forma estructuralista actual".
Pero fue necesario un hecho político que, desplazándose dentro y fuera de los claustros, cuestionando hasta las raíces el esclerosamiento de un Saber institucionalizado, otorgando —como afirma Alain Touraine— una nueva forma a la lucha de clases en la sociedad tecnocrática, el que. arrojaría una luz amortiguadora, quizá dolorosa, sobre el caso Althusser. El Mayo francés de 1968 implicó el marco de referencia sobre el cual comienza a debatirse su teoría. Riguroso, despiadado, Jacques Ranciére afirma la impotencia política de los resultados del althusserianismo: lo condena por su solidaridad total con una actitud revisionista, que Althusser mismo desprecia, lo vuelve cómplice de la política, sospechosamente delicada, del P.C. francés. Es Mayo del 68 el que devela, según Ranciére, dos renqueras capitales de la reflexión althusseriana: "Por un lado, porque sus presupuestos teóricos nos impidieron comprender la significación política de la revuelta estudiantil. Por el otro, porque desde entonces el althusserianismo sirve a los minipensadores del revisionismo como justificación teórica de la ofensiva «antiizquierdista» y de la defensa del saber académico".
¿Quién es, por lo tanto, Louis Althusser, o, más tímidamente, por dónde comenzar a escudriñar su rostro? Él respondería, sin titubear, que en sus textos. Sobre el trabajo teórico: Dificultades y recursos (Editorial Anagrama, Barcelona) es una descripción diáfana e inteligente de su propuesta; un ensayo apropiado para introducirse en sus trabajos mayores. Porque si por un lado lo específico del texto apunta, según su autor, a revelar ciertas dificultades con las que se topa "todo trabajo de exposición teórica de los principios marxistas" y proponer, en consecuencia, un "recuento de los recursos, unos bien conocidos, otros a veces desconocidos, que están, a nuestra disposición", por otro, la exposición de Althusser centra, en el interior de ese discurso, los mojones fundamentales de su teoría y señala ciertos temas y tareas sobre los cuales debe detenerse toda reflexión sobre el marxismo. En esa actitud docente reside el valor del libro.
Una pregunta formulada aquí se levanta como el Aleph desde el que diverge toda la reflexión de Althusser y sus colaboradores: ¿En qué momento Marx, pensador formado dentro del idealismo, "ideología dominante" de su época, rompe con ella y comienza a fundar "los cimientos de su teoría revolucionaria?". Es necesario, para ello, deslindar claramente los textos "pre-marxistas" de Marx, "idealistas y humanistas de las obras de «juventud»", de los posteriores, en los cuales el lector encontrará, en forma originaria, "la filosofía marxista".
Tal tarea es, para Althusser, el pivote sobre el que descansa toda labor de crítica previa; en consecuencia, prosigue, será necesario buscar en las líneas de El Capital los elementos con los cuales definir tal filosofía. Pero, aclara, no se la encontrará allí enunciada explícitamente, sino "en acción", "en estado práctico", puesto que esa obra es, al mismo tiempo, una de sus "realizaciones". El trabajo encomendado es, por consiguiente, leer a Marx, es decir identificar el contenido de ese pensamiento en acto y otorgarle la forma que le corresponde.
Esta elaboración teórica permitirá, una vez realizada, volver sobre la obra juvenil del pensador alemán a fin de clarificar en su terreno ciertos conceptos enturbiados de idealismo. Pero no es sólo en las obras teóricas de Marx y sus sucesores, ilumina Althusser, donde se hallarán los "principios del marxismo", dado que éstos surgen también renovados, incesantes, en las obras prácticas de las luchas políticas. Allí, también, deberán leerse los signos de esa aventura cuyo inacabamiento y constante recomienzo denuncia, unívocamente, su pacto con la historia, su indemne contemporaneidad.
Directo, sin artificios. Sobre el trabajo teórico: Dificultades y recursos es un elemento imprescindible que debe cuajar en esa polémica en la que se debate, actualmente, la obra de Althusser y sus colaboradores. Y algo más: una guía de trabajos posibles en la cual los estudiosos del marxismo encontrarán una veta sugerente, nada desdeñable.
Revista Primera Plana
01.06.1971

LOVE STORY: PAPILLA PARA IMBECILES
Es probable que ahora sonría con indiferencia el recordar esos días de 1969 cuando abandonaba su cátedra de Literatura para recorrer polvorientas o asépticas oficinas editoriales, munido de un centenar de hojas mecanografiadas que aparentaban ser un libro, algo que la mayoría de los editores se negaba a aceptar. Esmirriado y venoso, George Segal soportó con tenacidad la indiferencia; fue, tal vez, este encono el que motivó a un librero neoyorquino a publicar el centenar de páginas mecanografiadas, con el título de Love Story, arriesgando una vergonzante edición de 6.000 ejemplares. No se arrepentiría: en pocos meses, se vería obligado a multiplicar la cifra por 3.000 (en EE.UU. el libro lleva vendidos 18 millones de ejemplares) y diseminar el texto por los cuatro rincones del mundo. La cosa no se detuvo a nivel editorial; astutos y expertos, los cineastas de Hollywood supieron ver con asiduidad, en cierta ficción, la antesala del boom fílmico. Esta vez le tocó a Larry Peerce, quien, apoyado por los protagonistas Alí Mac Graw y Ryan O'Neal, fotografió la historia que hizo palidecer, en escasas semanas, la supremacía que ostentaron durante décadas El nacimiento de una Nación, Lo que el viento se llevó, West Side Story y Un hombre y una mujer.
Apoyada por el periodismo (lideradas por Time, la mayoría de revistas norteamericanas almibararon el suceso), Love Story se resistió a ser un producto pasivo, el pretexto de una salida nocturna. Optó por definirse, en cambio, como un novedoso fenómeno cultural cuya peculiaridad reside, sospechosamente, no en la transgresión, sino en la restitución de una pérdida. Rápida y gozosamente, la novela de Segal se levanta como un bastión detrás del cual desempolva sus arneses un romanticismo que, suponen afligidas conciencias, había sido avasallado por la literatura de la droga y la homosexualidad, del racismo y la contracultura.
Amparada por ese disfraz mesiánico, es natural que la euforia reivindicativa que promocionó a Love Story se extienda como una plaga; la Argentina sufrió el primer embate por vía de la política bestsellerista manipulada por Emecé y espera el golpe de gracia que le asestará, en breve, la versión fílmica. Sugerir, entonces, algunos datos para una profilaxis tardía puede parecer un pacto con la inutilidad, pero no es desdoroso.
Pareciera que el valor de Love Story reside en el sostenido aluvión de lágrimas que es capaz de desatar. Al día siguiente de su estreno en Francia, el comentarista de France-Soir apelaba, para legitimar la calidad del engendro, a una chorreante descripción; cuenta que, al terminar la película, "Madame Pompidou tenía los ojos húmedos; Madame Giscard D'Estaing, Michele Morgan y Petula Clark estaban al borde de las lágrimas; los Ministros Leo Hamon, Jacques Baumel, André Betancourt y Joseph Fontanet se enjugaban discretamente los ojos". Menos conmovidos, William Styron y Norman Mailer desechan la ternura y optan por la imprecación. Para el primero, Love Story es "una novela para porteras", que "no tiene nada que ver con la literatura"; para el artífice de Los desnudos y los muertos, "un producto premasticado, una panilla dulce para imbéciles".
Envuelto en un halo cientificista, el sociólogo Richar Hunt decreta: "El librito está endemoniadamente bien dirigido a la clase de lectores consumidores que tiene poco tiempo para dedicar al ocio". Su colega Van Den Haag apoya la sanción: "Su acento se desplaza desde las grandes causas colectivas a las relaciones individuales, del sexo al amor, de la acción al sentimiento". Para el autor, que habló de sí mismo a L'Europeo en tercera persona, el eco que despierta su criatura se explica porque "el joven Segal ha dado de lleno con un filón de oro que no esperaba más que ser descubierto".
Lo cierto es que esta historia de la fugaz relación de un muchacho rico y una chica pobre muerta prematuramente, es un breviario de obviedades, una inyección de morfina tipográfica que revitaliza las causas perdidas de las "buenas conciencias". Producto de marketing, pendiente del gusto desteñido de las clases medias, Love Story oculta, detrás de la aparente linealidad de su discurso, la topografía del hipo. Es una superposición de lugares comunes, los hechos previsibles se imponen al relato, no suceden en él.
Ajena a todo peligro, la lectura del Folleto prueba que la crisis de las instituciones en el universo contemporáneo es sólo un espejismo con el que se regodean ciertas minorías, las muecas extremistas de algunos desesperados. Frágil hasta la desidia, esta "historia de amor" juega su carta de triunfo al convertirse en cómplice del miedo de sus lectores, cuando otorga a las ruinas de sus antiguas creencias el esplendor de una fortaleza todavía intacta, novedosa e inviolable.
Pero detrás de esta victoria opaca el terror persiste; una "papilla" se digiere rápidamente y la lucidez retornará, tarde o temprano, haciendo añicos la esperanza fútil de tanta bobería.
1/VI/71 • PRIMERA PLANA Nº 435

Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 

Crítica literaria
Crítica Love Story