Por qué, cuando comencé a escribir lo
hice en francés por Delfina Bunge de Gálvez
No aprendí yo, como muchas
de mi generación, mis primeras palabras y mis
primeras letras en francés, con una institutriz en
casa; pero tuve desde temprano tal vocación a lo
francés que no faltó quien se preguntara si
actuarían en mí las gotas de sangre de una de mis
bisabuelas, hija de franceses y aficionada a las
letras. Tuve, eso sí —como todas las niñas de
entonces— una educación principalmente francesa.
En La Santa Unión, salvo la Historia Argentina
que, para seguridad de las maestras poco versadas
en nuestra lengua, debíamos aprender al pie de la
letra, y la Literatura Preceptiva que nos enseñaba
una profesora del país, todas las asignaturas se
estudiaban en francés; y en francés debíamos
hablar hasta en el recreo, salvo algunos días que
correspondían al inglés. Cuando salimos del
colegio, nos encontramos nuevamente con la vida en
francés: La modista francesa, el peinador francés,
el maestro de baile francés. Francesas eran
nuestras maestras de canto y de recitado, por lo
que no recitábamos ni cantábamos sino en su
idioma; y si no tocábamos el piano en francés, mi
maestro por lo menos —un gran maestro, Thibaud—
era francés y no faltaban en mi repertorio los
compositores de Francia: mucho Saint-Saéns, algo
de Berlioz, y hasta un poquito del entonces
novísimo Debussy. Pero lo que más contribuyó a
que nos compenetráramos con el francés, fué que
todas las lecturas de la juventud —no
excesivamente abundantes, por cierto— fueron
francesas. Nuestras conversaciones y cartas
estaban salpicadas de palabras francesas de las
que no hallábamos el equivalente en español. Yo me
acostumbré a pensar y hasta a rezar en francés.
Aunque las cosas materiales y comunes, sí las
pensaba en castellano, en francés me venía
infaliblemente toda idea espiritual, elevada o
poética. Para lo que más íntima y profundamente
sentía, pues, no encontraba sino una expresión
francesa; y el francés parecíame el idioma más
adecuado para una jeune filie. Nada, puede
decirse, habíamos leído en español; y en realidad,
escribiendo, no hubiéramos hallado nuestra
auténtica expresión en el español de los españoles
clásicos, y no estábamos tampoco en posesión del
español como suavizado y simplificado en que por
lo general escribimos ahora los autores argentinos
y sentimos más como nuestra lengua. El caso es
que, alrededor de los veinte años, hallándonos un
día en pequeño grupo de amigas, se habló de un
concurso mundial organizado por la revista
francesa Femina. El tema era tentador: La jeune
filie d'aujourd'hui est-elle heureuse? Nos
interesaba menos el concurso en sí que el saber lo
que cada una de nosotras contestaría; y convinimos
en que todas tomaríamos parte. Mas fui yo, al fin,
la única en realizar el envío. Con la consiguiente
sorpresa y alegría vi, llegado el momento, que mi
obra no había sido pasada inadvertida. No tuve el
único premio, que se llevó un francés; pero mi
nombre, con unos poquitos más, venía en seguida,
en grandes letras, y se hablaba de estos trabajos
como de "brillantes excepciones" entre los tres
mil envíos. Lejos estaba yo de sospechar cómo
con aquel concurso se preparaban todos mis
destinos; pues este primer escrito mío no me lanzó
únicamente hacia la literatura... Al tenerse
noticia de mi modesto triunfo, el director de
Ideas, que no me conocía, se presentó a pedirme la
composición para su revista. El joven director de
Ideas era Manuel Gálvez. Creo que he conocido
la celebridad —por lo menos local— en un momento
de mi vida; y fue cuando apareció aquel escrito
mío, aunque con seudónimo. Escribiéronse sobre él
importantes artículos firmados y no firmados, y no
se acababan los comentarios. Tampoco en París
habían echado mi nombre en saco roto. Recibí
varias invitaciones para formar parte en
asociaciones literarias y colaborar en diversas
publicaciones. Una "Unión Internacional de Artes y
Letras", dirigida por una comisión de artistas
célebres, entre los que se hallaban Carriére,
Henry de Regnier, la Condesa de Noailles, pedíame
aceptara ser uno de los cien nuevos adherentes que
se nombrarían ese año. Lo que me divertía es que
todo eso venía dirigido, en el sobre, a Madame
Delfina Bunge, femme de lettres. Tan poco femme de
lettres me sentía, que ni siquiera contesté. En
fin, un allegado de mi antigua maestra de francés,
M. Milliavin, vino a decirme que mi escrito
revelaba a un poeta; y ofrecíaseme a enseñarme la
técnica del verso francés que él conocía a fondo.
Llegó, al día siguiente, M. Milliavin, cargado de
volúmenes y nos pasábamos las mañanas leyendo a
Víctor Hugo, Lamartine y otros poetas. Yo sólo
había conocido hasta entonces las antologías donde
buscaba poemas para recitar, pues, como muchas
otras, aprendía declamación, arte que me atraía
inmensamente. Haré de paso la confidencia de que,
oyendo a Sara Bernardt, quien estuvo ese año en
Buenos Aires, tuve el imposible impulso de
seguirla; sentía la fibra dramática, a pesar de lo
opuesto de tales capacidades -que a solas
ejercitaba- con mi insalvable timidez. El caso es
que yo sentía el verso francés en todas sus
dimensiones. Lo sentía y lo vivía. me enseñó,
pues, M. Milliavin la técnica, y me incitó a
entrar en el concurso, esta vez poético, en que
Femina imponía el tema: Lettre de la fiancée. Con
mi primer poema —150 versos— sólo obtuve una
tercera mención, entre una larga lista de terceras
menciones. M. Milliavin estaba indignado. A pesar
de mis protestas, escribió a la revista —en la que
apareció la composición premiada—, rejurando que
la mía le era muy superior. Al leer mi Lettre...
Ángel de Estrada, que ya había escrito un precioso
articulito sobre mi prosa, envióme una larga
epístola en verso con el estribillo siguiente:
Suene mi viejo acordeón, mi viejo acordeón
sin brillo, ante el brillo, de una lira en
juventud.
En Mar del Plata, ese verano
—audacia rara en mí—, recité mis versos en una
reunión en la que se hallaba Marquito Avellaneda,
cuyo juicio me halagó infinitamente. Entre tanto.
Manuel Gálvez se llevaba a Europa en su bolsillo,
esa Lettre de la fiancée... que no le había sido
dirigida. Pronto recibí las más halagüeñas
palabras de Rubén Darío y de Manuel Ugarte que
estaban allá. Cuando por motivos de salud,
tuve, con dolor, que dejar el piano al que me
dedicaba, la poesía francesa vino a llenar para mí
el vacío de la música, y a henchir toda mi soledad
y quietud frente a las sierras. No contenta con
escribir yo misma, había transmitido en aquel
tiempo la ciencia, tan generosamente brindada por
M. Milliavin, a algunas amigas que deseaban
también versificar en francés. Algunos
encontraban ridículo que escribiera yo en un
idioma que no era el mío. Con toda buena voluntad
ensayé entonces el verso castellano; pero al
conocer mis ensayos, Manuel Gálvez me pidió
encarecidamente que no reincidiera. . . y no era
por rivalidad, puedo asegurarlo. Seguí, pues,
escribiendo los versos que compondrían Simplement.
. . mientras Manuel Gálvez escribía y publicaba
Sendero de Humildad. Completé mi librito en
nuestro viaje de recién casados. En París -Manuel
Gálvez lo ha relatado detalladamente en Amigos y
Maestros de mi juventud— Lemerre lo editó en el
mismo formato usado para los grandes maestros.
Según se me aconsejó, hice antes revisar mis
manuscritos por una escritora francesa, la cual no
halló en mis versos ni siquiera una falta de
ortografía, de lo que me sentí bastante orgullosa.
Conocía yo la gramática francesa hasta para poder
permitirme algunas libertades idiomáticas.
Desde Biarritz mandé Simplement. .. a algunos
poetas franceses y recibí de ellos palabras
entusiastas. Me halagaron especialmente los que me
decían que era imposible adivinar en mis versos a
una extranjera. En París Rubén Darío publicó un
largo y bello artículo sobre mi libro, y lo
mismo hizo Madame Catulle Mendès, quien dió
después una conferencia en el curso de la cual
Marie Leconte, de la Comédie française, recitó
algunos de mis poemas. Recibí, entre otras, catas
de Francis Jammes, Verhaeren, Ferdinand Gregh,
Tristán Klingsor, Maragall, Carner, Abel bonnard.
Lo que tal vez me halagó más que todo fue el
juicio de alguien a quien yo no había mandado mi
libro y no podía siquiera sospechar que sus
palabras llegaran a la autora. Asistiendo una
prima mía a un curso de literatura en la Sorbonne,
vió con sorpresa que el profesor Jacques Richepin,
hijo de Jean Richepin y poeta él mismo, blandía el
pequeño volumen de Simplement. . . y decía: "¡He
aquí un modelo perfecto de poesía lírica
francesa!", y se extendía luego en la lectura y
elogiosa apreciación de algunas poesías,
recomendando el libro a los oyentes. Pero mi
libro no se puso en venta en París. La edición fué
mandada a Buenos Aires, huérfana de toda
protección. Tuve, con todo, algunos buenos
artículos. Juan Agustín García escribió que si me
decidía a escribir en español, sería "la primera
poetisa argentina, no sólo en el orden cronológico
sino también en el orden jerárquico". En el
Uruguay escribió Rodó, y aquí Estanislao Zeballos
y algunos otros. Tardé en publicar mi segundo
volumen de poesías: La non velle moisson. A pesar
de los artículos elogiosos, mis versos alcanzaron
escasa difusión. Dieron conferencias sobre ellos,
en Montevideo, Alfonsina Storni, y aquí Folco
Testena, con este título: Una poetisa de otros
tiempos. No acababan de asombrar a Testena mis
sentimientos religiosos; me encontraba medieval.
Tanto él como Alfonsina tradujeron algunas poesías
mías, al italiano y al español, respectivamente.
Y fuera porque la fuente se hubiere cegado en mí,
o por la necesidad de expresar en español las
cosas que —justificada o injustificadamente— me
sentía impulsada a decir, La nouvelle moisson fué
el punto final de mi escritura francesa y de mi
poesía en serio. Comencé en seguida a escribir
algunos ensayos. Dos libros escolares publicados
anteriormente, en colaboración con mi hermana, hoy
Julia Bunge de Uranga, habían sido para mí un
excelente ejercicio para escribir con exactitud y
corrección. Y tengo ahora en mi haber más de
veinte libros publicados. En cuanto a poesía en
español, nunca pude salir de la poesía infantil, y
tengo algún acopio de versos para niños. A
pesar de mi argentinismo actual, no reniego yo de
la educación francesa recibida, que tantas buenas
cosas nos dió. Fué el francés para nosotras como
el latín para los "humanistas". Ahora, casi todas
las chicas de nuestra condición aprenden sólo
inglés y viven constantemente en norteamericano.
Mas realmente no es posible que, entre nosotras,
latinas, se asimile este idioma ni todas esas
costumbres como en las generaciones pasadas nos
asimilábamos el francés y lo francés. Aparte de
que ya es tiempo de crearnos modas y costumbres
argentinas; de que pensemos y vivamos "en
argentino", con lo que, tal como está ahora el
resto del mundo, creo que saldremos siempre
ganando. A ese precio no hay que esperar que el
crítico se ponga ni siquiera en el trabajo de leer
el libro. Le despliega la mitad de las páginas y
luego borrajea unas cuantas generalidades que no
lo molestarán al autor y que a veces lo dejarán
satisfecho. Trabajando en esa forma, ese
crítico es capaz de juzgar en un día varios
libros, naturalmente sin leerlos. Pero este
sistema ha destruido en la República Argentina un
género literario muy útil para la enseñanza del
pueblo: la crítica. Un autor argentino tiene
que morirse si quiere que lo juzguen nuestros
grandes diarios. Este juicio es sin duda muy
honroso, pero tal vez no valga la pena de morirse
para obtener eso. Sea dicho de paso: las
páginas de Bibliografía donde aparecen esas
gacetillas son para los que quieren publicar
avisos en ellas, de las más caras. Nuestros
editores se las disputan ávidamente para anunciar
las obras que editan. Veinte, treinta, a veces
cincuenta pesos, les cuesta a los comerciantes
cada centímetro de aviso, por una columna de
ancho, en aquellas páginas. Les dicen para
justificar semejantes exigencias, que hay en esas
páginas "lectura", es decir, algo que atrae la
curiosidad del público. Esa "lectura" la forman
allí las sosas gacetillas de que hemos hablado,
por las que el diario ha pagado a razón de
cuarenta, cincuenta, a lo sumo setenta centavos el
centímetro. La desproporción es manifiesta: al
que escribe aquellas "lecturas" que avaloran
determinadas páginas, se les paga cien veces menos
que lo que se cobra al anunciador que publica
avisos en ellas. En las revistas ocurre lo
mismo. Sus administradores exigen dos mil
quinientos o tres mil pesos y aún más por un aviso
de página entera, dando como única razón de tal
precio el que esa página aparece trente a otra que
contiene "lectura", un cuento, algunas poesías,
etc. Hemos averiguado en cuánto tasan esas
"lecturas" que les permiten imponer semejantes
tarifas de anuncios, y podemos afirmar que por un
cuento que le cuesta a su autor ocho o diez días
de trabajo, se paga de treinta a cien pesos: y
todavía se le suele exigir, cuando excede o no
alcanza las medidas de la página, que lo ampute o
lo estire en la proporción requerida. Estos
hábitos envilecen el ambiente intelectual y
desalientan a los escritores y en general a todos
los que quisieran dedicarse a tareas del espíritu.
Los trabajadores intelectuales tienen el mismo
derecho que los otros trabajadores, a vivir de su
trabajo. Si la justicia social se ha retardado
para ellos, es porque aún viven desunidos,
haciendo el caldo gordo a sus empresarios, que
tras de esquilmarlos, pagándoles hoy derechos de
autor inferiores a lo que les pagaban hace veinte
años, los "dopan" con ciertos apotegmas políticos
y los incitan a atacar mediante la prensa y el
libro y el folleto a los que están empeñados en
dignificar su condición, mediante leyes previsoras
que eleven su posición económica. Si los
trabajadores intelectuales no vivieran desunidos,
y lo que es peor, peleados entre sí, constituirían
la fuerza más grande que pueda haber en un país.
Que un día se les ocurriera a todos ellos cruzarse
de brazos, al día siguiente no aparecería un solo
diario, una sola revista, no funcionaría una sola
escuela, un solo colegio; se cerrarían todas las
universidades y se paralizaría la vida espiritual
de la nación, lo cual repercutiría sobre la vida
industrial y económica. Sería una agonía
silenciosa y horripilante. Sin llegar a esos
extremos, mucho puede obtenerse si los
trabajadores intelectuales comprenden que ha
sonado para ellos la hora de la justicia, y
dejando a un lado las disputas sobre si son galgos
o son podencos, realizan la unión de los grupos
afines. Argentina ha nacido con la valiente y
generosa aspiración de trabajar por esta noble
causa, no sólo con palabras, sino con hechos,
comenzando por lo primordial que es pagar
decorosamente a sus colaboradores. Es evidente
que una sola revista, aquí donde hay más de 3.000
periódicos, no podrá conceder espacio a todos los
que trabajan en tareas literarias, científicas o
artísticas. Pero las normas de justicia y de
decoro que ella implantará, serán trascendentales
y acabarán por constituir normas generales, de las
que ningún periódico tendrá interés de apartarse.
Esto ha de ocurrir, lo esperamos, por propia
decisión de todos, y antes de que la ley lo haga
obligatorio, por imperio del Estatuto del
Trabajador Intelectual.
* * * Nota de la
Dirección. Se advierte desde hace algunos lustros,
que los autores jóvenes argentinos viven
prisioneros en un terrible círculo de hierro: los
principales diarios y revistas no publican sus
colaboraciones porque no son conocidos, pero no
son conocidos porque no les publican sus
colaboraciones. ARGENTINA acogerá en sus
páginas, en la medida que lo permita su carácter
mensual, toda producción digna de ello. Espera que
sus colegas la ayuden a hacer conocer los nombres
nuevos de nuestras letras.
Revista
Argentina 01.05.1949
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del sitio
La revista ARGENTINA me ha hecho
esa pregunta. Es casi como si se me
interrogara sobre una antigua
encarnación, tan poco queda hoy en mí
de aquel entonces. . . cuando vivía en
francés.
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