Droga y creación
 
 

Ante un espejo, el hombre traza con el pincel unas líneas sobre su cara. Se mira con asombro. Comienza a hablar, como desvariando, como hechizado: "Veo ventanas, por todos lados ventanas". Traza más rayas oscuras sobre la piel. "Ahora —dice— estoy pintando los nervios que están debajo. Siento que puedo ver lo que hay dentro de mí mismo, todo lo que hay dentro de mi cabeza. Consigo expresar mi yo más íntimo."
La escena trascurrió en las pantallas de televisión alemana a mediados de diciembre. El extraño personaje era Arnulf Rainer, pintor vienés que actuaba bajo la influencia del ácido lisérgico, y era uno de los 34 artistas participantes en un experimento científicamente controlado, para registrar los efectos de la droga en la actividad creadora, bajo la supervisión del Instituto de Psiquiatría Max Planck. Todos llevaron una obra reciente —realizada sin haber tomado drogas—, y debían, después de haber ingerido una dosis de 100 microgramos de LSD, hacer otra con el mismo tema. Pero la que hicieron no tenía nada que ver con la anterior. Algunos no podían sostener los pinceles, otros eran incapaces de apresar las huidizas imágenes que se proponían trasladar a la tela o al papel, y ninguno de los artistas realizó una obra estimable.
Aunque el programa alcanzó gran resonancia en Europa y arreciaron los comentarios —especializados o no—, en torno a la relación entre las drogas y la actividad creadora, sólo constituyó un intento de divulgación parcial. El problema es mucho más complejo y no podía resolverse en una sesión lo que en muchos milenios viene constituyendo un misterio: la necesidad del hombre en general -y no sólo del artista— de una ayuda para traspasar "la vieja piel del mundo", las apariencias de la realidad inmediata, y alcanzar a ver lo que hay detrás de las cosas o dentro de nosotros mismos, satisfaciendo las ansias humanas y mitigar las angustias que lo conocido inflige.
El gran público suele creer —en Occidente— que sólo caen en la tentación de la droga algunos poderosos que se aburren, los escritores y artistas arrastrados a la bohemia por su "locura" y los viciosos que transitan por las esferas del hampa. No sabe que en todas las profesiones y en todas las clases sociales —y en la historia hubo pueblos enteros— se siente por igual el llamado de los "paraísos artificiales". Desde el general Delattre de Tassigny compartiendo "la carpa del opio" con su tropa durante la campaña de Indochina, hasta esa ama de casa británica que declaraba ante las autoridades sanitarias de Newcastle: "Empecé a tomar las «pastillas» hace tres años y medio, cuando noté que no podía hacer el trabajo doméstico al llegar de la fábrica". Sin embargo, el grupo humano que en la imaginación popular —si se excluye el hampa— más va asociado a las drogas es el de los escritores y artistas. Pero lo cierto es que son excepciones rarísimas las de los grandes creadores que usaron drogas y mucho más raras y excepcionales aún las obras surgidas en esas condiciones.
Escritores y artistas son los primeros "culpables" de esa imagen. Y es que un escritor, por su profesión, por sentir el deber de comunicarse con los demás, suele estar con frecuencia "en la vidriera", a la vista del público: si no comunica sus experiencias, no existe. Es esta compulsión —vital para él—, lo que le da más libertad para no mantener en secreto aspectos de su biografía que en los otros casos se encierran bajo siete llaves. Por otra parte, algunos grandes creadores se consideran obligados a investigar —y es, tal vez, uno de sus deberes— todas las posibilidades latentes en el espíritu, por peligrosas que sean, para librar a la especie de esa enfermedad mortal que es la rutina. En ese caso, toma drogas del mismo modo que un científico se inyecta un virus en el curso de sus experimentos para buscar una vacuna salvadora.

Artistas y asesinos
La irrupción de la leyenda que une a las artes con las drogas ocurrió —desde el mirador del gran público— durante el siglo pasado, en París, en los comienzos de la tercera década. En ese momento comenzó a ponerse de moda en la capital francesa el uso de ciertas drogas, principalmente opio y hachisch. Para consumirlas se formaron diversos cenáculos, de los cuales el más famoso, porque Próspero Merimée —miembro del clan— le dedicó un libro, fue el Club des Hachichins. Asistieron a las reuniones "paradisíacas", entre muchos otros (pintores, médicos, figuras de la sociedad, varios grandes escritores: Baudelaire, Balzac (que se negó a probar el "milagro oriental"), Musset, Alejandro Dumas, Maupassant y, como Balzac, sólo en calidad de espectadores, casi todas las personalidades artísticas y literarias de la época. De esas experiencias no surgió más que una obra fundamental: las trágicas, profundas, reveladoras páginas que componen el libro de Baudelaire justamente titulado 'Los paraísos artificiales'. La moda así adoptada por el romanticismo había sido importada por los orientalistas, junto con las estampas japonesas y las "chinoisseries", y la cubría el prestigio que le daban los experimentos realizados por médicos de renombre. Una leyenda oriental le añadía su sabor exótico y antiguo: la de los criminales guerreros del Viejo de la Montaña —Hasan—, los comedores de hachisch, que seguían a Hashishin (nombre completo de Hasan), de donde se quiere que proceda la palabra asesinos.
La tradición proclama que la leyenda del hachisch tiene su origen en los días anteriores a la primera cruzada. El botánico Norman Taylor, que fue director del New York Botanical Garden, la registra en su trabajo El placentero asesino o la Historia de la Marihuana. Refiere cómo Hasan-i-Sabbah, proponiéndose exterminar secretamente a los mahometanos poco creyentes, lanza sobre ellos sus adeptos, haciéndoles previamente probar las delicias de la droga mágica. Para ello creó la secta de los "asesinos", nueva palabra en la historia del fanatismo y que tuvo rápido éxito en la del crimen.
La secta fue finalmente liquidada por Genghis Khan, que dio muerte, en una sola jornada, a los últimos doce mil fanáticos. La sombra del Viejo de la Montaña, alargándose hasta nuestros días, sería uno de los fundamentos más difundidos de la creencia que atribuye al hachisch —y por extensión a las drogas en general— la facultad de incitar al crimen a cualquiera que las tome. Los miembros del Club de París se demostraron a si mismos que la "hierba loca" de Pantagruel no era asesina (por sí misma).
¿Y el peligro de destruirse por depender de ellas y perder el sentido de la responsabilidad? Homero dijo en la Miada que el opio hacía perder el sentido del mal. Baudelaire lo conocía: no en vano llamó héroe a De Quincey, quien llevó su cruz de opio hasta las últimas consecuencias, y alcanzó a describir en un libro admirable, 'Confesiones de un Inglés comedor de opio, los inauditos tormentos que padeció en la aventura'.
Baudelaire fue también uno de los primeros en ser consciente de que la acción de la droga depende del drogado. De que por ella no se pierde la estructura íntima del individuo: no hace sino exaltarse, intensificarse: "Un hombre nunca escapará del carácter físico y moral que le tocó en destino: el hachisch será para él un espejo que reflejará sus impresiones y pensamientos privados: un espejo amplificador, es cierto, pero solamente un espejo". En el caso de Merimée esa amplificación le hizo contar sus experiencias de drogado con demasiada belleza literaria, con demasiado éxtasis, aumentando su propensión natural al adorno.
Intentando cumplir los sueños de Baudelaire, y los más recientes deseos de Huxley —expresados en un riguroso libro, Las Puertas de la Percepción, título tomado de un verso de William Blake—, los laboratorios trabajan actualmente en la búsqueda de una droga inocua, capaz de crear estados de ánimo.
Pero hoy ya no se sueña sólo con las "delicias" del "Club des Hachichins", de Merimée: el Ulyses de James Joyce, el explorador profundo del siglo XX, quiere algo más que un viaje al placer de los sentidos. Henri Michaux —que escribió y dibujó bajo la acción del peyotl— sentenció: "Las drogas nos aburren con sus paraísos. Es preferible que nos den un poco de sabiduría. En este siglo no estamos para paraísos". Pero cada escritor opina según su "temperamento". He aquí lo que dicen sobre sus experiencias con drogas algunas de las figuras más conocidas de esta época:
Françoise Sagan: "No creo en la droga creadora, pues a mi parecer impide escribir; pero es evidente que la vida actual es tan aplastante que se tiene la necesidad de que haya algo entre la vida y uno. No puedo comprender, en absoluto, por qué se manda a la cárcel a la gente que fuma hachish. Es la gente 'normal' la que es anormal."
Arthur Adamov: "De ningún modo creo que la droga sea un instrumento de conocimiento. Esto es lo que me separa de los poetas beatniks americanos, de un montón de gente que quiere unir la droga a las religiones orientales, al Libro de los Muertos —del Tlbet—, al Baghábad-Gitá, etcétera. Creo que se toman drogas —y esto me parece natural— para escapar a la angustia. La angustia es tan insoportable que se hace necesario drogarse. Pero que no me vengan con el cuento de que la droga conduce a la poesía y al conocimiento. La droga es una rendición, no una conquista."
Allen Ginsberg: "No quiero que me domine más este elemento no humano, ni siquiera quiero que me domine en nombre de la obligación moral de ensanchar el campo de mi conciencia mediante tales métodos".
Kerouac, después de haber escrito fragmentos que fueron calificados de "estallantes" en su período de vagabundaje, alcohol y drogas, parece avanzar a tropezones hacia el catolicismo.
Consideración aparte, y muy especial, merece William S. Borroughs, a quienes muchos incluyen entre los genios mayores de nuestro tiempo. Cuando narra los días del período más torturante de su experiencia, confiesa: "He llegado al punto extremo de la línea "junk" (opio y sus derivados, sintéticos o no). Vivo en un cuartucho, en el barrio nativo de Tánger. Hace un año que no tomo un baño ni cambio mis ropas ni me las quito, excepto para hundirme una aguja, cada hora, en la carne gris, fibrosa, como de madera, que tienen los adictos cuando llegan al punto extremo". Para este ser excepcional, se ha dicho: "la droga es una máquina de visiones que se trasforma en una máquina de pesadillas". De su libro más Importante hasta ahora, El festín desnudo, dijo otro grande, Norman Mailer: "Es el cuadro más perfecto del baño psíquico en que vivimos". "Pero —señala Pierre Kyria en un reciente número de Magazine Litteraire, en el que se publica un "dossier" sobre la literatura y las drogas— por un Borroughs, con su arte helado, su loca imaginería, sus ritmos quebrados, su lirismo verdadero, aguzado por el humor ... ¡cuánto falso lirismo, cuánta verborrea pretenciosa, cuánta hinchada pomposidad! En el momento actual la droga es pasto fácil para toda una falsa literatura y unos falsos doctores en literatura."
Los documentos sobre los esplendores y miseria de las drogas son incontables. Desde los que oyen el más sutil color y ven la música más angélica hasta los que son devorados por las más monstruosas pesadillas. En cuanto a la creación, todos están de acuerdo: la droga deja sin fuerzas para nada, anula el sentido del espacio y del tiempo, los dos ejes sobre los que se desplaza la conciencia humana.
De todos modos, para coronar el panorama presentado, acaso convendría volver a leer la sonriente y sabia lección de Valle Inclán —que afirmaba ser experto en la materia— en La pide Kif, una obra maestra de humor implacable y elegante. Donde se lee: "Yo anuncio la era argentina de socialismo y cocaína".
PANORAMA, FEBRERO 10, 1970

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Françoise Sagan: "No creo en la droga creadora, pues a mi parecer impide escribir; pero es evidente que la vida actual es tan aplastante que se tiene la necesidad de que haya algo entre la vida y uno. No puedo comprender, en absoluto, por qué se manda a la cárcel a la gente que fuma hachish. Es la gente 'normal' la que es anormal."
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