ELVIRA
Hace 20 años se soñaba con el
asfalto mientras se festejaba la llegada del Tele-discado. El Delegado del pueblo -ó su
esposa- abría la puerta de la oficina y se hablaba por teléfono no demasiado
tranquilamente a sabiendas de que el costo dependía de qué tan capaz podía ser aquel
responsable en el uso del cronómetro que tenía destino fijo en el primer cajón de la
derecha.
La Delegación no era más que un cuarto agregado a la casa después de las últimas
elecciones. Todavía conservaba el color original del revoque y hasta permitió más tarde
estirar un alero hacia atrás, cosa de tener dónde facturearse un chancho en el invierno.
Puerta de fierro y con rejas, por seguridad; un escritorio de esos de chapa que dicen
tanto aún siendo tan feos, el mástil con la bandera Argentina que nunca nadie estiró, y
el piso de esos cerámicos capaces de delatar cualquier paso de bota Pampero negra
embolsando una bombacha Ombú color caqui correspondiente a cualquier -mentado en sus
quehaceres- servidor público, ¿ó acaso Agresti, por ejemplo, no era tal cosa? Se venía
hasta la tranquera, volcaba la aún tibia vida blanca de tacho a tachito, y se iba
silbando alguna canción de esas que nos sabe enseñar la calandria durante las siesteras
soledades mansas de los montes de eucaliptus. Siempre y cuando, claro, no predominen las
palomas cucú ó chaqueñas.
También las llamaban palomas monteras algunos aficionados que se servían de las piedras
de la estación de tren para alimentar el vicio de la gomera, armada con la goma de suero
comprada secretamente al farmacéutico, esperando que no delate nuestra empresa a los
señores padres a los que les hablaba la señorita de la tele a las diez de la noche.
Capaz que por tan reservado era que el farmacéutico siempre andaba bien acomodado en el
pueblo y era el único que se iba a la playa un mes todos los años mientras Don Paco le
oficiaba de casero.
Era preferible ir seguido a pagarle a Agresti, buscando tener la suerte de ver abierto el
abanico de cualquiera de los pavos reales que poseía el popular saché humano, y a
sabiendas de que siempre tenía su señora algunas masitas dulces para regalar con el fin
de que empecemos los más jóvenes a andar en bicicleta sin manos, peleándonos un rato
con la bolsa que se bamboleaba de acá para allá, siguiendo con la sincronía con que
marchaba por las calles el rengo Funes, el compás que marcaban las irregularidades del
camino, fruto de un escaso tránsito y huellas de carro congeladas en el tiempo por el sol
que asomaba tras cada lluvia. Cada una de esas lluvias que nos regalaban tantos aromas
simples, predecibles en su calidad pero no así en su magia, casi como el dulce de leche
La Juninense, el del pote de cartón con etiqueta azul claro.
Siempre me gustó jugar con las palabras inventando cosas raras. Hoy juego con su nombre:
"Elvira".
Más bien creo que empecé a hacerlo cuando faltaron mañanas en el galpón aquel que daba
la sensación de lleno al pedo. Ese que me regalaba tacos de madera juntados en la lata
que estaba abajo del banco carpintero en el que esgrimía cepillos, clavos, martillos y
serruchos, acercándome casi al oficio de armero pacifista.
Todas las armas fabricadas tenían nombres de letras y números que denotaban sus formas
de uso y envidiables capacidades a la hora de jugar a alguna película que hayan pasado la
noche anterior por "el dos", que por estar en La Plata, un poco más cerca, era
el único que llegaba.
Después de todas esas cosas vino el juego de las letras, inventar entre hermanos y amigos
palabras que tuvieran un código especial para que "los grandes" alguna vez no
sepan algo.
Hoy juego con Elvira. Siempre jugué en Elvira y hoy con ella. La palabra que antes era
como mi segundo apellido y ahora se transforma en la explicación "una de las hijas
de Antonio Carboni, que era el dueño de casi todas esas tierras" que hizo durante mi
alejamiento del pueblo más fría su existencia.
Elvira... ¡ja! hasta era más lindo nombre que el de Ernestina, como si fuera poco el
aderezo de la mostaza que se les subía a esos arenosos cuando les ganábamos los partidos
de fútbol.
No era joda. Para una revancha, para que sepan quiénes éramos nosotros, hasta fuimos a
mangarle las camisetas a Antonio, presidente del C.U.D.E. (Club Unión De Elvira) y dueño
del del bar con la cancha de bochas y responsable de la moto niveladora y el regador del
pueblo. Cuánta cosa... Aquellos se aparecieron con las camisetas amarillas de su club
también, cuando los muy guachos se enteraron de nuestra operación.
Pedernales tenía una toda verde (el arquero era un infierno), Carboni no me acuerdo (debe
ser de bronca) y Los Gauchos de Arévalo (pueblo de un sola casa a 8 kilómetros de la
ruta 41) usaban la camiseta de San Lorenzo y los jugadores sobrantes de los otros pueblos.
Elvira... CELESTE Y BLANCA ERA LA CAMISETA NUESTRA!!!! Qué nos iban a ganar... si con
esos colores hasta el gringo Tonti gambeteaba (era de Racing, el pobre). Y con ese equipo,
también... Tolosa era como el Bochini del equipo, pero corría, y ligero; Juani la
gastaba, una precisión para patear que era una locura. El gordo Moretti no dejaba pasar
uno, y si pasaba, Néstor seguro lo dejaba con las ganas del gol con los guantes que
todavía debe tener puestos. Cachito era un rayo por la punta derecha y como buen lungo el
que las cabeceaba todas.
El Toro se paraba en el medio de la cancha y elegía cómo quería ganar, actuando de
acuerdo a las circunstancias. Te miraba nomás y ya te ibas de la cancha a alcanzar la
pelota de afuera, no sea cosa que te la quiera sacar. Marcelo, Paco y yo nos repartíamos
en los huecos. Un equipazo. Pero como todo, requiere su entrenamiento. Primero dedicar la
aurora a los mandados de pan mientras se calienta el agua para el mate cocido en la
salamandra, servir y dejar enfriar, que tarda lo que uno se demora en ir a sacar media
taza de miel al laboratorio -que tiene que quedar bien cerrado en invierno, por el pillaje
-
Si se puede, porque ya hay leña, huevos y esas cosas juntadas del día anterior, se
descansa hasta después de almorzar, cosa que hay que hacer rápido porque el resto del
equipo ya se está comiendo las uvas a lo largo del camino de entrada entre la tranquera y
la casa, y no para eso quema tanta pólvora el abuelo haciendo cagar a todo pájaro
carpintero que se arrima a la vid. Y es ahí donde empieza el entrenamiento, que según el
día y los ánimos del equipo puede variar.
Dependiendo de los medios de locomoción disponibles en cada día y los ánimos, se
determina la actividad, mayoritariamente la jornada se reduce a una sola actividad de
fútbol continuado entre las 2 de la tarde y las 9 de la noche. Hora a la que pasa el
tren, por lo que ya hay que estar descansado y con el pelo mojado paseándose por el
andén para pispiar las ventanas de los vagones, total quedaban los cargueros para el
vicio de las monedas aplastadas y las hileras de piedras para levantar polvo. Chapitas de
gaseosa con azufre y potasio nunca, lo juro.
Otras veces el entrenamiento empezaba con bicicleteadas para el lado de lo de Nuñez, al
fondo del otro lado de la vía, para comer semillas de girasol en abundancia; después el
fútbol, siempre y cuando no estuviésemos en temporada de hacer un alto en el terreno de
Trabazzo para realizar un control de calidad sobre los ciruelos amarillo y reina. Quedando
el equipo de esta forma, expuesto a tener que suspender las actividades a media tarde si
era día de mucho calor por obvias y digestivas razones. Problema que se solucionó cuando
no sé quién consiguió una copia de las llaves del vestuario de la cancha del pueblo
(sede de los campeonatos anuales de fútbol), supongo que el hijo de Sabular fue el
donoso, uno de los mellizos.
Otras veces había un alto para entrar sigilosamente en la cantina en épocas de
campeonato a tomar prestada una botella de Fanta y algún paquete de masitas. Una vez
llegamos a sacar un paquete de Jockey Club Suaves, pero como nadie sabía prenderlos los
tuvimos que devolver... El equipo, naturalmente, contaba con el apoyo de todo el pueblo,
incluyendo a la gomería que nos prestaba el tanque de fibrocemento para bañarnos, una
vez comprobado a duras ronchas, que la laguna de Furiazzi era reserva ecológica de
pulgas, culpa del cabulero que cría chanchos y no los limpia, para que engorden.
Y así pasaron las cosas, después los entrenamientos se empezaron a acortar cuando unos
iban a carpir zapallo, otros tenían que atender tal o cual quinta y yo me iba a ayudar a
Faraldo a preparar el pan del otro día. Los entrenamientos entonces terminaban a las
siete de la tarde para mí y empezaba el trabajo, a cambio de la galleta caliente a la
otra mañana, "carasucias" (tortitas negras) algún que otro Domingo, y algún
Milkibar que se le escapaba de las manos a la señora cuando nadie la veía dibujar bruta
sonrisa de ojos exaltados en mi rostro.
Terminado el trabajo de la jornada, a casa. Doscientos metros por el camino real saliendo
del pueblo hacia el oeste, tan recto, tan solo, condenado a seguir en su rumbo el capricho
de algún inglés que trazó las líneas del Roca que llegaba hasta Bolívar, quién
sabía dónde era eso.... era muy lejos. Un embudo largo para arriba que quería llevarnos
a esa cosa tan roja y tan negra a la vez y que nos sugería tantas cosas, que nuestra
imaginación no podía evitar intrigarse. Pero se estaba ya cansado y había que bañarse,
prender la salamandra y otras cosas, así que llegado a la tranquera torcía a la
izquierda el manubrio de la Graciella roja rodado 16¼ con cubiertas negras de banda
blanca y sin guardabarros -para poder colear-, y me quedaba en casa, masticando esa imagen
de la vuelta, amenazándome para adentro "algún día..."
Y hoy la veo a Elvira. Juego con ella. Con ella y su estación de corte inglés igual a
cualquier otra, pero tan única, la de la camiseta celeste y blanco, la de la estación de
servicio Esso y la que no tenía asfalto pero sí teléfono. La que tenía una cancha de
paleta, un correo, una carnicería, una iglesia, una cancha de bochas y dos boliches. Que
después tuvo un Club Social con cancha de paddle y un pacman... dónde estarán ella y
Tolosa, Juani y su melena rubia que codiciaba agronomía cuando Mariana lo codiciaba a
él. Paco que quería una moto con "pasacasé" y Yanina que quería viajar en
ascensor, Míguel que se hizo ciclista en un país como éste, Gabriel que le pedía
libros de matemática a mi viejo mientras oficiaba de mecánico chapista del pueblo y
Cachito que quería un camión y no por eso descuidó nunca su caballo.
Elvira... y juego... EL-VIRA. EL pude ser yo ó cualquiera de ellos, y pareciera que
viramos todos, y que hasta ella viró desde que Menem le devolvió a Fortabat la guita de
la campaña cuando le entregó las "llaves" del General Roca que se quedó sin
tren de pasajeros por el alto tránsito de cargueros.
Vira... VI-R.A. Vi a la República Argentina en ella durante mucho tiempo. Se había
conseguido tener tele-discado, y se soñaba con el asfalto. Se quería el asfalto pero no
se podía jugar más con Ernestina, porque el salado había subido y arrastró el puente
del camino que no iba a ser reparado hasta 7 meses antes de las elecciones, cuando hacía
ya varios años que el mejor especialista en drenajes del mundo vivía en Suecia siendo
argentino, mientras mi familia de Trenque Lauquen vendía tractores oxidados para comprar
botes de alquiler y cambiar bolsas de semillas por quilos de lombriz.
Tuve el mismo sueño en más grande y acá estoy jugando con las letras que todavía nadie
vino a buscar, aunque de su estación deben haber arrancado ya las letras del cartel, de
la misma forma que arrancaron aquellos eucaliptus que nos regalaban su sombra en calurosas
tardes de Enero.
Será que hoy quise mirar para adelante, no me dejaron y tuve que conformarme con mirar
para atrás.
Será que uno se pone viejo. Será que vi lo que no me iba a tocar y tengo que volver,
esperanzado de que aquel embudo de atardecer me muestre su sorpresa, que puede ser blanca,
roja ó celeste.
Será que hay que seguir un ocaso para llegar junto con el amanecer.
Será que con las últimas fuerzas habrá que picar el asfalto para rescatar la tierra de
los eucaliptus, las uvas y el girasol. Será que habrá que levantar las baldosas de la
oficina y la cancha, porque si el equipo se junta juega, pero sobre pasto... el cemento
raspa mucho, nosotros estamos viejos, y los chicos no tienen la culpa...
Fernando Gomez |