Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

HAROLDO CONTI, EX SEMINARISTA, PILOTO CIVIL, CAMIONERO, PROFESOR DE LITERATURA, GUIONISTA CINEMATOGRAFICO,
LICENCIADO EN FILOSOFIA, ESCRITOR.

EL OFICIO DE VIVIR

DETRAS DE TANTA ACTIVIDAD, DE TANTAS ESPECIALIDADES, QUE NO HACEN SINO ENCUBRIR A UN ESCRITOR CON CUATRO LIBROS EDITADOS Y OTROS TANTOS PREMIOS, ESTA HAROLDO CONTI, UN SEÑOR QUE ASEGURA QUE EL OFICIO DE LOS OFICIOS ES EL DE VIVIR, PORQUE "LA VIDA SIEMPRE LE GANA A LA LITERATURA"

Es curioso pensarlo. Al hombre éste, al del pelo largo en la nuca y desaparecido en la región anterior de la cabeza, a este hombre de pantalones de corderoy y camisa fuerte, de campo, lo conocen poco los argentinos. Sin embargo tiene un número poco frecuente de premios internacionales. Es curioso pensarlo. Todos esos premios los ha ganado a través de un oficio —el de escritor— que él no reconoce como su único oficio. Sin duda, como aquel apasionado del sol, de los alcoholes, de las armas de fuego, que se llamó Ernst Hemingway, también Haroldo Conti piensa que el oficio de los oficios es el de vivir.
—Yo soy escritor solamente cuando escribo.
—¿Y el resto del tiempo?
—Lo uso para perderme entre la gente. La vida siempre le gana a la literatura, no hay nada que hacerle.
Desde luego conviene aclarar que dentro del término vida caben, en el caso de Haroldo Conti, su mujer, sus hijos —Marcelo (11) y Alejandra (14)—, sumados a la pasión por el rio, a sus cargos como profesor de literatura o latín en colegios secundarios, a los viajes a bordo de un camión como fletero, a sus galopes por el aire en aviones que le obedecen alegremente.
—Es muy extraño todo eso.
—¿Qué?
—Lo de sus trabajos infinitos.
—¿Le parece? Mire, en mi última novela —"En vida"— hay un personaje que tal vez se parezca demasiado a mí. Cuando le preguntan qué es, qué hace, responde: "Soy Orestes, hago cosas". Yo soy de algún modo así: un tipo que hace cosas por el placer de hacerlas.
—¿Nació aquí, en Buenos Aires?
—No. Soy de Chacabuco, en la provincia de Buenos Aires.
—¿Vuelve a Chacabuco?
—Vuelvo, sí. Allí me miman mucho. ¿Sabe algo? Hace poco me hicieran una especie de homenaje, con discursos, funcionarios, todas esas cosas. Yo también hablé, por supuesto, y mientras hablaba me atropellaban imágenes de otro tiempo.
—¿Cómo eran?
—Recordé cuando la familia se fundió después de un intento desastroso de radicarnos en Buenos Aires. Nos separamos. Yo volví con mi viejo al pueblo. El era vendedor, tendero ambulante. Andábamos de un lado a otro. Recuerdo las pensiones, los amigos que mataban tardes y noches con truco y monte. Éramos un par de vagabundos.
—¿Cómo terminó la vagabundia?
—Mi madre me rescató de esos espléndidos días. Finalmente, recalé en el Colegio Don Bosco, de Ramos Mejía.
—Y esa etapa, ¿cómo la recuerda?
—El primer día ya estaba pensando en la fuga.
—¿Y después?
—Después la mística absoluta. Al tercer día ya era un místico. Ingresé en el Seminario. Entonces sucedió lo de la sequía, una sequía terrible en mi pueblo. No se me ocurrió nada mejor que mandarme una imploración en forma de poema pidiendo agua. Llovió como nunca. Tal vez por eso me quieran en Chacabuco.
Haroldo Conti escritor —y todo ese montón de oficios, desde luego— es un tipo con el dibujito de la melancolía en la cara. Pero tampoco con la melancolía quiere amasar historias que ilustren una imagen.
—Es que el hígado me tiene a mal traer. De ahí me viene la cara de melancolía. Un escritor es una persona como cualquiera otra. Tan pero tan parecida a los demás que da un poco de bronca. De tanto en tanto, si soy reconocido por alguien en alguna reunión —ocurre muy pocas veces— me escabullo, trato de irme. No por humildad sino por comodidad. No tengo nada especial.
—Y sus primeros años en la ciudad, ¿cómo fueron?
—Estudié de sacerdote, con sotana y todo. Leía muchos libros misionales, libros escritos por misioneros. Me imaginaba en algún confín del mundo redimiendo infieles. Además, me entrenaba bufanda y sobretodo en verano, casi desnudo en julio, comiendo grasa pura para acostumbrarme a los rigores que sin duda se agazapaban en mi vida. Finalmente, todo eso acabó: tuve una gran crisis religiosa y volví a mi pueblo. Pero cada persona tiene destinado un paisaje y debe coincidir con él.
—¿Volvió a la ciudad?
—Volví. Las cosas comenzaron a suceder sin avisos previos. Trabajé en un banco de Olivos, ahogándome, sintiéndome mal. Hasta el día en que un compañero me llevó al aeródromo de Don Torcuato. Aprendí a volar, a jugar con el aire, a dominarlo. Yo suelo ser medio tristón, medio depre, y allí, en el avión, cantaba como loco. Me recibí de piloto, conocí a mi esposa, y nos casamos mientras sobrevolábamos Buenos Aires. Abajo estaba la ciudad, dispuesta a tragar cosas y gente. Yo todavía no podía saber que las palabras eran una forma de combatir su hambre.
El piloto Haroldo Conti comenzó, sin darse cuenta, casi mágicamente, a encontrar gente, voces, intenciones que tenían que ver con él. Entró a Filosofía y Letras, se licenció en letras, entró a formar parte de "Gente de Cine", un grupo en el que militaban Nicolás Mancera y David José Kohon y que dirigía el critico Roland.
—En 1956 escribí "Examinado", una obrita de teatro que me estaba dando vueltas. Fue seleccionada para las primeras jornadas de teatro leído en el Odeón.
—¿Cuándo vino "Sudeste", su primara novela?
—Vino junto con las islas. Sucede que un buen día descubrí el Delta.
—¿De qué manera?
—Volando. Me llamó ese paisaje y me fui a vivir a las islas. Me puse a desentrañar el alma del rio y la de los isleños. El río es dulce y es tierno y es cruel y es violento. Modela a la gente, la gasta. Los perros de las islas viven mucho menos que los perros de otros lugares. Los isleños tienen una vida repleta de signos casi secretos y de tradiciones. Me convertí en uno de ellos, descifré sus códigos. Me hice un navío, doblegué la madera para que me llevara por ahí. Tal vez eso sea más importante que escribir un libro. Por ese entonces ya me habían dado el premio "Life" por un cuento largo: "La causa". Y también había levantado mi casa en las islas. Entonces empecé a escribir "Sudeste".
Haroldo Conti, prolijo militante de la verdadera humildad, no dice que inmediatamente "Sudeste" ganó el concurso de Fabril Editora. Como tampoco dirá que "Todos los veranos" tuvo el segundo premio Municipal, que "Alrededor de la jaula" tuvo el premio Universidad de Veracruz, México, que "En vida" —todavía inédita— tiene ya el Carlos Batral, uno de los premios más importantes del mundo.
—Tal vez algún día me decida y me largue a caminar un poco por los caminos. Mientras espero ese día me invento tristezas, saco un brazo o una pierna de mis jaulas.
Es muy difícil imaginar a Conti como lo que Conti es todos los días. Muy difícil, por ejemplo, imaginarlo, cargando, como en este instante, innumerables paquetes en su coche para llevarlos a cualquier lugar de Buenos Aires,
—Otro de mis oficios terrestres. Siempre he pensado que el escritor puede trabajar muchas cosas, menos de escritor. No tiene nada malo, nada chocante hacer estos trabajos. Si fuera solamente escritor podría tener una ruptura con la realidad y eso seria muy malo.
Media hora más tarde, en su casa de Sarmiento al 2000, Conti charlará con sus hijos, saludará con un abrazo casi de cama rada a su mujer.
—¿Ella? Es intuitiva y cálida. Cada vez que hacía algo nuevo, que me iba en un barco mercante a Brasil o cualquier cosa por el estilo, ha sido la primera en apoyarme. Una vez me dijo que no tenía celos de ninguna mujer, pero si de los momentos en que yo pertenecía solamente a mis libros.
—Y sus hijos, ¿cómo son?
—Son normales, alegres. Conocen mi obra de rebote. Yo no quiero imponerles ídolos.
En las últimas horas de la tarde Haroldo Conti se zambullirá en otro de sus trabajos-aventuras: el de guionista de documentales. Y sostendrá, casi sin darse cuenta, un edificio, el de su cosmovisión tan impregnada por las ganas de vivir con intensidad cada rincón de la existencia.
—Un día tuve miedo, ¿sabe? Estaba en el Delta y de pronto caí desmayado. Creí que me moría, pero estaba en paz. Pensaba en mis hijos, en mi mujer, en mis amigos contrabandistas y atorrantes, en los mecánicos, en los poetas. Casi tuve ganas de fumar una pipa o escupir contra el viento, según la mejor tradición marinera. Ese día miraba para atrás y aparecían cosas. Y así como existen estados de ánimo, existen estados de verdad. Lo que hoy pienso y digo mañana puede cambiar.
Después de charlar mucho, de seguir su día inesperado, alucinante, el hombre del pelo largo en la nuca y los pantalones de corderoy quebrará su cara melancólica por causa de un mal hígado para sonreír por primera vez.
—El sábado vénganse a comer un asado: lo hago yo.
Iremos, desde luego.
Revista Gente y la actualidad
12.08.1971

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