LIBROS Y AUTORES
LOS SUEÑOS DIRIGIDOS

EL INFORME DE BRODIE
por Jorge Luis Borges; Emecé Editores, 1970; 160 páginas, 6,20 pesos.

Borges publicó hace más de veinte años su cuarta serie de relatos (El Aleph, 1949); salvo dos de ellos, señalaba entonces, los demás "corresponden al género fantástico". La proporción se invierte en El Informe de Brodie, su quinto volumen: "Fuera del texto que da nombre a este libro —advierte— mis cuentos son realistas, para usar la nomenclatura hoy en boga".
Se trata, en verdad, de un juego dialéctico, una humorada, y el propio Borges no lo disimula: "[Los cuentos] observan, creo, todas las convenciones del género, no menos convencional que los otros y del cual pronto nos cansaremos o ya estamos cansados", añade en un prólogo rebosante de ironía y de nostalgia. Pues "la literatura no es otra cosa que un sueño dirigido", el realismo de Borges no pasa de un medio: es una vestidura, el instrumento que le permite orientar sus sueños.
Más ajustada parece esta definición: "He intentado, no sé con qué fortuna, la redacción de cuentos directos. No me atrevo a afirmar que son sencillos [...]. Sólo quiero aclarar que no soy, ni he sido jamás, lo que antes se llamaba un fabulista o un predicador de parábolas y ahora un escritor comprometido. No aspiro a ser Esopo. Mis cuentos, como los de las Mil y Una Noches, quieren distraer o conmover y no persuadir. Este propósito no quiere decir que me encierre, según la imagen salomónica, en una torre de marfil".
Ya totalmente ciego, esclavo de esa intermediación que es el dictado, quizás eligió el "cuento directo", el realismo exterior, porque ya no puede extraviarse en los laberintos de la imaginación y salir de ellos indemne, en forma y sustancia. El resultado es una prosa menos discursiva y menos placentera, aunque más decantada y sólida. de una vigorosa tersura que no es fácil hallar en sus piezas anteriores. Él se defiende así: "He renunciado a las sorpresas de un estilo barroco; también a las que quieren deparar un final imprevisto. He preferido, en suma, la preparación de una expectativa a la de un asombro. Durante muchos años creí que me sería dado alcanzar una buena página mediante variaciones y novedades; ahora, cumplidos los setenta, creo haber encontrado mi voz".
La mayoría de las once narraciones hablan de una era de cuchilleros y de guapos, como si en esta fauna descubriera Borges al individuo aún no contaminado, virgen para los sentimientos. Es cierto que sus cuentos distraen y conmueven; es cierto, también, que su autor anhela persuadir, aunque él no lo admita: persuadir de que tiene dudas fundadas, de que bajo la superficie limpia y minuciosa laten enigmas y oscuridades. No en vano insiste en sus obsesiones: abolir el tiempo y la personalidad, desentrañar la realidad.
Cristián y Eduardo Nelson, "troperos, cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahúres", desvían su amor —un larvado homosexualismo— hacia una forastera que Cristián lleva a la casa. La comparten, la venden a un prostíbulo, sin que esos remedios sirvan para impedir su distanciamiento; finalmente, Cristián mata a la intrusa. "Se abrazaron casi llorando. Ahora los ataba otro vínculo: la mujer tristemente sacrificada y la obligación de olvidarla."
El adolescente que traiciona a Ferrari y a su banda lo hace movido por iguales razones: se desprecia a sí mismo, y odia a quienes no lo desprecien, a quienes pretendan enmendar su suerte. Rosendo Juárez —el matón que apareció en Hombre de la esquina rosada— se niega a luchar con el Corralero, no por cobardía sino por vergüenza de si mismo, de arriesgar la vida sin motivo. "No sentí miedo —dice—; acaso de haberlo sentido salgo a pelear."
En «El encuentro», quienes se baten son las armas de dos pendencieros que nunca llegaron a enfrentarse, y no los hombres circunstanciales que hoy las empuñan. En clave análoga, es la daga de Juan Muraña la que mata, no el brazo de su viuda, impulsado por el amor y el odio que ese objeto atesoraba. En «La señora mayor», una anciana, hija de un guerrero de la Independencia, muere después que el país celebra su centenario: es la "última víctima de ese tropel de lanzas en el Perú".
Dos profesores de Historia interesados en unas cartas de Bolívar repiten
a la distancia la entrevista de Guayaquil: triunfa el más voluntarioso, no el más sabio ni el más valiente, y Borges aplica esta tesis a la misma conferencia de Bolívar y San Martín. En «El Evangelio según San Marcos», los cuidadores de una estancia de Junín crucifican al visitante que les ha leído la sagrada escritura. «El Informe de Brodie» es, acaso, una visión de la humanidad actual; va escondida en el estudio de un misionero escocés del siglo XVIII, que permaneció junto a una tribu de salvajes. Dos gauchos rivales conseguirán dirimir sus agravios al caer asesinados por manos ajenas.
Los poetas (y Borges lo es, siempre que no haga versos) llevan siglos intuyendo que el mundo en que vivimos es una apariencia, un engaño que los seres humanos superponen a la absurda, desequilibrada realidad. La poesía se esfuerza en descifrar esa realidad para luego modificarla; es, de tal modo, la suprema revolución. Sus metáforas terminan, así, convertidas en imágenes, las imágenes de ese pequeño Dios al que se refería Huidobro, episodios independientes de un nuevo orden.
Las ficciones de Borges sufren del mismo empeño, que nadie deberá confundir con huida de la realidad sino con una indagación crítica. Lástima que, como los filósofos, él se destituya de la pasión, se quede en la metáfora. En uno de sus textos capitales se daba por vencido con argumentos pobres: "El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges".
Revista Periscopio
11.08.1970

Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 

Jorge Borges
"Ahora, cumplidos los setenta, creo haber encontrado mi voz"