Libros
Gabriel García Márquez: El coronel no tiene quien le escriba/La mala hora
Rene Char: Antología


Adiós a Macondo
Gabriel García Márquez: El coronel no tiene quien le escriba/La mala hora
— El orden en que los argentinos leyeron a García Márquez se parece a las escaleras reales del poker: es un orden insuperable pero a la vez misterioso, la única pirueta perfecta del azar. Primero, en junio de 1967, apareció 'Cien años de soledad', que abría y cerraba de un saque el ciclo de Macondo: era su novela más peligrosa, el último arcabuzazo de una obra construida sobre el peligro. En agosto, García Márquez en persona llegó a Buenos Aires para sembrar la desorientación entre sus lectores, para abjurar de la literatura en beneficio de la vida. Su invasión coincidió con la salida de 'La hojarasca', un relato compuesto entre los 19 y los 22 años, que contiene en embrión a todos los demás. Los cuentos de 'Los funerales de la Mamá Grande' surgieron en diciembre; estas otras novelas, entre mayo y junio de 1968. Ahora se ve que eran un solo libro, llenos de lunares y toboganes, de banderas fosforescentes y planetas maravillosos. Mientras tanto, García Márquez se iba transformando en otro escritor (ni más ni menos espléndido que el de Macondo; sólo distinto), al que probablemente deberá leerse en absoluto estado de inocencia, sin pensar en 'Cien años', sin recordar siquiera 'El coronel': este pentágono de ficciones servirá quizá sólo como punto de referencia cuando él invente una escalera imperial para ir más allá de la escalera real, una cuarta estrella en las hombreras de los generales.
'El coronel' y 'La mala hora' son el derecho y el revés de un mismo espejo; en 'El coronel' cada palabra es necesaria, cada desaliento del protagonista tiene una fuente, una desembocadura y una playa a la que van a para todas esas aguas; 'La mala hora', en cambio, es una cofradía de episodios que a veces no terminan y que casi nunca observan las leyes del parentesco; todo lo que los une es Macondo, un diluvio, y la aparición de unos pasquines acusadores. Que el espejo es uno solo, sin embargo, se nota porque los bordes han sido cincelados con la misma destreza de un lado y otro, y porque el azogue (el elemento mágico) es también uno: la guerrilla en los montes de Colombia.
La mayor aflicción del Coronel es su pobreza, sostenida con dignidad y sin arrugas en la levita: va todos los días al correo a pedir noticias de una pensión oficial que jamás llega. Su vida discurre entre el asma de su mujer, las mentiras del abogado que lo asiste, la hipocresía de don Sabas —el gran mercader del pueblo— y la nostalgia por el hijo muerto en la guerrilla. Ha heredado del difunto un gallo de riña y trama salvarse de la miseria enfrentándolo al gallo campeón de un pueblo vecino. Cuando se decide, ya es otro hombre: una especie de Cristo que elige al gallo como símbolo de una redención personal y gregaria, un maestro del peligro que promete la riqueza (el Cielo) a cambio de una ofrenda (alpiste para el animal).
Mientras espera en su cama la huida del invierno, la única aspiración del Coronel es "dormir de un tirón cuarenta y cuatro días y despertar el veinte de enero a las tres de la tarde, en la gallera y en el momento exacto de soltar el gallo". Su vida entera hace equilibrios sobre un endeble palito: "el gallo no puede perder". Y hasta cuando su mujer procura quebrarle el optimismo, oponiendo la lógica a sus delirios optimistas ("Qué vamos a comer"), el Coronel se sienta sobre su testarudez y responde: "Mierda". Esa palabra, la última del libro, es a la vez uno de los más bellos cantos a la alegría que se hayan escrito.
Las desolaciones cómicas de 'El coronel' se vuelven casi pura socarronería en 'La mala hora', quizá la única novela de García Márquez donde los personajes han sido borrados por un protagonista mítico: los pecados de Macondo. Cierto día, las paredes del pueblo amanecen infectadas por pasquines delatores. La peste de la mala reputación entra en las casas, y cada pasquín se convierte en un objeto tabú: el que lo rompa ya no podrá salvarse, El primer paso de la novela es un crimen: el cazador César Montero, luego de haber soñado con elefantes, fusila al amante de su mujer, un clarinetista. Otras infidelidades, otros abortos y robos son exhibidos en las paredes, sin que la interminable lluvia que remueve a las casas de sus cimientos alcance a lavarlos. Los pobres de Macondo buscan refugio en unas tierras altas, propiedad del alcalde, que se enriquece vendiéndolas al municipio. Cuando el pueblo enloquece, el alcalde frena la maquinaria, descubre una victima (un Cordero): es Pepe Amador, sorprendido mientras distribuía volantes en favor de los guerrilleros. El muchacho es torturado y ajusticiado sin que el pueblo proteste. Una confusa noción de culpa colectiva aflige a la gente. Pero como el Coronel, aunque con un sentido inverso, el pueblo se sienta a esperar un Redentor. Nadie se atreve, por cierto, a imaginar que la redención yace dentro de ellos mismos.
Quizá la grandeza de 'La mala hora' depende de los cabos sueltos que flotan en cada página, de la libertad con que García Márquez trata de reflejar un microcosmos donde nada termina jamás, como en la vida, donde los episodios fundamentales pueden ser olvidados; donde los actos se yuxtaponen, no se encadenan.
Leídas como una sola obra (y de hecho, así fueron concebidas), estas dos novelas mayores equivalen a un retrato tan profundo de América como el de 'Cien años': son una señal de que estos países antropófagos, desvelados por el sentimiento de su propia culpa, están habitados por criaturas miserables que provocan la condenación y por locos redentores que la borran. Como sucede en las teologías, en las epopeyas y en el corazón de cada hombre (Sudamericana, 1968; 92 páginas y 150 pesos el primer libro; 206 páginas y 250 pesos "La mala hora").

 


Del lado de la vida
Rene Char: Antología
—Con la aparición de 'Las flores del mal', de Charles Baudelaire, m 3.857, la poesía de Occidente inició una aventura que no parece destinada a desaparecer, Porque a partir de ese libro —y, fundamentalmente, de la obra posterior de Rimbaud y Mallarmé—, la poesía abandonó la celebración o el dibujo del mundo, la enunciación de sentimientos y las efusiones épicas; se hizo consciente de sí misma, devino método de conocimiento. Esa actitud no apareció, por supuesto, como un injerto repentino, pero puede situarse sin dudas en la segunda mitad del XIX francés, y asociarse a esos nombres: desde la pintura al cine, todas las artes recorrerán en el siglo siguiente el mismo proceso, y arribarán a la disolución de sus límites a causa justamente de la reflexión sobre esos límites.
El paso siguiente parece inevitable: toda toma de conciencia supone una moral, y el humanismo surrealista se encargará de proveerla. Sin embargo, los ejercitantes extremos de esa moral abjurarán de la metodología del surrealismo; por distintos caminos descubrirán que la verdadera militancia está reñida con las declaraciones de principios o con los juegos malabares del ingenio, esos fuegos de artificio.
Antonin Artaud, desde la instancia límite de la demencia, y René Char, desde el cultivo empeñoso y maniático de la libertad razonante, serán los mayores ejemplos de ese paso triunfal: uno, convertirá a la vida en la posibilidad última de la poesía; el otro, más modesto, se contentará con elaborar una vasta obra poética donde cada palabra estará del lado de la vida.
Acaso esta aceptación de su carnalidad, de la inmediatez de la palabra —como un ladrillo, un animal, un brote perecedero— sea en definitiva la clave de la grandeza de Char; la que lo coloca, junto a Guillaume Apolinaire y Paul Eluard, en la primera línea de los poetas franceses de este siglo, Char nació el 14 de junio de 1807, en Isle-sur-la-Sorgue, Vaucluse, una bellísima región de la Provenza, cuyo aire eglógico, mediterráneo, campesino, se convertiría en la atmósfera de sustentación de buena parte de su poética. Llegado a París en la juventud, era inevitable que se uniera al grupo surrealista durante una década (1928-38), y que bajo el signo de la asociación libre naciera la primera etapa de su poesía: es la que reunirá en 1934, en 'Le marteau sans maître', libro al que se agregará 'Moulín premier', en la reedición de 1945.
Si Char hubiese concluido allí su carrera sería, de todos modos, un creador respetable dentro de la cofradía surrealista: una esplendidez lingüística de primer orden, una desusada violencia en las imágenes, un sostenido tono esotérico —que frecuentaron Daumal y Vaché, y Breton persiguió en vano— eran sus brillantes atributos, Pero la intimidad de Char con su oficio recién comenzaba. Fueron necesarias dos experiencias atroces que lo tuvieron como actor —la Guerra Civil española, la Segunda Guerra Mundial— para que encontrase la voz que lo distingue de todos sus contemporáneos, la rotunda actitud ética con la que se anticipa veinte años a la preocupación de las vanguardias.
Es justamente de su experiencia en el ejército francés (donde alcanza el rango de capitán) y como francotirador del 'maquis' durante la Resistencia, de donde emergerá con una obra maestra: 'Feuillets d'Hypnos', páginas que fueron "escritas en la tensión, la cólera, el miedo, la emulación, el asco, la astucia, el recogimiento furtivo, la ilusión del porvenir, la amistad, el amor", y en las que Char adopta definitivamente la forma abierta, el ritmo que descansa en el período más que en el verso, el estilo sentencioso y, con frecuencia, la estructura del apólogo, características que sostendrán toda su futura poesía, y una buena parte de la mejor que se ha escrito en Francia o la Argentina en las últimas dos décadas.
Libro nutritivo, será también la columna vertebral de 'Fureur et Mystère' (1948), volumen colecticio que marca la distancia definitiva que lo separa de la aventura surrealista, "Abrazo para aquel que, emergiendo de su fatiga y de su sudor, se adelantará y me dirá: He venido para confundirte", o "Aquellos que miran sufrir al león en su jaula se pudren en la memoria del león", podrá escribir en 'Les matinaux', dos anos más tarde. Desde allí hasta 'L'age cassante' (1965: premio de la Crítica, al año siguiente), la parábola creadora de Char es una de las más fieles a si mismas que puedan citarse, con un perpetuo desarrollo en hondura y despojamiento., Deliberadamente sometido al 'engagement', alcanza a comprender, mucho mejor que los nombres mayores de la generación existencialista (incluido su amigo Albert Camus), que el más alto compromiso de un poeta debe establecerse con el lenguaje y desde el lenguaje; ésa es la bayoneta que lustra y afila todos los días de su vida, el arma que perdurará.
La tarea de verter a Char al español —sobre todo ante el hecho de ser ésta la primera traducción masiva de su obra que se edita en Argentina era ardua y compleja, y Raúl Gustavo Aguirre la realizó con honestidad y devoción. El húngaro Iván Fonagy (y con él casi toda la lingüística estructural) supone que el mantenimiento de los valores fónicos del poema en una traslación constituye la clave de su significado. Casi siempre es así. Pero cuando una poética está sostenida por una moral, es imprescindible que el traductor se fije las pautas de esa moral como punto de partida; que sepa que el lenguaje vive en ellas por la respiración de sus sonidos y por la de sus silencios: y Aguirre lo sabe como pocos (Del Mediodía, 1968, 196 páginas, 790 pesos), 
PRIMERA PLANA
25 de junio de 1968

BEST SELLERS (de esa semana)
FICCIÓN
1) La mala hora, por Gabriel García Márquez (Sudamericana)
2) El coronel no tiene quién le escriba, por Gabriel García Márquez (Sudamericana)
3) Paradiso, por José Lezama Lima (Ediciones de La Flor)
4) La vuelta al día en ochenta mundos, por Julio Cortázar (Siglo XXI)
5) La insignia roja del valor, por Stephen Crane (Troquel).
ENSAYO, POESÍA, HUMOR
1) El desafio americano, por J. J. Servan-Schreiber (Ziz-Zag)
2) La libertad y la violencia, Víctor Massuh (Sudamericana)
3) El Che Guevara, por Hugo Gambini (Paidós),
4) Mi amigo el Che, por Ricardo Rojo (Jorge Álvarez).
5) La Rusia de los Zares, por Maurice Paleologue (La Nación),
• Librerías consultadas: Atlántida, Buenos Aires, Casavalle, Clásica & Moderna, Del Colegio, El Ateneo, Fausto, Norte, Premier, Rivera y Santa Fe.

Mágicas Ruinas
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