LIBROS
La piedra filosofal
Oliverio Girondo: Obras Completas


Son siete libros, y por los peldaños de esa escalera cabalística se puede acceder a la más honda y alta experiencia poética que se haya realizado en la Argentina; a la aventura de lenguaje más extrema producida por la poesía en lengua española de este siglo. Sin embargo, mientras su autor la realizó —en un lapso de cuarenta años; los que separan la publicación de 'Veinte poemas para ser leídos en un tranvía' (1922), de la versión ampliada y definitiva de 'En la masmédula' (1963)—, pocos se detuvieron a considerarla: eligieron equivocarse, casi siempre, con el prodigio de su evolución formal; confundir esa tentativa única de hacer morder el polvo a los significados y los significantes con una coquetería, con el ejercicio exótico y solitario de un dandy.
No es casual, por lo tanto, que Oliverio Girondo haya cortado lentamente todas sus amarras con la literatura de su tiempo —y con sus representantes—, para renacer a fines de la década del cuarenta, rodeado de nuevos rostros de creadores, navegando majestuosamente hacia el trono de Príncipe de los Poetas Argentinos, que nadie ha podido arrebatarle desde entonces. Cuando murió —si puede usarse con él ese eufemismo—, el 24 de enero de 1967, hacía mucho que este hombre de 75 años había dejado de necesitar pruebas para la confirmación.
La esperada e imprescindible edición de sus Obras Completas viene ahora, en todo caso, a masificar el prodigio; a poner afuera con todas las letras las pautas de esa aventura; a divulgar una peripecia que demasiado tiempo fue alimento de capillas y dé iniciados, y ahora podrá asombrar a públicos más amplios.
No demasiado amplios, es claro. En principio, porque la poesía es impopular —y debe serlo—, y en segundo término porque pocos ejemplos mayores de selectividad podrían darse que la poesía de Girondo: sus lectores están aguardándola firmemente en el porvenir —ningún peligro hay de que no los encuentre, ya que ha nacido para siempre—, en una patria de lenguaje circulatorio que algunos hijos de Girondo ya comienzan a anunciar.

La vigilia y el viaje
Empieza con los Veinte poemas, cuando recién se largaba la tercera década del siglo, y Leopoldo Lugones colaboraba intensamente en empeorar la miopía poética de los argentinos. Parecía obvio que este libro admirable —como ocurrió con Calcomanías, en 1925— sólo fuera perdonado en nombre de la elegancia, recibiera elogios únicamente a favor de los prestigios del ingenio.
Releerlos ahora aventa, sin embargo, esas mediocridades; ya está en ellos el deliberado ultraje a la palabra y la intuición de sus limitaciones; y si el poeta no va más lejos en ese plano inquisitorio, es porque precisa encontrar la relación entre los objetos, probar la consistencia de los nombres antes de renunciar a ellos, esa mirada sobre el mundo que yace en los cimientos de cualquier poética mayor, y establece un aire de familia entre todos los signos escritos a lo largo de una vida.
El paso siguiente, en la construcción de su lujoso edificio verbal, es para Girondo consecuencia del anterior: la aplicación de la mirada, de regreso de los objetos, a la estructura de las sensaciones. Cuando publica Espantapájaros (1932) e Interludio (1934) —esa perfecta joya anticipatoria de la narración de puertas abiertas—el camino de ida y vuelta entre el sentido puesto afuera (para mirar, para oler, para tocar) y el sentido recuperado en sí misma (para tentar sus límites ante toda objetividad), está cumplido. "Abandoné las carambolas por el calambour ,—puede decir entonces en Espantapájaros—, los madrigales por los mamboretás, los entreveros por los entretelones, los invertidos por los invertebrados."
Cumplido el reconocimiento, ya no le queda sino tirarse de cabeza a su propio fondo, iniciar el viaje en ascensor hasta los sótanos de Oliverio, ese que ve y huele y oye como ninguno, ese que ha cortado sus puentes con la seductora posibilidad de admitir que tales excesos sean atributos de su genialidad, y se decide a darse vuelta para que las vísceras queden al aire y el pellejo sea el interrogador.
Cuando lo hace, cuando es su piel la que pregunta a su sangre, y el todo Oliverio se convierte en exposición, llega limpiamente a 'Persuasión de los días' (1942), una cumbre de los tirabuzones existenciales, la rotunda culminación de una poética.
Hubiera bastado ese monumento —veinte años de trabajo, cinco libros— para que Girondo fuera difícilmente superable. Pero la obra que lo convertiría en inmortal estaba aún de espaldas: secretamente venía habitando cada una de las páginas que llevaba escritas, pero se tomó su tiempo para elegir la estructura capaz de contenerla. Cuando llegó 'En la masmédula' (1956), el poeta llevaba diez años sin publicar; su última edición había sido 'Campo nuestro', un madrigal casi, un canto de amor que desconcertó a muchos, la última gratificación de una mirada que tenía ya la intimidad con la sabiduría.
Porque lo que propone 'En la masmédula', en definitiva, es la liquidación de la poesía en nombre de la poesía, la renuncia a toda temática que no sea el lenguaje, la sumersión en carne viva en el estercolero de las palabras para lavarlas de toda culpa, para restituirlas al mundo en estado de gracia prenatal. Para quien no fuera Girondo, ese viaje a los infiernos hubiese equivalido a un suicidio. Pero después de 'En la masmédula' se supo que no era así; que él había podido sentar a la belleza en sus rodillas, e injuriarla y hallarla horrible, pero en lugar de abandonarla a su destino le había proporcionado un nuevo cuerdo, una nueva violencia. De la que son deudores todos los que imaginan que el lenguaje, esa bomba de tiempo, es el único rostro visible de la verdad para los hombres (Losada, 1968; 482 páginas). 
[A. C]
PRIMERA PLANA
27 de agosto de 1968

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Girondo por Sábat
Girondo según Sábat

 

 

 

 
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