El fin de la Historia
Michel Foucault
Las palabras y las cosas


— Hace veinte años, un antropólogo belga, de regreso de un largo exilio en Brasil y los Estados Unidos, publicó un trabajo llamado Les structures élémentaires de la parenté. Los más avisados lo supieron desde entonces, pero fue necesario que el propio Claude Lévi-Strauss, su autor, colocase la bomba de tiempo de 'El pensamiento salvaje', en 1962, para que nadie pudiera disimularlo: el humanismo había sido apuñalado por la espalda; su último abanderado —Jean-Paul Sartre— emplearía desde entonces todas sus energías para confortarlo en la agonía.
Pero el estructuralismo, incontenible, saltó por encima de esas defensas, y se derramó sobre casi todas las disciplinas del conocimiento: si, en efecto, las estructuras y no los individuos protagonizaban la historia, si la historia misma era una ilusión producida por un corte hecho, más abajo o más arriba en un espectro en movimiento, parecía forzoso replantear todo de nuevo, indagar en qué medida las llamadas "ciencias humanas" eran algo más que un artificio brotado de la hipertrofia del hombre en su relación con el universo.
Ese chequeo minucioso, en un creciente esquema interdisciplinario, fatiga en estos momentos a decenas de intelectuales y especialistas. Michel Foucault, un profesor de filosofía de Clermont-Ferrand, de 39 años, decidió hacerlo por su cuenta. Ya había deslumbrado a la crítica con dos libros anteriores (Histoire de la Folie à l'âge classique, 1961, y 'El nacimiento de la clínica', 1963), pero esos no eran más que los escarceos para lanzarse a una tarea descomunal: nada menos que llevar a sus últimas consecuencias los aportes que Lévi-Strauss, con su conmovedora humildad, había confinado a la investigación metódica y lenta de la antropología. "Una arqueología de las ciencias humanas", como él mismo la definió, capaz no sólo de arrasar con ellas, sino de conjeturar la muerte del hombre y el fin de la historia.

El centro del centro
Curiosamente, este campeón del antihumanismo necesitó para consumar su ordalía de un atributo común a los grandes individualistas: una erudición casi sin límites, que debe tener pocos paralelos contemporáneos; una inteligencia tan lúcida y veloz, que es como un crédito interminable a favor de los hombres. Si el género humano se extralimitó en su narcisismo antropocéntrico, es sin duda a causa de que algunos de sus representantes —como Foucault— le hicieron creer que era capaz de convertir en luz todo lo que tocara.
La fiesta comienza en el lenguaje —con Foucault, el estructuralismo encuentra su poeta—, una ceremonia que no tiene fisuras a lo largo de las casi cuatrocientas páginas del libro. Con todo, eso no es más que la primera capa de piel de una cebolla inagotable: en primer término, porque el propio texto contiene una crítica del "ser del lenguaje" —de sus límites y sus traiciones; de su especificidad relativa conseguida a costa de la pérdida de su inocencia, después que Babel forzó a desdoblarlo en significados y significantes—; en segundo lugar, porque es a nivel de otros lenguajes —la clasificación y el intercambio, esas gramáticas de las ciencias naturales y de la economía— donde el libro reacciona contra el lector, y arma sigilosamente su golpe de furca a las placenteras nociones de historicidad y evolución.
Desde el comienzo (cuando Foucault destruye la dicotomía orden-desorden, poniendo en duda los criterios de verdad de toda metodología) se sabe que por delante se extienden arenas movedizas: que están allí para tragarse al hombre, es menos una afirmación que una insidiosa resultante de las pruebas que el autor acumula desde todos los frentes imaginables. Así, el aparente oasis que se abre entre el prefacio y el capítulo dos (un análisis de 'Las meninas' que hace renacer, prodigiosamente, un tema que parecía muerto por saturación) no es más que una zancadilla maestra para evitar pérdidas de tiempo: si se acepta que los siglos XV al XVII agotaron las pautas de la pura representación, se está en buenas condiciones para comprender el pasaje violento (para Foucault, prácticamente sin transiciones) que entre el Iluminisino y las primeras décadas del XIX cambiará la concepción del Universo. Al punto de que nos resulta imposible reconstruir una continuidad histórica, volver a pensar el mundo de ese modo: a menos que, propone Foucault, renunciemos a toda tentativa diacrónica en beneficio de una arqueología del conocimiento.
"Está permitido esperar —planteaba Lévi-Strauss en Anthropologie structurale— que la antropología social, la ciencia económica y la lingüística se asociarán un día para fundar una disciplina común que será la ciencia de la comunicación." El común denominador del trueque —matrimonios, bienes y servicios, emisión y recepción de mensajes— alienta la profecía; el mismo esquema (las ciencias naturales ocupan obviamente el lugar de la antropología, en un análisis del siglo XVII) le sirve a Foucault para desconfiar del futuro: la falta de funcionalidad de las "ciencias humanas", su desarraigo de una estructura que las justifique, bastan para asegurar su cercana extinción.
¿Qué quedaría en pie? El "triedro epistemológico", una de cuyas caras atendería a las ciencias matemáticas y físicas, otra a la biología, la economía y la lingüística, y una tercera a la filosofía: estarían fuera de toda posibilidad de salvación la psicología, la sociología, por supuesto la historia, todas las disciplinas "antropologistas" colocadas, según Foucault, en los intersticios del saber, haciendo una vida vicaria a costa de la ciencia (y hasta vampirizante).
Parece lógico que una propuesta tan revulsiva haya tenido enemigos acechándola desde la cuna: si Tel Quel o La Quinzaine Littéraire quemaron incienso para celebrar su aparición, Sartre no vaciló en condenarla como "la más reciente astucia sutil que la burguesía ha inventado en busca de una ideología". Más graves parecen los reparos de Jean Piaget, quien la condena desde el estructuralismo, y afirma que Foucault "confió en sus intuiciones, y sustituyó la metodología sistemática por la improvisación especulativa".
Una cosa resulta evidente de esas polémicas: se puede discutir este libro, pero no se puede ignorarlo. Best-seller inaudito en Francia, es probable que repita la proeza en esta primera edición en español. La clave está, sin duda, en la pérfida fascinación del pensamiento de Foucault: la ciencia, la poesía y la ficción se reúnen aquí en una sola propuesta prospectiva. No parece probable que quien entre en el juego se anime a abandonarlo sin plantearse todas las incógnitas (Siglo XXI, México, 1968; 375 páginas, 1.370 pesos). [A. C] (posiblemente el autor de la crítica sea Alberto Cousté)
24 de diciembre de 1968
PRIMERA PLANA

Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 

Foucault
Foucault según Sábat

Michel Foucault
Michel Foucault