Poesía argentina: Di tu palabra y escóndete

Il piú sublime lavoro della poesía è alle cose insensate dar senso e passione.
Giovanni Battista Vico
Poesía argentina
La poesía argentina nunca se caracterizó precisamente por tener grandes figuras o poetas que sobresalieran o emergieran sobre el conjunto, en forma estruendosa o notoria. La ausencia de los Darío, de los Vallejo, los Neruda o los Drummond de Andrade hizo pensar muchas veces en la imposibilidad de una poesía argentina con verdadera dimensión representativa, concepto despectivo que comparten algunos poetas y ensayistas excesivamente autocríticos y pesimistas. Pero es indudable que el itinerario recorrido demuestra que la cantidad y la profusión —signos también evidentes a lo largo de cien años— no impidieron ciertos logros cualitativos y la aparición decisiva de algunos poetas considerables y valiosos, como puntos clave de un movimiento creador y panorámicamente exhaustivo que se destaca con bastante claridad dentro del ámbito de las letras latinoamericanas.
La pregunta, sin embargo, lo tomó de sorpresa. ¿Existe verdaderamente una gran poesía argentina? Pensó apenas unos segundos, tres, a lo sumo cuatro; luego una sonrisa le cruzó la cara. "Sí, claro que sí", repitió Juan Gelman (41 años), como asegurándose de la afirmación. Después se animó a dar algunos nombres: Raúl González Tuñón, Oliverio Girondo, Juan L. Ortiz. Era tal vez sugerir poetas para comprobar el axioma. La segunda pregunta no tenía nada de pregunta: ¿Sabe el poeta Juan Gelman que los expertos, los críticos y muchos de los otros poetas lo consideran la mayor expresión representativa argentina de la poesía actual? Ahora Juan Gelman se puso demasiado serio, dijo "no",
pero daba la sensación de que aquello le sonaba a un elogio accidental de un desmedido admirador. Cuando semejante ponderación no viene primeramente desde Europa, parece un exabrupto sin sentido, que resulta peligroso repetir o arriesgar en voz alta.
Desde su primer libro, Violín y otras cuestiones (1956) y que González Tuñón saludara con un prólogo entusiasta —"La poesía es una manera de vivir", definía aquella propuesta inicial de Gelman—, pasando por El juego en que andamos (1959), Velorio del solo (1961) y fundamentalmente Gotán (1962), el libro que marcó a gran altura el agotamiento de una tendencia poética y el punto preciso en el camino individual del poeta —el logrado equilibrio de una temática y una expresión—, hasta su reciente Traducciones III, en donde todo parece tomar dimensiones insospechadas, casi sorpresivas, y si se quiere un poco inexplicables, por el tipo diferente de altisonancia, la obra de Juan Gelman es un significativo testimonio de la misión de un hombre en el manejo de un idioma, que es decir, en definitiva, de una realidad como método y material de trabajo. La señalada ruptura entre Gotán y Traducciones III es concebible como continuidad de un itinerario en la propia confesión de Gelman: "En esos ocho años, escribí alrededor de 2.000 poemas, que desembocarían en Traducciones. Pero el grueso de todo ese trabajo no está publicado. De allí seleccioné 150 poemas; que recién dentro de unos días serán conocidos". Gelman se refiere al libro Cólera Buey, que saldrá a librería casi al mismo tiempo que Fábulas, justamente su más cercano trabajo, posterior a Traducciones III.
El rompimiento, a través de la tarea de esos años, traía sus riesgos inevitables: Cólera Buey —definida como furia estéril; ni toro, ni vaca, sino buey— debía conducir al insight poético, pero mediante la agudización de una desesperanza y la agonía de una expresión. En cualquiera de esos poemas, —aún no difundidos— se compendia y respira la atmósfera de la crisis, de la oscura y melancólica visión del poeta:

CASOS
Los dos amantes que suicidáronse ayer
en una cama del Hotel Benvenutti
no se calmaron se callaron y
están calientes todavía en la noche

sus largos besos últimos aún
se revuelven la boca el uno al otro
no se dejan en paz los pobrecitos
una especie de luz liga sus cuerpos

ya antes se habían tomado todo el trabajo de morir
y eso les va a durar para después
que firme el señor juez de instrucción
las actas del deceso los papeles
que irán poniéndose amarillos
al compás de otros huesos

Lo más notable —pero también lo más coherente-— resulta el paralelismo de su búsqueda como poeta con el desarrollo de un pensamiento socio-histórico, que fue cambiando y evolucionando con el tiempo, proceso del cual Gelman no reniega y admite en todas sus etapas, como lo demuestra una reedición —en un solo volumen— de sus cuatro libros primeros, en donde algunas composiciones demasiado politizadas con una determinada línea, hoy sin sentido para el poeta, no sufrieron modificaciones o reparos. "Eliminé ciertos poemas, es verdad —confiesa Gelman—, pero sólo porque eran malos." Quizás haya sido difícil remontar estos últimos diez años, pasar por una crisis que lo sacara, a su vez, de una poesía intimista, para abrirse paso dentro de una poética mucho más ambiciosa y trascendente, pero nada mejor que sus libros prontos a aparecer para medir la grandeza del sacrificio y los resultados conseguidos.
Edgar Bayley (52 años), desde hace tres décadas —los comienzos del arte concreto en la Argentina—, viene batallando contra el acostumbrado menosprecio de los círculos oficiales. En la vanguardia poética, muchos lo consideran el Apollinaire argentino. Su libro Realidad interna y función de la poesía (1966) y la constante militancia en revistas literarias lo muestran en una inquietud consciente y racional, de franca preocupación por la difusión y el destino de una generación que, como ninguna otra, elaboró la universalización de nuestra poesía, metiéndose hondamente en lo más intrincado del hecho creador. De sus libros de poemas, uno tal vez nunca llegó a librerías y es una pequeña joya —hoy buscada por muchos— que abarca un período de la labor del poeta (1944-1960); en La vigilia y el viaje se encuentran las claves y la precisa materialización de los novísimos elementos incorporados por Bayley a la poesía argentina.
"En su momento, el invencionismo —dice Bayley, su principal expositor teórico— tuvo como finalidad reconquistar un lenguaje poético; nunca fue una doctrina, en todo caso sí una revisión, por entonces, demasiado necesaria". La diferencia con el arte concreto, entre otras, residía en ese apoyo empírico que debe trasmutar el poeta en su poesía: el oficio del poeta "es posibilitar que el sueño, los hombres, las cosas, su condición y su acaecer individual se hagan presentes, con voz y autonomía, en el poema, integrándose allí en una estructura nueva". Pero no mediante una imagen representativa, sino a través del hallazgo de la "imagen pura creada". No se trata, entonces, de imitar los aspectos de las cosas, "sino seguir —como decía Huidobro— las leyes constructivas que constituyen su esencia y que les confiere la independencia de todo lo que es". La poesía, de esa manera, desarrolla la realidad y enriquece la vida.
Por aquellos años, el invencionismo se oponía —tal vez por esas cuestiones de grupos literarios— al movimiento surrealista, pero con el tiempo se apreciaron varios puntos de contacto, aunque todavía las diferencias son más evidentes en las palabras de sus representantes que en los hechos. Bayley, por su lado, ha seguido e insistido a fondo, fiel al pensamiento primero del invencionismo —la problemática de las relaciones de palabra a palabra, en la construcción de imágenes— con aquellas preocupaciones iniciales, pero tratando de extender el procedimiento hacia una unidad más amplia, una imagen como totalidad que abarque el contexto de todo el poema. Uno de sus poemas inéditos ilustra el camino que, en la actualidad, inquieta y motiva al poeta:

DEDICATORIA
dedico esta rosa la página prisionera
a la bella pizarra de ultramar
a pálidas astucias golondrinas promesas del narciso
dedico estas líneas este espacio este vacío
dedico la voluptuosa noche la sangre del anciano
el callado grito la pereza, el perverso insomnio
la luz cenital la buena muchacha y el sombrero del chivo
dedico dedico dono dilapido papeles infancia silencios y temblores
gasto mi abanico mis redes mis puertas cerradas
en desatinados pasos en renuncias y caireles
dedico un encendido caballo un padre una estrella una balandra
pero nada puedo contra el diamante y la sombra
contra el creciente topacio que devora mis días

Por encima de las disquisiciones teóricas, las razones ardientes de los poemas de Edgar Bayley —que son sus mejores argumentos— ejercen y representan uno de los mandatos insoslayables para todo trabajo futuro en materia de poesía, tarea que, a veces, semeja a un viaje sin olvido, de rescate y revisión irreductible.
Pero no todo es silencio en torno a los poetas argentinos. Alberto Girri (52 años) ha conocido los mejores halagos y ostenta, entre sus numerosos premios, la Faja de Honor de la SADE, el Premio Municipal, el Premio Nacional, el Premio Lugones y una ristra de medallas que lo colocan junto a los vates más laureados del país. "La poesía es la hazaña de la insensatez —declara el poeta—, por eso tiene grandeza. Ese objeto llamado poema debe ser revulsivo y recreado constantemente por el lector; mediante el choque de la lectura, el poema suministra datos que ponen en movimiento cosas en quien lo lee, aunque queda establecida, en ese acto, la primera contradicción ineluctable: aquello que ven sus ojos y aquello que ve su mente". La poesía de Girri trata de reflejar el desequilibrio de una unidad, la eterna oposición entre ser y no ser, la incongruencia de lo que hace el hombre y de lo que es. Para eso se vale de la herencia de la civilización occidental, a la manera .de Heliot, y construye una poesía aparentemente intelectualizada, a partir de los fenómenos artísticos que son los elementos y la carnadura de sus poemas. "El uso de los hechos culturales es porque la letra es, en definitiva, espíritu." Lo importante consiste en no escamotear el mundo con embellecimientos falsos: la poesía se transforma así en crítica de la vida.
La irreductible lucha de los contrarios signa los propósitos estéticos de Girri —"más la existencia que la belleza"— y se hace constante a través de todos sus libros, de una obra copiosa y uniforme que parte de Playa sola (1946) y que luego reafirmará con entregas tan importantes como Coronación de la espera (1947), La penitencia y el mérito (1957) y La condición necesaria (1960), entre tantos otros títulos. Frente a las intenciones racionalistas (especialmente hegelianas), la poesía de Girri denuncia un mundo en donde los contrarios son inconciliables. Cualquiera de sus poemas, paradójicamente, puede servir de arte poética, aunque éste —aún inédito— ennoblece la más fecunda manera de explicar su singular aventura:

EL SENTIDO, MAS QUE LA BELLEZA DE LAS MANZANAS
Perennes cosechas
cubren los suelos,
y por remoto, vigente hábito,
comparable al de pelar una uva,
cortar un cabello,
los dientes no dejan de morderlas,
sólo que ya excesivas mudanzas
acontecieron desde las bíblicas manzanas
que al enfermo de amor curaban,
desde la manzana de Newton,
y la que Cezanne lustró
y eternizó para asombrar
con que la íntima realidad de las manzanas
no cuelga de ningún árbol, no cabe
en la escrupulosidad naturalista,
y los que todavía se consagran a pintar manzanas,
a demostrar con manzanas
irrefutables leyes físicas,
son envueltos en sarcasmos,
y quienes las comían
libremente, confiados
en que una manzana cada noche
aleja de males, soportan pesadillas, temblando,
y se provocan úlceras,
malsanas obesidades,
alergias y depresiones,
tal como se suele dar
en el comportamiento de los animales en cautiverio.

La misión de Alberto Girri revitaliza la tendencia a expresar la dolorosa realidad de la conciencia frente a la materia y busca, por encima de todas las cosas, "no dorar la píldora", patentizar la perpetua contradicción del hombre y la naturaleza, a través de un medio también irreducible: la poesía.
Enrique Molina (1910), por el contrario, ha transformado el lenguaje en un código de imágenes. Esta poesía —ha dicho el peruano Julio Ortega— se propone como visión de un primer día de la realidad. Emparentado con el surrealismo, Enrique Molina definió su posición con palabras si se quiere agresivas y desmitificadoras: "Si la poesía deja de ser una actitud total, una fórmula de cazadores de cabezas confabulados en la peligrosa tarea de recuperar la pureza esencial de la vida, si no encierra en su seno todas las potencias del amor, de la revolución, y no es absolutamente incompatible con cuanto signifique servidumbre, domesticidad, convivencia, arribismo, acaba por verse reducida al simple manipuleo litúrgico de restos fósiles retóricos, a la composición de elegantes sonetos o de cualquiera otra de esas banalidades decorativas elaboradas por el ocio y la cobardía".
El poder y las posibilidades del poeta y la poesía se constatan fragorosamente en un poema de un próximo libro, en donde la magia concibe, a partir del cofre hechizado —en este caso algo más vulgar, un simple cajón— una sucesiva extracción de imágenes que, poco a poco, llega a la totalidad del mundo:

REALIDADES PARALELAS
Un viejo cajón con una naranja podrida
arrastrado por la corriente del Tigre
generó misteriosamente la imagen
de un ataúd lleno de frutas instalado con
viejas coronas en una sala-invernáculo para desfile de modelos
y rodeado por gentes prodigiosas
en una sofocante atmósfera de calor
donde el dorso desnudo de las mujeres
desprendía luces remotas pero fascinantes
hasta la irrupción
de una suelta de mariposas negras que bien miradas
eran la cabellera de una mujer
la última hoja del día con un brillo sombrío
la desconocida que la calle con un aletazo
lanza a tu encuentro un instante con rostro fantasma
el nudo del estrangulador alrededor de tu cuello
la deslumbradora amenaza
la belleza del mundo

Los siete libros de Enrique Molina —y una antología bajo el título de Hotel Pájaro— son, a su vez, un itinerario inigualado de invocación mítica, y en donde la poesía alcanza planos increíbles, regiones ignotas, que la vara del poeta va iluminando, a medida que las palabras verbalizan una realidad inimaginable o irreal hasta el momento en que esa primera mirada la convierte en verosímil.
En nuestro medio, lo que podría titularse como un grupo definidamente surrealista se núcleo alrededor de Aldo Pellegrini, poeta y teórico de un movimiento que asoció, entre otros a Carlos Latorre, Julio Llinás, Juan José Ceselli, Juan Antonio Vasco, Enrique Molina y Francisco Madariaga. Sin embargo, tarde o temprano, muchos de ellos fueron rechazando el rótulo que los encasillaba con la tendencia.
"Yo no soy surrealista —responde Francisco Madariaga—, soy un aliado, eso sí, y creo que tengo muchos puntos comunes con los poetas surrealistas. Me considero, en cambio, más bien un expresionista. Me ubico a ras del horizonte: es el límite de equilibrio mío." Francisco Madariaga (43 años) invierte el desenlace de la actitud surrealista, partiendo de la propia magia de la realidad indoamericana —como él gusta señalarla—, y logra así verdaderos cuadros goyescos, en donde el hombre, el paisaje y las costumbres se transforman en la esencia y la expresión de la poesía misma. Le interesa proseguir especialmente un camino allanado por la tradición poética americana: "Echarse a andar más que nunca por los caminos, por todos los caminos, incluyendo los antiguos Caminos Reales, que aún subsisten en la América ingenua".
Para Madariaga, la poesía latinoamericana debe estar aligerada de la crucifixión, debe ser esperanzada y expresivamente lírica y realista. En un poema de un libro inédito, Enterraciones en los llanos, exterioriza su actitud y los fundamentos emocionales de la propuesta:

RIOS ROSADOS
No te he olvidado, mi color de la poesía.
No he olvidado tu casa de manteles acuáticos vareados por el agua
los rodeos de ganados criollos proyectándose en el cielo,
ni la bruja del caballo roano en la alborada de gritos salvajes y palmeras.
Oh nuevo resplandor del horizonte,
la imagen ya de mí no necesita, pero yo necesito de la imagen del fuego destructor
de la ignorancia.

Quedan planteadas, de esa manera, las disidencias, aunque en un tono casi personal y dentro de un marco de práctica poética, aún no muy debidamente teorizado en un plano de discusión ideológica: "La belleza no existe como meta a lograr en el impulso de espíritu salvaje de los poetas —acentúa Madariaga—, la rastreadora es la belleza, la acopladora y compañera más delicada, heredera de las hadas primitivas que contrabandeaban todos los tesoros creadores y favorables para el amor". Desde allí levanta y poetiza sus desavenencias, sus rumbosas explicaciones estéticas, el destino de sus invocaciones: "Hadas contrabandistas y liberadoras que renacen en América, hadas de la belleza caliental, ojal, bocal, alumbral, corazonal, de la belleza sexual del espíritu, de la belleza political, frutal: las generosas crueles de verdadero sueño y coraje terrestre, que se peinan siempre del lado del amor, de la destrucción-construcción y de la libertad".
Los libros de Madariaga —quizá ligeramente transitados por los lectores argentinos, como suele suceder en estos casos— son: El pequeño patíbulo (1954), Las jaulas del sol (1960), El delito natal (1963), Los terrores de la suerte (1967) y El asaltante veraniego (1968). Una obra deslumbradora que lo coloca entre los más importantes poetas argentinos contemporáneos, un verdadero pedestal que lo impulsa hacia objetivos aún más ambiciosos y alentadores.
Destino de la poesía argentina que, según otro poeta de la misma generación, Alberto Vanasco (46 años), está estrechamente unido a una rebelión temporal e histórica claramente definida: "La poesía latinoamericana no puede callar los males que nos aquejan". Admirador de Keats, Rimbaud y Dylan Thomas, el escritor argentino fue reuniendo sus poemas en dos libros mayores, Ella en general y Canto rodado, al mismo tiempo que realizaba su experiencia novelística, por la que se lo reconoce habitualmente. Tal vez ninguno como Vanasco respetara los nuevos aportes de la poética de vanguardia y elaborara una poesía concreta, buscando el equilibrio o justo medio de una expresión en donde el lenguaje no se transformara en otro vehículo alienante y mitificador, sino en un medio de comunicación puro y pleno, herencia que, entre otros, legara Oliverio Girondo, el verdadero punto de arranque de la poesía contemporánea argentina.
"Desde un primer momento —señala Vanasco— me di cuenta de que todo poema moderno es el resultado del justo equilibrio entre la mayor ruptura posible del lenguaje y la mayor cantidad posible de realidad captada por el poeta. Por eso, traté siempre de llevar uno de esos términos —la realidad como contenido del poema— a la exasperación, es decir, al límite máximo de tensión, para experimentar hasta dónde el lenguaje poético toleraba esa carga sin concesiones de ninguna clase. De otro modo, la poesía moderna resultaría inútil e injustificable." La misión, pues, entronca decididamente con una postulación humana y social, con plena conciencia de los límites y los alcances de la especificidad de la poesía.
En su "Arte poética", Vanasco define y propone las fronteras y el sentido de la utilidad estética:

Si el poema no sirve para imponer al nombre de las cosas
otro nombre y a su silencio otro silencio,
si no sirve para hender el día
en dos mitades como otros dos días relucientes
y para decir a cada uno
lo que cada uno quiere o necesita
o no se ha dicho nunca a sí mismo.
Si el poema no sirve para que el amigo o la amiga
entren en él como en un amplio recinto
y se sienten a conversar largamente con un vaso de vino en la mano
sobre las raíces del tiempo o el sabor del coraje
o de lo que tarden en llegar este año los fríos.
Si el poema no sirve para quitarle el sueño a un canalla
o ayudar a dormir al inocente,
si es inútil para el deseo y el asombro,
para la memoria o el olvido.
Si el poema no sirve para hacer del que escucha
un fanático
que el poeta se calle.

En verdad, esta apasionada creencia de Alberto Vanasco —que reconsidera la fructuosidad humana de la poesía— simboliza, en el fondo, un severo desafío y una inmediata advertencia a la poética actual, ahora preocupada, problematizada y cuestionada desde su propio ámbito, una de las maneras más lúcidas pero peligrosas de plantear su real existencia y efectividad. Desafío que determina, por supuesto, el grado de inquietud y sensibilidad de un momento histórico especialísimo, del que la poesía y los poetas —mal o bien— también forman parte.
La falta de un Vallejo o un Neruda en la poesía argentina no sólo se explica por una mera razón biológica sino, además, por coordenadas culturales e históricas tan atendibles como aquélla. Ausencia, por otro lado, que no invalida toda una tradición de verdaderas implicancias. Habrá que precisar, sin embargo, un arriesgado detalle crítico: la evaluación de una gran poesía no se constata a través de un gran poeta. Más aún, un gran poeta no siempre ratifica la existencia de una gran poesía, tal por ejemplo el caso del nicaragüense Darío y el mediocre ambiente de su época. No obstante, es dable pensar que el desarrollo y la tradición poética de un idioma —sumado a la incorporación de claves antropológicas no muy distantes (en Darío, la asimilación de la poesía francesa)— bien pueden condicionar la aparición de una figura representativa por excelencia, el punto en donde algo termina y en donde algo comienza, la explosión verbal del espíritu de un pueblo mediante una revolución personal llamada poesía, una de esas tantas revoluciones posibles todavía, aunque no muy considerada por la mayoría de los hombres o la historia grande.
Las pautas culturales —colonizadoras en América latina— hicieron perder muchas veces el dominio del pie sobre la tierra de este continente. Porque también corresponde a los argentinos el no haber estimado o valorado nunca, en una incentivada medida, a poetas como Olegario Víctor Andrade, Baldomero Fernández Moreno, Evaristo Carriego, Horacio Rega Molina o Nicolás Olivari, por dar sólo cinco nombres, que —quizás por lo apuntado— no pudieron llegar jamás a entronizarse a la altura de un Darío (él, precisamente, que recibió el espaldarazo de los porteños), aunque los cinco, cada uno en lo suyo, formaran parte del itinerario de una gran poesía.
¿Acaso la soberbia lira de don Oliverio Girondo debía guardarle alguna envidia a la de un García Lorca? El desequilibrio de la repercusión de ambos poetas en la Argentina dice que todo es posible en un país incapacitado aún de mirarse en sí mismo: o tal vez porque Oliverio no fuera al menos español o tan siquiera fusilado. Lo que demuestra que la poesía responde también a causas mucho más profundas —desde su elaboración hasta su ingreso a la cultura de un pueblo—, imposibles de resolver o explicar a través de la poesía o hablando de ella en una nota expositiva.

Sería injusto no citar, pese a lo temerario de omitir otros tan o más importantes, a poetas como Calvetti, Urondo, Aguirre, Giannuzzi, Juárróz, Bustos, Castilla, Azcona Crowell, Trejo, Pizarnik, Bignozzi o la presencia viva de patriarcas como Tuñón, Ortiz, Borges, Molinari, Portogalo, Bernárdez, o la sangre nueva y parricida de innumerables poetas jóvenes que, entre una infinidad de reservados artesanos, constituyen el vasto panorama actual de la vapuleada y marginada poesía de nuestro tiempo. Agrupar seis poetas, tan diversos y a veces contradictorios entre sí. en una sola nota, tiene como primer argumento el sintetizar los matices y los desvelos de la poesía contemporánea argentina sus posibilidades y alternativas; registrar v rastrear, en definitiva, algunos de los aspectos y de los hombres que hacen actualmente a la gran poesía argentina, pese a tanto silencio, negación u olvido.
Juan Carlos Martini
Revista Confirmado
16.06.1971
Poesía argentina

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