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1969
EL FIN DE UNA DECADA
Cualquiera tiempo pasado fue
mejor.
Todavía hay quienes repiten, convencidos,
los melancólicos versos de Jorge Manrique. Como si fueran una verdad
inexpugnable, una doctrina infalible, algo más que el dolor de un hombre
sin esperanza. Pero, ¿cómo creer hoy en la amargura de ese lamento? ¿Qué
pasado no está hecho de presentes que no acaban nunca? ¿Existe, en
realidad, el pasado?
El sábado 27, cuando Lyndon Baines Johnson explicó por televisión las
razones que lo movieron en 1968 a no buscar un segundo mandato
presidencial, sólo los historiadores —o quizá los arqueólogos— prestaron
oídos a las declaraciones de este abuelo texano. ¿Quién se acuerda de
Johnson, salvo él mismo? Parece que fue ayer, suelen decir los seres
humanos para metaforizar sobre la dictadura del tiempo, o la voracidad
de sus propias vidas. Y, en verdad, fue ayer, hace apenas diez años:
entonces se iniciaba la séptima década del siglo, la más inaudita, la
más valiosa, la más contradictoria, la más alarmante.
¿Es posible admitir que las anteriores superan a ésta que ya se esfuma?
De los 2.000 millones de habitantes que pueblan el mundo, ¿cuántos son
capaces de destruir la "civilización del consumo", sin olvidar a quienes
no la conocen sino de nombre? No han logrado sujetar su avance los
puritanos y severos jerarcas del bloque socialista; Mao Tsé-tung debió
encender el corazón de los jóvenes y pagarles visitas a Pekín y
Shanghai, para quitar de China ese espantajo. En sus bastiones, sin
embargo, se alzan contra ella los que la heredaron de sus padres; y,
donde aún no ha puesto el pie o donde sólo es dominio de unos cientos,
inmensas multitudes le demostraron su cariño agachando la cabeza sobre
el surco y la máquina, lejos de los agitadores.
Ese vaivén caracteriza a la década del 60, que consolidó y repudió a la
"civilización del consumo". Los trasplantes cardíacos borraron la
frontera entre la vida y la muerte, las píldoras anticonceptivas
quisieron sofocar la explosión demográfica, la cibernética extendió su
ayuda al hombre hasta reemplazarlo (el computador de 2001 no es una
broma), la doctora Ana Aslan y el KH-3 renovaron los tejidos y templaron
la vejez; los cigarrillos se alargaron, las faldas ascendieron, se
decretó la agonía de Dios, dos terráqueos llegaron a la Luna como si tal
cosa, los sexos pasaron de dos a tres, de tres a cuatro, sin esfuerzo
ninguno.
Nunca antes la Ciencia y la Técnica conocieron un envión semejante;
nunca antes los medios de comunicación alcanzaron un desarrollo similar;
nunca antes las fuerzas económicas se adueñaron, en tal magnitud, del
trabajo, el talento, los recursos naturales; nunca antes la prosperidad
bañó así a tantos países. Pero, nunca antes, se desdeñó de la misma
forma la voluntad de los pueblos: la masificación fue la regla; el
individualismo, el respeto de las libertades y la justicia, cayeron en
un desuso que quizá no tenga parangón. El hombre viaja a la Luna, es
cierto: lamentablemente, sigue conviviendo a disgusto en su planeta.
EL PODER JOVEN
Es un ciclo eterno: la Ciencia dividió el átomo; para que su uso
pacífico contribuyera al progreso humano, fue necesario asesinar a
centenares de miles de humanos y borronear el Apocalipsis. Los
científicos, claro está, pertenecen al género humano; como los
gobernantes, los empresarios, los militares, los sacerdotes, los
sindicalistas, los intelectuales. Sin embargo, ¿quién puede enrostrarles
sus equivocaciones y tirar la primera piedra? Los jóvenes lo intentaron
en los años 60: ellos fueron, si no sus arquitectos, sus aprendices de
demoledores, sus protagonistas desencantados. No es para menos: su
acceso al bienestar ha crecido en las sociedades ricas, y su número
aumentó de manera rotunda.
¿Una prueba? Los Beatles. A riesgo de olvidar las figuras próceres, será
obligatorio convenir en que estos cuatro muchachos de Liverpool, que un
día de 1964 empezaron a ponerle música a su generación y al mundo
entero, encarnan el decenio con más derecho que las radios a
transistores, la guerra de Vietnam, los diseños de Emilio Pucci, los
aviones Jumbo. Encarnan, además, los mandamientos de la juventud
disidente: la iconoclasia, el cuestionar sin cese, el albedrío, el humor
y, ¿por qué no?, la poesía. No se equivocaron quienes advirtieron en las
algaradas parisienses de 1968 un reflorecimiento del surrealismo, de
aquel 'Lachez tout' que preconizaba Louis Aragón cuando aún no era un
beato del Kremlin. El odio suele ser una deformación del amor, la poesía
una revolución.
La década del 60 fue una década de revoluciones. No "sociales", porque
ése es un cebo de la izquierda y un fantasma que esgrime la derecha; en
síntesis, un taraceado argumento de bocacalle. Pero, en cambio, otras
revoluciones, que no dejan de ser sociales, pespuntearon los años 60: en
los campos del saber, las costumbres, la moral, la vestimenta, la vida
física y la espiritual, la rutina se quebró en pedazos. Para suscitar
una nueva rutina, se dirá; es posible, aunque ése sería un sencillo
juego de palabras: el hombre es una rutina con piernas. Pese a todo,
difícilmente se encuentre en lo que va del siglo un momento de
transformaciones tan súbitas.
El semanario norteamericano Time, al revisar estos dos lustros, opina
que sus hechos más significativos aparecen moldeados en el romanticismo.
Los jóvenes de hoy, como los románticos del XIX, "se rebelaron contra
una sociedad a la que consideran supernormatizada, supersistematizada,
superindustrializada. Como sus predecesores, se alzaron contra el
racionalismo porque destruye toda espontaneidad, y urgieron la libertad,
sin inhibiciones, de la emoción. Revivieron la fe romántica en la
naturaleza humana, y culparon a las instituciones de la sociedad por
corromper esa naturaleza".
Un escritor que nació y padeció en Rusia, Fedor Dostoievski, auguraba
así lo que sucedería cuando se plasmara el anhelo socialista de la
prosperidad universal: "Los hombres descubrirán que carecen de vida para
siempre, que les falta la libertad del espíritu, la libertad del deseo,
la personalidad; que alguien les ha birlado ese tesoro. Las gentes,
entonces, caerán en la depresión y el aburrimiento". Es una profecía
digna de ser aplicada a la juventud de los Estados Unidos, de Francia,
de Inglaterra, de Italia, de Japón, de la URSS. No sirve, en cambio, a
los africanos, los indios, los brasileños, los argentinos, los
vietnamitas.
El próximo decenio traerá un ajuste de cuentas: hacia 1980, los
muchachos que aún estremecen las calles de Roma o las de Nueva York
tomarán las palancas —al menos, las palancas inferiores— de sus
sociedades. Habrá de verse, en ese instante, si con ellas en las manos
persisten en su quimera de hoy o si, como sucede a menudo, rinden sus
convicciones en el altar de la responsabilidad, del que ahora pretenden
—con motivos comprensibles— apartar a la humanidad.
Les sobran motivos. En enero de 1961, al prestar juramento, John
Fitzgerald Kennedy sostuvo que "la antorcha ha pasado a una nueva
generación de norteamericanos". "No te preguntes qué puede hacer por ti
el país, sino qué puedes hacer tú por el país." En síntesis: el desafío
a las vetustas convenciones, el compromiso personal, eran las dos notas
sonoras de un himno a la vida, los dos temas de una liturgia recién
creada.
OTRAS VOCES, OTROS AMBITOS
Con el tiempo, y gracias a la demagogia, los observadores se empeñaron
en elegir a Kennedy, a Nikita Kruschev y a Juan XXIII como los pilares
del decenio. Y, sin duda, cada uno a su modo, cada uno con su edad,
buscó derrotar la sorda intolerancia que habían generado seis años de
guerra caliente y doce de guerra fría. El Papa, cuyo reinado se extendió
entre 1958 y 1963, abrió las ventanas de la Iglesia Católica a la luz
del día y a sus tempestades. Kennedy se inclinó por el orden mientras se
proclamaba aventurero; Kruschev prefirió la aventura, a la vez que
declaraba su adhesión al orden.
Los tres dejaron una huella profunda y, por eso mismo, una discusión
interminable. No caben dudas de que los tres fueron más allá de lo que
imaginaba el mundo; un mundo que Kruschev y Kennedy estuvieron a punto
de arrasar en octubre de 1962, durante la crisis de los misiles cubanos.
En aquella época, algunos observadores interpretaron la imprudencia
soviética —instalar armas atómicas a cien kilómetros de Miami— como una
jugada de ajedrez tendiente a que los Estados Unidos arrumbaran su gula
por la isla. Si la tesis es verosímil, se comprende por qué Kruschev fue
destituido en octubre de 1964, menos de un año después que Kennedy
perdiera la vida en una ruta de Dallas, asesinado vaya a saberse por
quién.
En todo caso, los episodios de octubre de 1962 redituaron una lección:
la vesania de un holocausto nuclear. En agosto del año siguiente, Rusia
y los Estados Unidos firmaban el Tratado de Moratoria; hace un mes,
ambos Gobiernos ratificaron el Acta contra la Proliferación de las armas
atómicas. Un teletipo (la llamada línea roja) une al Kremlin con la Casa
Blanca, también desde agosto del 63. La "coexistencia pacífica", al
menos la de los dos colosos, empezaba a cobrar sentido: Kruschev la
había definido y bautizado al iniciarse la década, en 1959, cuando
visitó los Estados Unidos.
El mundo, añaden los apologistas de ambos K, no sería el mismo si
Kennedy y Kruschev continuasen en el poder; tal vez no, pero eso no
significa que sus sucesores lo hayan hecho peor. Johnson llevó adelante
los grandes objetivos de Kennedy, aunque, eso sí, no tenía cocinera
francesa y le tiraba de las orejas a los perros delante de los
periodistas. Kossyguin, Breznev y Podgorny, que recibieron una Nación
humillada por Kruschev, acrecentaron el vigor económico de la URSS, sin
prometer, como su antecesor, que el comunismo sería una plena realidad
en 1970. En cuanto a Juan XXIII (que convocó el Concilio Vaticano II en
diciembre del 61), su obra halló un seguidor lúcido en Pablo VI: no ha
vacilado en salir de la Santa Sede para defender la doctrina de
Jesucristo, o en arrostrar la impopularidad para evitar que la Iglesia
Católica se vuelva una constelación de sectas, un templo abarrotado de
mercaderes.
El error está en suponer que Kennedy y Kruschev realizaron todo cuanto
anunciaban sus programas, que el aggiornamento de la Iglesia iba a
terminar, aun con Juan XXIII en el Vaticano, en un festín de Baltasar.
Sin embargo, la influencia de estos tres hombres fue decisiva, así como
su acción tiene mucho de apresuramiento. Sucede que éste ha sido un
decenio flexible, rápido: no parece exagerado ver en las reacciones de
la juventud —estudiantes, sacerdotes— el desengaño de quienes se
cansaron de esperar Ese mundo igualitario que parecía despuntar hacia
1960.
Las soluciones abundan. Un grupo de universitarios expulsados de
Berkeley, USA, en 1965, forjaron en San Francisco la religión de las
flores; los hippies pronto tomaban carta de ciudadanía en los cuatro
puntos cardinales. Otros eligieron las drogas, para viajar dentro de sí
mismos; hubo quien optó por las armas y las emboscadas, y quien entendió
que sentarse en la calle era un método más eficaz. En el fondo, toda
agresión a la sociedad burguesa —aunque proviniera de burgueses— valía
la pena: desde un traje de colorido chirriante hasta una ametralladora,
desde el pelo largo hasta la inmolación por el fuego. Es que los
líderes, como los valores que juraban respetar, se iban lentamente a
pique.
Los rusos lidiaban con los chinos, los coroneles griegos herían a la
democracia, el laborista Harold Wilson congelaba los salarios obreros,
las nuevas Repúblicas africanas (34 naciones se independizaron en esta
década) no zanjaban sus diferencias tribales, el Medio Oriente era un
polvorín consuetudinario, Franco sacaba de la manga a un Rey, Ulbricht
construía un muro en Berlín. Había que rebelarse contra ese mundo
híbrido y devorador, dislocar el arte, aferrarse a psicoanálisis, tomar
ejemplo de otros ídolos: Che Guevara, Patrice Lumumba, Camilo Torres,
Mao, Herbert Marcuse (los únicos ancianos tolerados; Charles de Gaulle
no tuvo la misma suerte), Stokely Carmichael, Andy Warhol, Rudi
Dutschke, Cohn-Bendit.
Y, sin embargo, esta mezcla dispar, esta experimentación constante, este
sube y baja, señalan la pauta del decenio. Los "años locos" son cuerdos
si se los compara con estos que hoy concluyen; acaso en 1979 se mire con
displicencia a la década del 60, si es que el hombre se embarca en rutas
aún más vanguardistas, si no contesta a los avances bruscos con un
conservatismo asustado. Mientras, no será una perogrullada ni una
cursilería felicitarse por haber sentido esta bocanada de Historia.
30/XII/69 • PERISCOPIO 15 • 77
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Kennedy, Juan XXII, Kruschev
Santo Domingo en 1965
Los Guardias Rojos de Mao: contra la civilización del consumo
Misiles rusos en cuba
Los Beatles: Música y poesía para diez años inolvidables
AMERICA LATINA
LARGO VIAJE A LA INDEPENDENCIA
En enero de 1959, un abogado de 31 años inauguraba la década para
América latina ; más que ningún otro líder, Fidel Castro Ruz ha
dominado el interés del continente, el ditirambo y la maldición.
Pese a todo, es uno de los tres gobernantes de entonces que aún se
mantiene en el poder (los demás, a su derecha: François Duvalier, de
Haití, y Alfredo Stroessner, de Paraguay).
Sin embargo, a nadie sino a la torpeza de los Estados Unidos debe
achacarse el definitivo encumbramiento de Castro; en enero de 1961,
Washington rompía relaciones con La Habana, y tres meses más tarde
el Presidente Kennedy apoyaba una invasión de gusanos organizada por
Eisenhower y Nixon. Bastaron esos dos actos para que el pueblo de
Cuba estrechara filas alrededor de su jefe y para que en las demás
naciones del Hemisferio su nombre sonara a diana libertadora.
Castro se declaró marxista-leninista e inició una revolución
financiada por el Tesoro soviético; expulsado de la OEA a comienzos
del 62, se lanzó a una política exterior suicida : exportar esa
revolución. Moscú debió llamarlo al orden luego de la crisis de los
misiles, fruto de los arranques insensatos de Kruschev. En octubre
del 67, cuando Ernesto Guevara cayó muerto en Bolivia, la guerrilla
latinoamericana —que tantos millones de dólares cuesta al Pentágono
en entrenamiento de oficiales y venta de armas— estaba ya sepultada.
De ahí en adelante, los discursos de Castro se volvieron menos
virulentos aunque no más breves; el dinero ruso quedó en la isla,
crecieron las posibilidades de un avenimiento con el sistema
regional.
Tres condiciones se exigen a Castro —cuyo Gobierno sólo lleva
relaciones con el de México— para que reingrese a la OEA: abjurar
del comunismo, quebrar su alianza militar con la Unión Soviética,
citar a "elecciones democráticas". No obstante, el futuro de Cuba
quizá se decida en Moscú o en Washington, o en ambas capitales a la
vez; ya ni el Departamento de Estado cree en las "elecciones
democráticas" y el comunismo no es un argumento de peso en los
asuntos internacionales.
Entretanto, el régimen de Castro enseñó a los norteamericanos que no
les conviene echar a los pueblos de América en otros brazos.
Sin embargo, fue necesaria una guerra civil, la dominicana del 65,
para que esta verdad resplandeciera con una luz aún más cruda. Ese
año; con el pretexto de "impedir una nueva Cuba", el Presidente
Johnson casi desencadena un nuevo Vietnam en Santo Domingo;
entonces, una mayoría de países del continente lo ayudaron, con sus
votos y sus soldados, a santificar la invasión a Santo Domingo. En
1969, Nixon debió apechugar con los revolucionarios peruanos, que
son militares de uniforme; y dos meses atrás, el mismo general cuyas
tropas acabaron con Guevara, lanzaba rayos y centellas contra el
imperialismo. ¿Cómo acusar de marxista-leninista a Alfredo Ovando
Candía?
En 1967, Johnson hizo el regalo de su presencia, en Punta del Este,
a sus colegas del Hemisferio; la Alianza para el Progreso ("sólo con
barba tiene suceso", cantaban en Brasil), ese sonajero inventado por
Kennedy, ya figuraba en el Museo latinoamericano. Johnson aconsejó
un mercado común, para desvalijar con menos problemas las economías
de los mestizos; menos armas, para que los Ejércitos fuesen Policías
obedientes; y mucha píldora anticonceptiva, para que estos
aborígenes no sean una amenaza insoslayable dentro de treinta años.
En 1969, los latinoamericanos respondieron con el Consenso de Viña
del Mar; Nixon envió a Nelson Rockefeller —entre sangre y fuego— a
empaparse de las cuestiones americanas, y el Gobernador rindió un
informe veraz y aconsejó algunas medidas innovadoras. Por suerte,
ahí está el Congreso para frenar cualquier reforma; los países del
Hemisferio no aprendieron todavía a no clausurar sus Parlamentos:
son organismos ideales para decir que no sin decirlo, para dejar en
suspenso los compromisos, como hacen los titulares de la Casa
Blanca.
No debe tirarse por la borda el lento avance de los pueblos
latino-americanos, en este decenio, rumbo a una mayor conciencia
nacional. Sería tonto valerse de las estadísticas, que suman 21
golpes de Estado y 60 cambios de Gobierno, para denostar los
esfuerzos de un continente que cambió su unidad y el vigor que ella
representaba, por una Independencia falaz. A fin de cuentas, esta
década vio ascender no sólo al castrismo y al "peruanismo" sino,
también, a dos Gobiernos demócratas cristianos (Frei en Chile, 1964;
Caldera en Venezuela, 1968).
¿Y la Argentina? Dos de aquellos golpes sucedieron aquí: en marzo de
1962 oficializaron la agonía de las ilusiones engendradas por el
frondicismo, y en junio de 1966 certificaron la defunción de un
sistema político oprobioso. La crisis suscitada en 1930 fue
ahondándose cada vez más; es fácil endilgar las culpas a los
militares y aplaudir el retorno de los civiles para añorar luego el
tiempo de los militares. Son los argentinos —de todas las clases,
profesiones y oficios— los responsables de que el país no salga del
círculo vicioso. Los años 70 le ofrecen, como al resto de sus
compatriotas del Hemisferio, la posibilidad de volver por sus fueros
y su grandeza, de consolidar por fin su Independencia, de restaurar
su unión.
30/XII/69 • PERISCOPIO 15 • 75
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