"Mataremos
a los bastardos papistas", aullaban miles de jovenzuelos protestantes armados con
ladrillos, bombas molotov y toda clase de objetos punzantes; "Madre de Dios,
lucharemos, lucharemos hasta el fin", respondían centenares de enardecidos
católicos, igualmente provistos de armas caseras presurosamente confeccionadas para
participar en una sangrienta escenificación del absurdo: la guerra político-religiosa
que sacude a Irlanda del Norte y cuyo trágico saldo es -hasta ahora- de nueve muertos,
514 civiles, 226 policías heridos y 185 personas detenidas, además de un desolador
reguero de casas incendiadas y comercios saqueados.
Parece un oscuro regreso al pasado medieval: una población de un millón y medio de
habitantes se gangrena por una discordia religiosa. Sin embargo, el hecho de ser papista o
antipapista designa aún hoy en Irlanda -como hace 500 años en toda Europa, cuando un
amplio sector de la Iglesia se insubordinó contra el Papa dando lugar al protestantismo-
los términos extremos de una disputa que asombra al mundo y desconcierta a tos
observadores desprevenidos.
El hecho es que después de una crisis que casi divide al actual partido oficial de
Irlanda del Norte (el Unionista, dominado por tos protestantes) y de un cambio de gobierno
precipitado por la decisión del primer ministro derrocado, Terence O'Neill, de
otorgar a tos católicos derechos civiles más o menos similares a los del resto de la
población, las viejas callejuelas de Belfast. la capital del país, y de nueve ciudades
se hundieron en el caos y la depredación.
LOS APRENDICES DE BRUJO
La cima de ese desbarajuste se alcanzó
el martes 12, cuando una enfervorizada multitud de más de 15 mil protestantes avanzó
sobre los suburbios .pobres de Londonderry, una de las pocas zonas de Irlanda del Norte
donde los católicos son mayoría. El pretexto para realizar la marcha no pudo ser más
explosivo: celebrar el aniversario de la derrota que sufrieran, ante las murallas de la
ciudad, en 1689, las tropas del monarca católico Jacobo II.
Exactamente a medianoche, una salva descargada por la "estrepitosa Marga"
(denominación de la vieja artillería emplazada en los muros de la ciudad) dio la señal
para el comienzo de las festividades. A esa hora, los católicos ya habían tomado sus
precauciones, cubriendo con planchas de madera las ventanas y las puertas de sus casas y
evacuando a los niños de los lugares más peligrosos. Pero todo fue inútil, hasta las
desesperadas exhortaciones a la cordura que lanzaron los líderes moderados de ambos
bandos. Cuando despuntó el día, un truculento redoblar de tambores retumbó en las
barriadas obreras y casi miserables de Bogside, habitadas por los papistas, prenunciando
la inminente llegada de tos "jóvenes aprendices", unos muchachones enfundados
en virulentos uniformes anaranjados que pretendieron remedar a las falanges homónimas
que, hace 280 anos, pusieron en fuga a las huestes de Jacobo II. Al son de acordeones,
flautas y clarinetes y con el telón de fondo de los macabros tambores, los cruzados
protestantes, a la cabeza de la manifestación, no trepidaron en penetrar en el centro
mismo de Bogside, lanzando burdas pullas provocativas contra los "miserables
católicos", quienes observaban a la desafiante columna parapetados en sus casuchas
desvencijadas mientras los consumían dos sentimientos peligrosos: temor y odio.
Entonces estalló el terror. Grupos de católicos extremistas, aleccionados probablemente
por el irascible IRA (Ejército Republicano Irlandés, una secta ultranacoonalista,
antibritánica y antiprotestante, proscripta en Irlanda del Norte), atacaron a los
manifestantes con barras de hierro y cascotes arrancados al pavimento, mientras levantaban
barricadas con toda clase de objetos para impedir que la columna prosiguiera su sangriento
paseo. El resultado inmediato, en materia de pérdidas humanas, no fue demasiado
aterrador: sólo seis personas heridas. Pero el cielo de Londonderry se ennegreció
súbitamente por el humo surgido de decenas de casas de católicos incendiadas por tos
protestantes, y la situación se tornó aún más detonante cuando se vio a las fuerzas
policiales ayudando -en algunos casos en forma indisimulada- a los anaranjados escuadrones
de los "Jóvenes aprendices".
Si bien tos sucesos de Londonderry no eran los primeros que estremecían al país, a
partir de ese día la crisis fue total, acaso como nunca en las últimas décadas, y
campeó la violencia sistematizada y el desorden total. Sobre todo en Belfast, en donde el
reducto católico de Hooker Street soportó una ofensiva combinada de extremistas
protestantes y policías: mientras los primeros prendían fuego sincronizadamente a todas
las casas de la zona, los agentes uniformados disparaban balazos rasantes contra los
inmuebles ocupados por los católicos. Hacia la tarde del viernes 15, ya seis personas
habían caído muertas y otras 42 lucían heridas de bala, mientras el distrito católico
de Falls Road, también de Belfast, se convertía en el epicentro de la guerra: miles de
fieles a la Iglesia de Roma trasformaban esa zona en una impresionante fortaleza armada,
ganando el control del área después de desbordar a la policía y de rodear el distrito
con grandes barricadas construidas con vehículos volcados, tablas de obras en
construcción y toda clase de desperdicios.
En otras zonas de la ciudad y en el resto de los seis condados azotados por los disturbios
resonaban intermitentemente los balazos disparados por ambos bandos, mientras las calles
se llenaban de escombros y ardían hasta las fábricas y los puestos sanitarios. Los
diarios advertían: "No salgan a la calle si quieren quedar vivos". Así y todo,
en cuatro días los muertos llegaron a nueve, entre ellos un niño de nueve años tumbado,
mientras estaba en su casa de Belfast, por los proyectiles de Belfast, por los proyectiles
perdidos de una ametralladora policial.
¡MUERA LA REINA!
¡MUERA EL PAPA!
Pese al anillo protector que habían
construido a su alrededor, los católicos refugiados en Falls Road no pudieron soportar el
asedio de los protestantes armados con fusiles automáticos. Lo cual provocó un
desesperante pedido, aparentemente absurdo: los papistas exigieron a gritos la
intervención de las tropas británicas, mientras vociferaban "¡muera la
reina!" (Isabel II, de Inglaterra) y "¡muera la policía protestante!";
enfrente, corroídos por un odio igualmente vetusto, los protestantes respondían
"¡muera el Papa!", "¡al diablo con el Papa de Roma!".
Una impresionante caravana de católicos, reducidos a la ruina, huyó a Irlanda del Sur,
la otra zona en que está dividido el país, independiente de Gran Bretaña y
mayoritariamente católica. Pero la furia era empedernida: los hombres llevaban a sus
mujeres e hijos hasta los campamentos que había instalado en la frontera el ejército
irlandés del sur, se despedían de ellos con un beso y luego volvían sobre sus pasos
hacia las barricadas y la pelea.
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Sólo cuando los primeros contingentes de 6 mil soldados
británicos (enviados después de nerviosas conversaciones entre el primer ministro
inglés Harold Wilson y su ministro del Interior, James Callaghan; ambos debieron
interrumpir sus vacaciones) llegaron al escenario del terror, los ánimos parecieron
aplacarse. Las fuerzas inglesas tendieron alambradas de púas entre las zonas beligerantes
y, aunque parezca paradójico, fueron recibidas con gritos y hasta sollozos de alegría
por parte de los católicos. Es que, en los entretelones de una discordia apresuradamente
calificada de religiosa, se disimulan las verdaderas causas del conflicto: una disputa
geopolítica entre Irlanda del Sur y Gran Bretaña por la posesión de los territorios de
Ulster (Irlanda del Norte).
Las raíces más hondas de este encono se remontan al siglo XVI cuando, para sofocar las
constantes rebeliones antibritánicas protagonizadas por irlandeses católicos, se
efectuó un "trasplante" de colonos ingleses y escoceses en la zona de Ulster,
otorgándoseles títulos de propiedad y una situación económica marcadamente superior a
la de los antiguos habitantes.En 1921 Inglaterra accedió a beneficiar con la
independencia a los territorios que habían conservado mayoría católica las cuales a
partir de esa fecha, constituyeron la República del Eire, en Irlanda del Sur. Pero los
seis condados norteños se negaron a separarse de los británicos y se les otorgó,
entonces, un régimen más o menos autónomo, bajo la protección económica y política
de Inglaterra. Naturalmente, los protestantes, que suman un millón, conquistaron el
gobierno, pero no se conformaron con esa hegemonía: instauraron un régimen electoral
mediante el cual sólo tienen derecho a voto los jefes de familia que posean bienes; de
esa manera, consiguieron discriminar a la mayoría del medio millón de católicos, que
constituyen el sector más pobre de la población, y a quienes se acusó de querer anexar
Ulster a Irlanda del Sur.
Hacia el fin de semana, la voz de Pablo VI se alzó para condenar la violencia.
Simultáneamente, Chichester Clark se reunía con los líderes de ambos bandos, en un
ambiente sobrecargado de tensiones. Con todo, un atisbo de esperanza afloró el lunes 18,
cuando protestantes y católicos formaron comisiones conjuntas para mantener el orden: fue
la primera demostración de fraternidad registrada desde que se desencadenó la insensata
ola de violencia. |