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Un acceso de ira le sobrevino al
comprobar que sus órdenes, en el sentido de mantener en absoluto secreto la ceremonia que
iba a desarrollarse, no se habían cumplido fielmente, pero no tuvo tiempo de
manifestarlo: el implacable protocolo lo atrapó desde ese instante, en la escalinata del
Palacio de Letrán, en cuyo interior el Papa Pío XI y su estricta comitiva lo esperaban
desde hacía unos minutos.
Ni la guardia fascista, ni los carabinieri, rindieron honores durante la visita del
Duce: habían sido suprimidos para no llamar la atención; se contentaron, más tarde, en
organizar a la creciente multitud para que no estorbara las entradas y salidas de
personajes por la puerta principal, en la que un solo portero cubría la dignidad de la
ceremonia.
Embutido en un raro uniforme, Mussolini ascendió hasta el segundo piso, donde lo
esperaba el diligente y activo Cardenal Gasparri, una de las figuras clave en las
negociaciones que culminaban esa mañana. Lúcido y ágil a pesar de sus setenta y siete
años, Gasparri salió al encuentro del Duce, y cruzó con él un prolongado apretón de
manos. La lectura de las actas no comenzó hasta las doce en punto, luego de la
presentación e intercambio de las respectivas credenciales: entonces, el Duce sugirió a
Gasparri convaleciente todavía de una enfermedad que permaneciera sentado,
aunque los restantes testigos de la lectura se ponían de pie. Luego de las firmas
mientras las campanas se echaban a vuelo y los estudiantes de Teología, reunidos en
el patio interior entonaban el Te Deum, el Cardenal obsequió a Mussolini la pluma
de ave con mango de oro que había servido para rubricar el acuerdo. El líder fascista la
aceptó complacido: "Será para mí murmuró uno de los mejores recuerdos
que haya merecido".
Al día siguiente, en una conferencia de prensa, Pío XI sintetizó mejor que nadie
los alcances del triunfo de la Iglesia: "Mi pequeño reino afirmó es el
más grande del mundo". La prensa de Italia y del exterior le daban la razón: con la
firma del Tratado de Letrán, que reconocía la soberanía del Estado del Vaticano
un pequeño y lujoso feudo de 144 hectáreas, la Iglesia Católica clausuraba
un pleito iniciado casi un siglo atrás, cuando las consecuencias políticas del poder
temporal del Papado la habían puesto en una de las situaciones más difíciles de su
historia.
La tormenta del temporal
El 16 de junio de 1846, Juan
María Mastai Ferreti era ungido en el sitial de San Pedro, con el nombre de Pío IX, para
suceder a Gregorio XVI. El cónclave demoró cuatro rondas antes de coincidir en su
nombre, hostigado por la corriente conservadora que acusaba a Ferreti de progresista. Una
de sus primeras medidas poner en libertad a dos mil presos políticos que se
pudrían en las mazmorras de los Estados Pontificios pareció confirmar esa
sospecha; una tracción de purpurados consideró que ese acto desautorizaba la política
intransigente de Gregorio, y favorecía las maniobras de carbonarios y francmasones.
En 1848. Roma ardía de radicalismo, y los militantes del Círcolo, azuzados por
Cicerauchio, incitaban al pueblo contra el poder papal, señalando la indiferencia de los
Estados ante el dominio austríaco en la península. La revolución del 8 de febrero
obligó a Pío IX a claudicar ante algunas presiones, pero persistió en su negativa de
declarar la guerra a Austria: el asesinato de su Primer Ministro, el Conde Rossi, el 15 de
noviembre de ese año, terminó sin embargo de debilitar su posición; al día siguiente,
el Quirinal era sitiado, y Palma, un prelado de la corte, muerto de un balazo en la
refriega.
Pío huyó entonces a Gaeta, en Nápoles, y Roma quedó en manos de los
insurgentes; la nueva República abolió el poder temporal el 9 de febrero del año
siguiente, aunque para fines de junio de 1849 el pontífice consiguió retornar a su sede,
apoyado por las tropas francesas al mando de Oudinot.
Los atributos temporales del Vicario seguían, sin embargo, en la cuerda floja. La
entrevista de Plombiéres, entre Napoleón III y Camilo Benso, Conde de Cavour, consolidó
la estrategia contra los austríacos, renunciantes a sus pretensiones sobre los Estados
Pontificios, luego del desastroso revés de Magenta: dos años más tarde, el 5 de abril
de 1861, Víctor Manuel II, de la casa de Saboya, se declaraba Rey de la Italia unificada,
y establecía su capital en Florencia, sin dejar de mirar a Roma, donde languidecía el
sitiado poder papal.
Superados, luego de casi una década, los pruritos franceses en relación a la
persona del Papa, Víctor Manuel ordenó al general Cadorna la toma de la anhelada ciudad:
al frente de cincuenta mil hombres, Cadorna entró en Roma el 20 de febrero de 1870, sin
encontrar resistencia de parte de los cinco mil zuavos:- se rindieron sin combatir a los
invasores.
Desplazado del Quirinal por el Rey, Pío se refugió en la villa de
Castel-gandolfo. El poder temporal había muerto, y la "cuestión romana"
entraba en un intervalo de 59 años.
El hombre del destino
El 6 de febrero de 1922, dos
semanas después de la muerte de Benedicto XV, el Cardenal Achile Ratti era elevado al
solio pontificio, bajo el nombre de Pío XI: curiosamente, seria el encargado, cuatro
años más tarde, de reiniciar las conversaciones que su homónimo no pudo llevar a buen
fin. El primer contacto entre las partes se realizó el 6 de agosto de 1926, cuando
Domenico Barone emisario de Mussolini se entrevistó con el doctor Francesco
Pacelli laico adscripto a la Santa Sede, y hermano del futuro Papa Pío XII
haciéndole saber el interés de Mussolini por reabrir la "cuestión romana".
Pacelli contestó que dos cláusulas eran imprescindibles como punto de partida: el
reconocimiento a la posesión de un Estado soberano bajo la autoridad del pontífice, y la
igualdad jurídica entre matrimonio civil y religioso.
Ante el asentimiento del Duce, las reuniones comenzaron a nivel estrictamente
confidencial: el Jefe del Gobierno había anticipado que la menor infidencia paralizaría
todo lo actuado, y se consideraría atentatoria contra la seguridad del Estado, condenando
al culpable a un destierro de por vida en las Islas Lipari. |
Pío XI "el reino más grande"
Il Duce en tiempos de triunfo
A las puertas del palacio de Letrán un obispo anuncia la novedad
Hacia fines de noviembre
cuando Mussolini aprobó por nota los progresos de las negociaciones, y el
Secretario de Estado Vaticano, Cardenal Pietro Gasparri, hizo lo propio en representación
del Papa el diligente Pacelli había soportado ya 129 entrevistas con el pontífice
por cuestiones de procedimiento, algunas de las cuales se extendían por cuatro o cinco
horas. Para esa fecha se había dado fin a un anteproyecto de tratado que contenía 16
artículos, extendidos posteriormente a 27 y cuatro piezas anexas mediante una serie de
enmiendas. Un año más pasó antes de que comenzaran las conferencias relativas al
concordato, y otros ocho meses antes de que los términos definitivos incluyeran también
los artículos de la convención financiera.
El 5 de setiembre de 1928, el Cardenal Gasparri consideró que todo estaba a punto
ya para iniciar las reuniones en el más alto nivel: dos meses después, el Rey Víctor
Manuel autorizaba a Mussolini para que en su nombre llevase adelante la firma del tratado,
el concordato y la convención financiera. Esta última que nunca llegó a cumplirse
totalmente reconocía el derecho de la Iglesia a percibir una indemnización, cuyo
monto se fijó en 1,750 millones de liras, por los ingresos que había perdido en los casi
sesenta años de hostilidad más o menos encubierta con el Estado. El concordato, a su
vez, reconocía al pontífice las prerrogativas inherentes a todo soberano, desde el
gobierno autónomo hasta la creación de un cuerpo de policía, un registro civil, el uso
de bandera, y la emisión de moneda y sellos postales.
Otras características del triunfo papal eran apenas menos impresionantes: la
facultad para nombrar Obispos sin consulta, la personería jurídica para las
congregaciones religiosas, la prometida paridad legal de los matrimonios religioso y
civil, la imposibilidad del divorcio, el feriado obligatorio en todo el país para las
festividades de guardar, la enseñanza católica obligatoria en todos los establecimientos
de enseñanza.
El manto de misterio que se tendió sobre la dilatada negociación sólo pudo ser
descorrido con lentitud luego de la ceremonia de Letrán. Se supo entonces que el texto
del acuerdo había sido impreso en el Vaticano, por operarios a los que se mantuvo
prisioneros hasta días después del 11 de febrero, y que el Papa había corregido
personalmente todas las pruebas de imprenta: "Hay casos en que la presencia o
ausencia de una coma le comentó a Gasparri puede modificar todo el
contenido".
Dos días después de la firma, durante las celebraciones del medio siglo de su
ordenamiento sacerdotal, Pío declaró refiriéndose a Mussolini: "Nosotros también
hemos sido muy favorecidos: se necesitaba un hombre como el que la Divina Providencia puso
en nuestro camino". El Duce aprovechó demagógicamente esa debilidad, para acuñar
una muletilla que lo definía como "el hombre providencial", y que contaba nada
menos que con el respaldo de la infalibilidad pontificia.
En Buenos Aires, la creación del Estado Vaticano fue recibida con algarabía.
Entre manifestantes espontáneos y declaraciones de la jerarquía eclesiástica, la de
monseñor Gustavo Franceschi alcanzó acaso a sintetizar el acontecimiento; "Una
nueva tempestad ha capeado la barca de San Pedro dijo: la borrasca pasó y la
barca sigue navegando incólume, como lo hará hasta la consumación de los tiempos". |