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crónicas del siglo pasado

REVISTERO

La España de Franco
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El haz de cinco flechas de la Falange a la entrada
de Belchite, un pueblo que mantiene intacta la
la imagen de la guerra: el pasado

Revista Siete Días Ilustrados
1969

 

 

Las explosiones estallan a la izquierda, abajo, en el fondo de la Muela de Teruel, al costado de un terraplén que parece sostener el antiguo acueducto románico que lleva a la parte alta de la ciudad y comunica con la carretera a Valencia. Los copos de arcilla roja saltan por el aire como una nube ocre que por momentos oculta el sol blanco del invierno. Los hombres se dispersan en abanico desapareciendo entre los pliegues del valle y los altos monotes, especie de toscos muñecos que la naturaleza fue trabajando en las rocas. La mañana vuelve a sumirse en el silencio.

 Pero es sólo por un instante: una escuadrilla de aviones se acerca en vuelo rasante. ¿Sigue la guerra? Desde la cumbre donde se domina todo el valle turolense y las montañas de Mansueto, metido entre las ovejas que acaba de arrear en las laderas, el pastor sonríe señalando a los monotes con su bastón de cáñamo: "Eso no lo deja el Ayuntamiento tirar; son un lindo adorno". Se ajusta la manta de piel de cordero que lleva atada al hombro y se encamina hacia las ruinas de Santa Bárbara, una ermita que no destruyó la contienda: la derrumbaron los años. "La guerra, chaval, aquí no existe -dice el pastor- nadie se acuerda de ella". Se explica: tiene 28 años y sólo sabe que cuando era chico recorría los montes acompañando a los chatarreros que se inclinaban tozudamente sobre cada palmo de tierra, buscando bombas sin estallar y esquirlas de granadas. Su mirada burlona o indiferente también se explica: parece tonto recordar la guerra por esos ruidos cotidianos. Las explosiones sólo indican que Teruel aprovecha sus canteras para seguir fabricando las famosas cerámicas; y los aviones pertenecen a una base cercana donde se practica tiro y ejercicios de combate.
Pero existen los espectros. Y el pastor los conoce. "Acá -indica con el bastón- había una línea de trincheras donde veníamos a jugar cuando niños. Y por aquí -baja hacia la ladera que mira a la ciudad- todavía quedan las entradas a las cuevas donde se metían los rojillos para resistir los bombardeos de la aviación". Están casi intactas. Los túneles se extienden hasta el propio corazón de la montaña y el paso del tiempo sólo se percibe por la tapa de alguna revista de actualidad que emerge de las piedras. Arriba, sobre la arcilla blanca y húmeda que cubre la planicie, todavía se ven restos de casamatas donde se emplazaban las ametralladoras. Treinta y dos años atrás, el 15 de diciembre de 1937, los generales comunistas Líster y Modesto movían a sus hombres desde estas mismas cumbres para el asalto a Teruel. 'El día de año nuevo llegaron a la plaza del Torico, en el centro de la ciudad, mientras los nacionales que no tenían las piernas gangrenadas por la nieve salían de los sótanos para seguir resistiendo desde las montañas. Entonces ya había 18 meses de combate sin cuartel. La guerra civil española tenía bien definidos sus perfiles: era el siniestro ensayo general para lo que vendría después, la Segunda Guerra Mundial. Era el enfrentamiento a muerte entre dos ideologías. Entonces ya estaban en España la Legión Cóndor de Adolfo Hitler y los batallones de Flechas Negras de Mussolini. Y las Brigadas Internacionales.
Por eso, aquello no se olvida. No sólo porque en España sigue gobernando el bando victorioso; con leves modificaciones, las primeras figuras del Estado son las mismas que protagonizaron el alzamiento militar contra la República, el 18 de julio de 1936.
"Ahora se ha olvidado un poco, claro. Pero es porque estamos más viejos, nada más; pero seguimos tan cabreros como entonces. Yo, hombre, yo estoy cabrero". Tiene 52 años y es dueño de una herrería estrecha y oscura que casi no se nota en la callejuela de la parte vieja de Teruel, donde las casas son iguales, cuadradas, amarillas, como 30 ó 50 años atrás, con los impactos de bala todavía visibles sobre las mamposterías desparejas. "¿Ve esta calle? Por aquí se sale a la Cuesta del Carrajete que desemboca en la carretera a Valencia. Pues por aquí pasaban los evacuados que huían del infierno en que se había trasformado esto. En esa cuesta nos ametrallaron bien, hombre, los de la Legión Cóndor. Bajaban con sus aviones que parecía que uno podía tocarlos con la mano, y barrían la carretera. Pero eso no es nada. ¿Cuántos cree que fusilaron los nacionales cuando recuperaron la ciudad? Pues 2.500 hombres sobre una población de 16 mil. Todo aquello que se ve allí, pasando el acueducto, quedó pardiña (cenizas); ahora se ha reconstruido. Y después, siete años en un campo de concentración por haber estado en la zona roja. Eso no se olvida tan fácil, aunque hayan pasado treinta años". Un viejo que había permanecido todo el tiempo silencioso, arrebujado en una campera de lana gruesa, escuchando, levanta la cabeza y se separa de la pared donde estaba apoyado. Erguido, su cuerpo parece enorme. "Aquí, hoy en día -sentencia-, nada más que comer. Vivimos para comer y a veces ni siquiera eso. Pero en el 36, cuando la guerra, para los hombres de cualquiera de los dos bandos, España era otra cosa: España era una borrachera de esperanza".

EL INCENDIO Y LAS VÍSPERAS

Los primeros síntomas de esa euforia colectiva se escanciaron en un recinto que se encuentra bajando por la Carrera de San Jerónimo hacia el Paseo del Prado, en Madrid. Por allí se desemboca en un edificio neoclásico con frontón de granito, columnas corintias y dos leones de bronce que guardan la entrada, cuyo aspecto sigue siendo hoy el mismo que entonces; son las Cortes españolas. En ese lugar, el 16 de junio de 1936, José María Gil Robles, jefe de la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas), lanzó una premonición histórica: "Desengañaos -proclamó en medio de la baraúnda de gritos y chiflidos con que los diputados republicanos querían acallarlo-, un país puede vivir en monarquía o en república; en sistema parlamentario o presidencialista, en sovietismo o en fascismo; como únicamente no puede vivir es en anarquía. Y España hoy, por desgracia, vive en anarquía... Tenemos que decir que hoy estamos presenciando los funerales de la democracia". La derecha acababa de anunciar su programa inmediato.
Existían fundamentos: en los últimos dos meses los anarquistas habían incendiado 160 iglesias; las bandas falangistas recorrían la ciudad en automóviles, armadas hasta los dientes; los socialistas de la entonces poderosa UGT (Unión General de Trabajadores) y los bien organizados grupos de comunistas hacían más o menos lo propio, dando como resultado cerca de 300 crímenes políticos y 1.200 agresiones de diverso tipo. Pero no se tambaleaba la República que había visto la luz, por segunda vez en la historia de España, el 14 de abril de 1931, cuando la monarquía de Alfonso XIII cayó sin pena ni gloria. Las causas de esa grave agitación se encontraban más bien en el triunfo del frente Popular, una coalición de republicanos, socialistas y comunistas, en las elecciones de febrero de aquel trágico 1936: las derechas españolas no estaban dispuestas a acatar el veredicto de las urnas. Pero en lo que sí se mostraba impotente el gobierno del hacendado gallego Santiago Casares Quiroga era para contener los desbordes extremistas de izquierdas y derechas, para controlar las huelgas desatadas por la CNT (Confederación Nacional del Trabajo), regenteada por la Federación Anarquista Ibérica, una sociedad secreta que actuaba con las siglas FAI.
Eran los días en que la tertulia de un joven y brillante abogado, José Antonio Primo de Rivera, a la que concurrían los intelectuales derechistas José María Pemán (que ahora revista como cerebro gris del príncipe Juan Carlos) y su tocayo Alfaro y Polanco (actual embajador de España en Buenos Aires), transitaba del puro intelectualismo a las Centurias de acción directa de la Falange Española (FE). Así, el antiguo café de Correos, ubicado a un costado de la plaza Cibeles, se había trasformado en un búnker de conspiradores. Es que todo el país se aprestaba para una contienda que se resolvería inevitablemente a la manera española: con fuego de metralla. Veintisiete días después del discurso de Gil Robles en las Cortes, en la madrugada del 13 de julio de 1936, el asesinato del jefe del partido monárquico, Calvo Sotelo, a manos de un piquete de la Guardia de Asalto, terminó de anunciar que el baño de sangre se hallaba próximo.
De ahí que por encima de los devaneos centristas del legalismo republicano, encarnado en las figuras del presidente Manuel Azaña y el primer ministro Casares Quiroga, había sólo dos modelos posibles para los verdaderos contendientes: la Italia fascista y la Rusia soviética. Tanto tos hombres que se alinearon tras el intuitivismo joseantoniano, como los que se euforizaban con el verbo incendiario de La Pasionaria, sonaban, cada uno a su manera, con la misma cosa: tomar el poder para hacer la revolución.
Lo había anunciado con toda claridad el propio José Antonio en su discurso en el cine Madrid, el 17 de noviembre de 1935, al clausurar las sesiones del Segundo Consejo Nacional de la Falange: "Pues bien, en la revolución rusa, en la invasión de los bárbaros a que estamos asistiendo, van ya, ocultos y hasta ahora negados, los gérmenes de un orden futuro y mejor. Tenemos que salvar esos gérmenes y queremos salvarlos. Esa es la labor verdadera que corresponde a España y a nuestra generación: pasar de esta última orilla de un orden económico social que se derrumba, a la orilla fresca y prometedora del orden que se adivina".
No extraña, por eso, que a pesar de seguir de cerca los preparativos de la conspiración militar que estallaría en la madrugada del 18 de julio de 1936, y habiendo adherido a ella, el joven tribuno desconfiara de quienes se perfilaban como cabecillas.

Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 


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Franco

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Dos sacerdotes antes de ser fusilados, durante la Guerra Civil.

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En Toledo durante la guerra los milicianos tiran contra la Academia Militar

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el mismo lugar en marzo de 1969

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1938: los republicanos disparan contra posiciones nacionalistas en las afueras de Madrid

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1969: un pastor en el mismo lugar

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Una pareja de milicianos baila en un descanso del asedio a Madrid

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La juventud no conoció los horrores de la guerra y se europeíza

Encarcelado en la prisión de Alicante, como rehén cobrado por la república para frenar la campaña de asesinatos desatada por la Falange, Primo de Rivera envió una circular "confidencial y urgente" a todos los jefes territoriales de la FE. Faltaban diez días para la hora de la sublevación: "La participación de la Falange en un movimiento prematuro -escribió- constituiría gravísima responsabilidad y arrastraría a su total desaparición aun en el caso del triunfo, porque los que cuentan con FE para tal género dé empresas no la consideran como una fuerza para asumir por entero la dirección del Estado, sino como un contingente de choque destinado el día de mañana a desfilar, para mayor escarnio, con el acompañamiento coreográfico de nuestras camisas azules, ante los fantasmones encaramados en el poder". La historia convirtió estas palabras en una advertencia profética. Pero llegaron tarde. Por entonces, la guerra civil era un absoluto presente. Cuando el incendio comenzó a propagarse, José Antonio murió fusilado en esa misma cárcel que mira al Mediterráneo y al paisaje morisco del mediodía español. Sus huestes, organizadas en las famosas Centurias, ya estaban junto a los Tercios de Roquetes (monárquicos carlistas) y las tropas regulares, a las órdenes del general Francisco Franco Bahamonde, un militar de carrera que había oscilado durante meses entre la defensa de la república y el alzamiento. Con su victoria, proclamada el 19 de abril de 1939, triunfaron las derechas, pero se hundió la Falange: sobre las cenizas de la España revolucionaria lo único que se realizó del ideal joseantoniano fue la trágica profecía de Alicante.