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crónicas del siglo pasado

REVISTERO

La caza de brujas en Estados Unidos
el maccarthysmo

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Centro Editor de América Latina
1972

 

 

McCarthy en persona

McCarthy era un republicano. Había hecho toda su carrera política como tal. Muy conservador, formaba en el ala derecha de su partido. Era también un católico. Su mismo catolicismo lo empujaba a la acción con fervores de cruzada, porque el Vaticano, muy alarmado al ver que países católicos de la Europa oriental -Polonia, Hungría, Checoslovaquia- estaban quedando bajo la férula comunista, también participaba en la "guerra fría". Eran todavía los tiempos de Pío XII, del "Vicario", del papa que había contemporizado con Hitler y Mussolini, del pontífice que había introducido la expresión "espacio vital" y aceptado el "régimen corporativista", esencia del fascismo, en sus encíclicas.
No era McCarthy un senador cualquiera. Lo era por Wisconsin, al que se ha considerado siempre como un compendio de Estados Unidos. Como un Estado de la región de los Grandes Lagos que es a la vez industrial y agrícola, urbano y rural. Si su capital, Madison, es reposada y académica, su ciudad principal, Milwaukee, no muy distante de Chicago, es un gran centro fabril. Y como senador por un Estado importante y típico y hombre de un espíritu muy combativo, McCarthy fue un personaje influyente en Washington. Se hacía oír, aunque a muchos molestaran sus destemplados gritos. Tenía amigos. No únicamente en el campo republicano. También entre los demócratas. Uno de los últimos en abandonarlo fue Joseph Kennedy, el "embajador", el "padre fundador" del famoso linaje. Al fin de cuentas, aunque el uno republicano y el otro demócrata, los dos eran de oriundez irlandesa, católicos practicantes y políticos muy conservadores. "¡Ese McCarthy! -comentó en una ocasión John F. Kennedy, entonces flamante senador por Massachusetts-. Debe de estar acabado. Hasta mi padre comienza a meterse con él." Y John F. Kennedy no votó en 1954 la censura contra quien había sido un buen amigo de su padre. Los pronunciamientos de McCarthy eran siempre terminantes y extremos. Sentía un odio casi visceral por Roosevelt y por sus ex partidarios. ¿No era acaso Roosevelt el máximo responsable de la situación que se afrontaba, al haberse mostrado tan complaciente con Stalin en las conferencias de Teherán y Yalta? En el tenso ambiente de la época, estas diatribas encontraron oídos complacientes o temerosos en todas partes. En todas partes también veía McCarthy "comunistas infiltrados" o amigos mejor o peor disfrazados del comunismo. En los sindicatos obreros, en las asociaciones profesionales, en la prensa, la radio y la televisión, en los círculos intelectuales y artísticos, en la administración pública, en las fuerzas armadas, en el propio gobierno. Era una especie de frenesí. Que se acentuó mucho cuando, en 1949, el comunismo triunfó en China. El crispado senador arremetió contra Clement Attlee, el jefe laborista que había reemplazado a Churchill como primer ministro de Gran Bretaña. Y arremetió contra el propio presidente Truman, tan distinto, sin embargo, de Roosevelt. Pidió que Truman hiciera públicos los expedientes de la junta de reciente creación que investigaba la lealtad de los funcionarios públicos. Truman se negó a ello, alegando que tal publicación "sería contraria al interés público y haría más mal que bien".
Puesto a la defensiva, y gobernante que no se distinguía por su habilidad política, Truman replicó a McCarthy en términos que pusieron muy de relieve hasta qué punto habían quedado socavadas las garantías individuales en Estados Unidos. Al hablar en Washington ante la Asociación Federal de Abogados el presidente dijo que había en Estados Unidos menos comunistas que en cualquier otro país, pero que "se hacía todo lo necesario para impedir que se convirtieran en una fuerza importante". Agregó que se actuaba "por medio del F. B. I., de procesos ante los tribunales, del programa sobre lealtad del funcionario público, de deportaciones, de revocaciones de ciudadanías acordadas. . ." Dijo también que se había establecido la norma de "no conceder empleo a ningún comunista ni a ningún norteamericano nativo de las variedades de la Camisa de Plata o del Ku Klux Klan".
Cuando el acosado Truman calificó de "maccarthysmo" la lluvia de denuncias sin base que caía sobre el gobierno, el enfurecido McCarthy replicó que el presidente no hacía más que repetir el término inventado por el "Daily Worker", el órgano de los comunistas norteamericanos, y que el proceder de Truman, con sus blanduras y complacencias, tenían también un nombre: el de "trumanismo". En contraste con el primero, este término no llegó a cuajar.
El "caso Alger Hiss", al que nos referiremos, y la guerra de Corea procuraron nuevas alas a McCarthy. Pidió, apoyado por sus correligionarios republicanos, que ya tomaban posiciones con vistas a las elecciones presidenciales de 1952, la destitución de Dean Acheson, el secretario de Estado de Truman. Y, cuando el republicano Eisenhower llegó a la Casa Blanca, McCarthy se vio al frente de la comisión senatorial de Operaciones del Gobierno, con amplísimas facultades fiscalizadoras, de las que, rodeado de una multitud de confidentes, hizo un uso y un abuso temerarios. Se metió con el Departamento de Estado. Y se metió con el Ejército. Fue su perdición. Porque topar con el Pentágono en aquellos días era como topar con la Iglesia en tiempos de Cervantes. Censurado por el propio Senado, se retiró a su Wisconsin. Donde su muerte física no tardó en seguir a su muerte política. Pero todo esto bien merece algunas secciones aparte.

El caso Alger Hiss

Alger Hiss no era un cualquiera. Era un profesor universitario que había ingresado en el Departamento de Estado en 1936, el año de la primera reelección de Roosevelt. Ya como diplomático avezado y capaz, había actuado en las conferencias de Yalta, Dumbarton Oaks y San Francisco. Estas dos últimas fueron etapas básicas en el nacimiento de las Naciones Unidas. Colaborador de Roosevelt, Hiss había compartido sin duda los sueños de un mundo mejor que habían inspirado al desaparecido presidente. Era además director de la Fundación Carnegie para la Paz Internacional. ¿No resultaba sospechoso tanto amor por la paz, aunque se tratara de una fundación creada por un magnate norteamericano?
En esto, Alger Hiss fue citado ante la Comisión de Actividades Antinorteamericanas en la que el joven legislador Richard Nixon era una importante figura. Había una grave denuncia contra el distinguido profesor y diplomático. Según Whittaker Chambers, un periodista que ocupaba un puesto de importancia en el semanario Time, Hiss había pertenecido al "aparato clandestino comunista" en Washington. Como su esposa Priscilla. Como su hermano Donald. El distinguido profesor había actuado, pues, en el Departamento de Estado, primero bajo Roosevelt y luego bajo Truman, no en defensa de los intereses de los Estados Unidos, sino para combatirlos.
¿Cómo podía ser de otro modo, tratándose de un comunista? Hiss calificó de falso el testimonio de Chambers y desafió a éste a repetir la acusación fuera de las audiencias "con privilegio" de la comisión, a fin de que pudiera querellarlo por calumnia. En los preliminares del correspondiente juicio, ante un tribunal de Baltimore, Chambers no solamente insistió en su acusación, sino que dijo además que Hiss había sido un espía. Podía probarlo, porque él, Chambers, se había afiliado al Partido Comunista con el nombre de George Crosley, se había hecho muy amigo de Hiss dentro del "aparato clandestino" y había conseguido que Hiss le entregara copias de "documentos confidenciales" del Departamento de Estado, unas mecanografiadas y otras escritas de puño y letra. Eran hechos correspondientes a 1938. Se estaba en 1949.
Las copias pasaron al Departamento de Justicia. Los peritos certificaron que se trataba, en efecto, de la escritura de Hiss. Por otro lado, el F. B. I. anduvo a la busca de la máquina de escribir con la que habían sido copiados o extractados los otros documentos. Fue el propio matrimonio Hiss el que señaló donde la máquina podía ser encontrada. Las pruebas periciales dieron un resultado positivo. Poco podía influir en las actuaciones la circunstancia de que los "documentos confidenciales" tuvieran una importancia muy relativa y se refirieran a hechos nada secretos ocurridos hacía más de un decenio, cuando el ambiente era muy distinto. Poco podía influir también la circunstancia de que el ex comunista Chambers fuera un personaje muy turbio.
Se procesó a Hiss, al que se acusó de perjurio. Se lo llevó ante un "gran jurado". Insistió en que nunca había pertenecido al Partido Comunista ni nunca había entregado a Chambers "documentos confidenciales" del Departamento de Estado. Ignoraba cómo Chambers podía haberse adueñado de aquellas copias, de las que recordaba poco y que tal vez las había sacado, como en otras ocasiones, para tener presentes datos relacionados con su función. Todo fue inútil. Si un primer "gran jurado" no acertó a pronunciarse, un segundo se mostró más decidido. Declaró a Hiss "culpable", Y Hiss fue condenado a cinco años de prisión el 25 de enero de 1950. El desesperado Hiss apeló contra la sentencia. El tribunal superior rechazó la apelación. Hiss recurrió al Tribunal Supremo, pero el Tribunal Supremo, aunque había en el caso tantos puntos oscuros que merecían una dilucidación jurídica, entendió que el asunto no le incumbía. Hiss quedó entre rejas. En enero de 1952, sus abogados pidieron un nuevo juicio, basándose en que estaban en posesión de nuevas pruebas. La petición fue rechazada. Hiss solicitó la libertad "bajo palabra". No una, sino varias veces. Siempre sin resultado alguno. Tuvo que cumplir su condena.
En cuanto a Chambers, aunque había admitido durante las actuaciones que había jurado en falso varias veces y practicado el espionaje, fue aclamado como un héroe. El Departamento de Justicia lo felicitó, el dueño de Time, Henry R. Luce, le aceptó "con pesar" la renuncia, no sin entregarle una importante "indemnización", y la publicación de unas escalofriantes reseñas de la "amenaza comunista" contra Estados Unidos y la civilización procuró al cazador de espías cientos de miles de dólares. La condena de Hiss armó un enorme alboroto en Estados Unidos. Arreció la campaña contra la "infiltración comunista", contra los "compañeros de ruta", contra los "idiotas útiles". Si Hiss, el distinguido profesor, un hombre de confianza de Roosevelt, había sido un comunista y un espía ¿cuántos como él estarían agazapados en el Departamento de Estado? Los republicanos reclamaban a gritos la destitución de Dean Acheson, entonces secretario de Estado, y una investigación a fondo en su departamento, cada vez más parecido a un siniestro antro. Tenían como punta de lanza a Joseph R. McCarthy, más furibundo que nunca.

Audiencias en el Senado

Bajo la presión de tantas denuncias, la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado decidió nombrar una subcomisión que, bajo la presidencia del demócrata Millard E. Tydings, investigara lo que en ellas hubiera de cierto. ¿Era realmente el Departamento de Estado una guarida de comunistas? McCarthy se presentó ante la subcomisión. Con una voluminosa documentación y una larga relación de los testigos que debían ser oídos. Incluidos algunos delatores y renegados conocidos. Si Chambers había salido tan bien librado de sus acusaciones contra Hiss ¿por qué no tentar la suerte? El anticomunismo estaba de moda.
Eran ya muchos los que dudaban de la ecuanimidad del senador por Wisconsin. Pero no era nada fácil enfrentarlo. Una cosa así equivalía en el ambiente imperante a hacerse sospechoso, a ser tildado de comunista o simpatizante del comunismo. O, por lo menos, de "compañero de ruta" o de "idiota útil". No era algo que agradara a nadie. Se recordaba cómo en el "caso Hiss" habían tenido que prestar testimonio, en condiciones muy ingratas, personalidades como el doctor Philip Jessup, el eminente demócrata Adlai Stevenson, que pronto sería candidato a la presidencia del país, y el eminente republicano John Foster Dulles, que pronto, bajo Eisenhower, estaría al frente del Departamento de Estado. Y llevaría deliberadamente al mundo al "mismo linde de la conflagración nuclear".
Las denuncias de McCarthy eran impresionantes. Ya el 9 de febrero de 1950, muy pocos días después de la condena de Hiss, había dicho en Wheelog, Virginia Oeste, que poseía la lista de 205 funcionarios del Departamento de Estado que eran comunistas. Ante la subcomisión, sostuvo que habían sido empleadas hacía poco en el Departamento de Estado 81 personas que constituían "riesgos para la seguridad", con inclusión de 57 "comunistas con carnet del partido".
El show de McCarthy duró del 20 al 27 de mayo de 1950. Comparecieron ante la subcomisión innumerables testigos. Incluidos hombres como Louis Budenz, ex director del Daily Worker que se había convertido ostentosamente al catolicismo, y EarI Browder, ex secretario del Partido Comunista: fueron tal vez los que más se ensañaron contra su antigua organización y sus ex camaradas. Es frecuente una ocurrencia así. Entre los acusados virulentamente por McCarthy, figuró el ya citado Jessup. Era un "embajador viajero" y acababa de cumplir distintas misiones en Asia, donde la India y el Pakistán sé habían repartido, en medio de terribles conmociones, el subcontinente indostánico recién liberado de la férula británica. ¿Cómo podía tenerse confianza, declaró el senador, en quien había sido uno de los principales y más entusiastas patrocinadores del Instituto Norteamericano-Soviético? Jessup replicó con iracundia. Había estado en Pakistán en "misión anticomunista" y esto había sido causa de que "Izvestia", el órgano del gobierno soviético, le hiciera objeto de críticas muy severas. Explicó minuciosamente su labor en la flamante Asamblea General de las Naciones Unidas, donde había tenido como compañero de tareas al condenado Hiss. Y denunció que McCarthy, con sus intemperancias, "estaba dividiendo a Estados Unidos en su lucha contra el comunismo".
Otro de los acusados por McCarthy fue el profesor Owen Lattimore. Era un sinólogo de fama, autor de numerosos libros sobre el Lejano Oriente. Es una descripción. La de McCarthy fue otra. Dijo que Lattimore había sido un "comunistoide" durante muchos años y "uno de los grandes responsables del grupo que había hecho la entrega de China a los comunistas". La réplica del airado profesor fue también muy dura. Dijo que McCarthy, con su desorbitado celo, "resultaba ya sospechoso a los ojos del mundo anticomunista" y estaba convirtiéndose en "el hazmerreír de los gobiernos comunistas, que sin duda se estaban divirtiendo mucho". A ninguno de los acusados se le ocurrió alegar que, aunque nunca hubiera tenido nada que ver con el comunismo, entendía que el simple hecho de ser comunista no privaba a un ciudadano norteamericano de sus derechos, siempre que se ajustara, según era la obligación de todos, a la Constitución y las leyes del país. En aquel ambiente enrarecido de la "guerra fría", cuando estaba en curso la muy caliente guerra de Corea, una alegación así hubiera equivalido a ponerse "al otro lado de la barricada", algo parecido a "pasarse al enemigo". No bastaba con no ser comunista. Había que demostrar que se era más anticomunista que nadie. Aunque terminaron sin conclusiones definitivas, las audiencias causaron mucho revuelo en el Departamento de Estado. Hubo allí, como en otras partes, renuncias, traslados, expedientes, recelos mutuos, rompimiento de viejas amistades. Hasta denuncias de homosexualismo. Se veían posibles espías por todas partes. ¿Quedó McCarthy con su prestigio de inquisidor quebrantado? En un principio, así pareció. La posesión de la bomba de hidrógeno anunciada por Truman, los desembarcos de Inchon en Corea y el fulminante avance de las fuerzas del general Mac Arthur hasta el río Yalu, en la frontera con China, crearon una sensación de euforia. Pero fue muy pasajera. Cuando la intervención de las divisiones de "voluntarios chinos" obligó a dichas fuerzas a un repliegue tan precipitado como rápido había sido su avance, volvió a ensombrecerse la atmósfera. Y cuando se produjo el choque entre Truman y Mac Arthur, con la consiguiente destitución del general -se habló entonces de la conveniencia de emplear bombas atómicas contra el "santuario" de Manchuria- el senador por Wisconsin se sintió fortalecido, con nuevas armas para su campaña.
Al frente de una comisión investigadora del Senado, atacó a diestro y siniestro. Sus hombres escudriñaban por doquiera: en los sindicatos, en las asociaciones profesionales, en la radiodifusión, en los ambientes intelectuales y artísticos, en las universidades, en la docencia, en las fuerzas armadas. No debía quedar ningún comunista "compañero de ruta" o "idiota útil" sin descubrir. Fueron muchísimos los que perdieron en aquellos años sus medios de vida y vieron que se les cerraban todas las puertas. Hubo algunos suicidios. Fue algo parecido a un régimen del terror.

Los sindicatos

El movimiento obrero norteamericano siempre ha tenido características especiales. Era lógico que así ocurriera en el país de las "oportunidades ilimitadas", de la "libre iniciativa" del individuo. Los obreros norteamericanos tuvieron que librar muy ásperas y cruentas luchas con la intransigencia patronal antes de poder constituirse en "trabajo organizado". Y, desde su nacimiento en 1889, la AFL -la Federación Norteamericana del Trabajo- tuvo como filosofía, enfrentándose con la sección norteamericana de la Primera Internacional de Marx y Engels y otros "radicales", que el único camino que se debía seguir era el del mejoramiento gradual, dentro del capitalismo, de las condiciones económicas de los trabajadores, con las negociaciones colectivas como arma principal.

Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 


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J. F. Kennedy

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Alger Hiss

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Ku Klux Klan

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Alger Hiss en su primera aparición en público luego de cinco años de prisión

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Whitaker Chambers, uno de los principales testigos en las campañas anticomunistas

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Dean Acheson, secretario de Estado

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Reunión entre los principales jefes del Departamento de Defensa, entre otros, J. Forrester, Averell Harriman, Omar Bradley, y Dean Acheson

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El presidente Eisenhower entrevista a George Meany, presidente del A F L, y Walter Reuter, del C I O

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James Forrestal, ex ministro de marina, se arrojó desde la ventana de su habitación (estaba recluido en un hospital de enfermos mentales) gritando "los rusos bombardean Nueva York"

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Walter Lippman

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George Meany

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Una sesión del comité contra las actividades Antinorteamericanas

Había que desenvolverse al margen de los partidos políticos. Se recomendaba a los trabajadores, tan solo, que votaran por aquellos candidatos, republicanos o demócratas, que mostraran más comprensión y simpatía por las aspiraciones obreras. En su marcha ascendente, este movimiento obrero pasó por muchas vicisitudes. Tuvo momentos buenos y momentos malos. Fueron momentos buenos los años de Roosevelt, caracterizados por la ley Wagner, que reconoció a los trabajadores el derecho a organizarse libremente. Fue por esta época cuando, en 1935, se produjo en la AFL la escisión representada por la creación del CIO -el Congreso de Organizaciones Industriales-, como consecuencia de la disputa entre quienes defendían la tradición de la organización por oficios y quienes entendían que, ante el desarrollo de empresas gigantescas, había que organizarse, abarcando a los diferentes gremios, por industrias. En cambio, fueron malos momentos los años de Truman, los de la inmediata posguerra, con sus problemas de la desmovilización, de la conversión de las industrias a las tareas de paz y de las dificultades económicas. Hubo mucha agitación obrera. A esta época pertenece la ley Taft-HartIey -1947-, que limitó mucho el derecho de huelga. Cuando se produjo en Estados Unidos el fenómeno que se conoce como maccarthysmo, fue natural que se dedicara una atención especial a las organizaciones obreras. ¿Qué campo había más propicio para la "infiltración comunista"? La había, desde luego. Aunque sus efectivos eran muy reducidos, el Partido Comunista norteamericano incluía en sus filas a muchos dirigentes obreros capaces y combativos, con una considerable influencia en sus respectivos sindicatos. Especialmente en tos del CIO, en rápido crecimiento. ¿Podía permitirse nada semejante? Comenzaron, pues, las presiones y las acusaciones. Se apeló a todos los medios expuestos por Truman para impedir que el comunismo adquiriera fuerza en Estados Unidos. Procesos, encarcelamientos, revocaciones de ciudadanías otorgadas, deportaciones. . . Algunos de los sindicatos del CIO adoptaron una actitud desafiante. Hicieron frente a todos los embates. Pero el ambiente se enrareció cada vez más y, entre 1949 y 1950, fueron expulsados del CIO once sindicatos, siempre bajo la acusación de que estaban dominados por los comunistas. Sólo unos pocos de estos sindicatos sobrevivieron. Y con una considerable reducción en el número de sus afiliados. En cuanto a la AFL, mucho menos afectada por la "infiltración comunista", tuvo que hacer frente, en cambio, al problema de la corrupción en sus organizaciones.
En la misma fecha, la AFL y el CIO participaron en modo destacado en la creación de la Confederación Internacional de Sindicatos Libres, ente que se declaró incompatible, en oposición a la RMSO, con los sindicatos soviéticos y de otros países socialistas, por entender que son sindicatos "no libres", dominados por el Estado. Dentro de esta Confederación, los sindicatos norteamericanos se asociaron también con parte del movimiento obrero latinoamericano en la Organización Regional Interamericana de Trabajadores -la ORIT-, de claro signo "anticomunista". Es un ente mal visto por la mayoría de las organizaciones obreras latinoamericanas. Como lo es el Instituto Americano para el Desarrollo del Sindicalismo Libre que mantienen conjuntamente en Washington la AFL-CIO, el gobierno norteamericano y las grandes empresas de Estados Unidos, con la misión fundamental de formar "dirigentes obreros" en la América Latina. Son muchos los que dicen que este Instituto, con su base tripartita tan parecida a las estructuras "corporativas" de los regímenes fascistas, no forma "dirigentes obreros", sino "agentes del imperialismo norteamericano". En todo caso, el maccarthysmo dejó profundas huellas en el movimiento obrero de Estados Unidos. Sin que consiguiera suprimir, desde luego, la lucha de clases. Aun con la especial filosofía de la AFL-CIO, aun con las limitaciones de la ley Taft-HartIey, los conflictos obreros en Estados Unidos adquieren con frecuencia amplitud y exacerbación muy grandes. Y están muy a la vista las presiones crecientes a que está sometido allí el Establishment, esa peculiar estructura económica, política y social que, basada en una "prosperidad general" que se obtiene muchas veces a costa del prójimo, es cada vez más difícil de mantener.

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