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LA HORA DE LA NOTICIA
Hasta 1964, todo el mundo creía
a pies juntillas en la falencia informativa de la televisión; el espectáculo en la casa
- según una de las formulaciones de Goar Mestre que Canal 13 usó durante un lustro- se
avenía mal a la formulación concisa, al permanente estado de alerta que exige la
noticia. Una de las muletillas habituales de aquellos años repetía que la televisión no
debía competir con las radios en un rubro que la radiofonía cubría con mejores
resultados y que, aun si quisiese competir, sólo podía hacerlo con la palabra -el
baluarte radiofónico- y no con la imagen. En 1964, el periodista Luis Clur aportó una
innovación fundamental a los noticieros televisivos y el Repórter Esso, significó la
aparición rotunda del noticiero "armado" en las pantallas chicas. Por noticiero
armado, hay que entender una realidad que, no por ser fácilmente asimilable por el ojo,
resulta menos sutil. El enunciado de la noticia, a cargo de un locutor, venia hasta
entonces acompañado de una filmación rudimentaria, limitada generalmente a un único
plano del entrevistado o del hecho periodístico; el Repórter Esso comenzó por
seleccionar la calidad de sus camarógrafos, otorgó la importancia debida a las cabinas
de montaje y convirtió cada nota en un microfilm de intenso interés. Ya no hubo, a
partir de entonces -y con la sola excepción de los noticieros de Canal 7, una excepción
que sigue rigiendo- una visión frontal de la noticia: un personaje hablando recibía
angulaciones distintas, el zoom alejaba y aproximaba al protagonista de la nota de acuerdo
a una dinámica novedosa y la nota televisiva terminó siendo algo muy distinto al mero
enunciado de la noticia con acompañamiento de imágenes.
El tour de force más notorio de este nuevo estilo de noticiero se vio, precisamente, en
la emisión del Repórter Esso del 28 de junio de 1966: la así llamada Revolución
Argentina recibió un tratamiento televisivo en el que jugaron, como elementos expresivos,
la mirada abatida del destituido presidente Illia, los bigotes de Onganía, el clima gris
y triste de una mañana de invierno en la Plaza de Mayo, donde las palomas no eran ya el
elemento decorativo de costumbre sino un factor apto para describir el pavor ante el
avance de los tanques. Entre la noticia verbal y la noticia televisada se abría un abismo
que ya no se cerraría más; los noticieros se habían instalado en la televisión como un
puntal, no como un momento de tedio, de la programación cotidiana.
El Show de Dick Van Dyke
El Fugitivo
Roberto Galán en "Si lo sabe: cante"
Andrés Percivale
Juan Carlos Altavista
"Minguito"
Nuestras ciudades y pueblos, tienen, como Haedo,
innumerables expresiones del tipo mencionado. Por allí se puede acceder a conocer lo que
una historiadora inglesa denominó en 1 924, la cocina de la historia, reinsertando con
ello las tendencias metodológicas de la historia social. En muchos de esos periódicos y
revistas está representada la sociabilidad de la época, las relaciones de poder y con el
poder. Si sabemos leer sus páginas, hasta lo intrascendente es significativo.
Así, por ejemplo, unos versos aparecidos en Haedo, precisamente en Pueblo Mío, el 23 de
noviembre de 1960. Gobierno de Arturo Frondizi, Ministro de Economía, Alvaro AIsogaray.
Su autor los tituló ME COMPRE LA TELEVISIÓN y entre otras cosas dice:
(...)
"Las cintas de pistoleros, señores qué porquería,
y hablando de economía, un capitán ingeniero.
Desde el telenoticiero, hasta modas en TV,
por más que pretenda Ud., ver tan siquiera a Canaro,
si no está Billy Caffaro, está Luisito Aguilé.
Y yo pregunto ¿Por qué?, pistoleros y pitucos
y no aparece Pichuco, en vez de los TNT.
y no es la primera vez, que por cachar a Pugliese
voy del 7 al 9 al 1 3, y encuentro que en la pantalla
está Rósame! Araya, pero un gotán no aparece,
(...)
Pero entre Pinky, Salinas y Brizuela sin piedad
muestran como realidad, lo que hasta ayer fue pamplina.
Sólo una cosa me inclina, a ver la televisión
con mucha satisfacción y con un placer inmenso,
Cuando gana San Lorenzo o el Deportivo Morón.
Por eso en esta ocasión, a la Pinky desafío
y publico en Pueblo Mío, en La Tribuna o Clarión,
este aviso: de ocasión (y abajo grande y extenso)
dirá: "Como me avergüenzo de tener televisor
lo permuto sin temor, por colección de D'arienzo."
(...)
Pero yo le pongo un corte, a mi drama, sin dolor
diciendo al televisor: te vendo. Felice Morte
Y hoy salto como un resorte, chau Mike Hammer, yo termino
chau. Patrulla del Camino, chau LLanero Solitario, Pizzini Roberto Mario, quiere morir
Argentino.
En este resumen, del que se han omitido estrofas dado su extensión, hay otras referencias
políticas (el ex diputado y luego vicepresidente Humberto Perette, los jueces de la Corte
y los discursos de Frondizi en el Canal Oficial), está esbozada toda una problemática,
que pasa por la política cultural, pero que no se detiene allí, que pasa por lo
cotidiano y por los sentimientos.
Permítaseme aquí un recuerdo para Fernando Lema y Roberto "Tito" Pizzini a
quienes conocí personalmente. Con el último compartí durante años los sueños, la
vecindad y el trabajo. Pizzini fue poeta, guitarrero y cantor, ferroviario de poncho al
hombro, hincha de San Lorenzo y muchas veces cronista deportivo del periódico.
Carlos Alberto Suárez
Apuntes para una historia del periodismo
Instituto Histórico del Partido de Morón - 1994 -
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PARA QUEDARSE EN CASA
La década 1963-1973
significó un descenso paulatino de la presencia de material extranjero en la
programación de las teleemisoras; sólo Los intocables sigue emitiéndose con firmeza
imbatible, mientras que otras series de éxito 10 años atrás, han desaparecido o se han
convertido en material de relleno para las horas de baja audiencia. Esa fue la suerte de
Dick van Dyke, de Los vengadores y de Intriga en Hawaii, y también, aunque con variantes,
de La caldera del diablo que obtuvo, entre 1964 y 1969, ratings descomunales para Canal 11
-una emisora que por entonces carecía de impactos masivos- y que ahora, en su reprise
vespertina y diaria por Canal 9 continúa arrojando en las encuestas cifras increíbles.
El fenómeno certifica que la televisión puede reponer -o, como se dice en la jerga del
espectáculo, reprisar- sus grandes éxitos, lo que induce a pensar: 1) que siempre hay
nuevos televidentes, y 2) que muchos televidentes de antes quieren volver a ver los
programas que más les gustaron. Una estimación provisional indicaría que La caldera del
diablo es, por ahora. Lo que el viento se llevó de la televisión y que hasta sus arrugas
le agregan misterio a la inmaculada tersura de su emisión original.
Un habitante de la República Argentina consume entre 3 y 4 horas de televisión por día,
contabiliza una encuesta realizada en 1969, y esa tenacidad no parece haber variado,
aunque sí los días en que ese consumo crece o decrece. En 1963, el día estelar de la
televisión era el lunes, una jornada destinada al hogar, después de las salvajes salidas
a cinematógrafos, teatros y confiterías que, según los encuestadores, emprendía la
familia de clase media. Hacia 1969 esas mismas encuestas comenzaron a comprender que la
realidad era distinta, que la "familia argentina" solía pasar sus sábados y
sus domingos frente al televisor y no trotando desesperadamente por la calle Corrientes, y
que una programación de estrenos cinematográficos podía ser un buen ersatz para la
consuetudinaria visita al cine, cada vez más onerosa. Este año de 1973 introdujo una
variante decisiva: la rebaja del 50 por ciento en las localidades cinematográficas,
decidida por la Asociación Argentina de Exhibidores, impulsó al espectador de
televisión a abandonar su casa los lunes y los martes, y así, eliminado el lunes de la
lista de días - pico, la programación de los canales centró en los miércoles y jueves
sus esfuerzos más visibles. Una notoria excepción a esta política es la propalación,
los martes y a la misma hora, de Rolando Rivas y Carmiña, los dos teleteatros de mayor
rating en lo que va del año; además, el hecho de que ambos se trasmitan en el mismo
horario, indica que las gerencias de los canales han optado por una política de notoria
agresividad, en la cual el producto más fuerte de cada emisora tiende a matar al producto
más fuerte de la competencia. "Mi mujer me tiene loco - se lamentó hace pocas
semanas el cómico Marcos Zucker, en uno de los sketches de La tuerca-. Ella quiere verlo
al Rivas, yo la quiero ver a Carmiña. Pero no hay plata en la casa para tener dos
televisores. Así que nos fuimos al cine a ver Juan Moreira ¡y chau!"
Con todo, si hay algún aporte en la televisión de los últimos años es la fresca,
inventiva, lozana aparición de los programas cómicos. Desde 1966 -año en que los
uruguayos de Telecataplum sentaron SUS reales de este lado del Río de la Plata- la forma
más sutil del humor comenzó a filtrarse desde las pantallas; un humor ácido, muy
vinculado a la crítica de las costumbres, pero que franqueó sin problemas las barreras
culturales hasta meterse de contrabando en zonas recorridas por el teatro del absurdo. Un
grupo de jubilados sentados en una plaza (La tuerca), un grupo de parroquianos sentados
alrededor de una mesa (Polémica en el bar), un grupo de pacientes haciendo antesala en el
consultorio del médico (La tuerca): la situación, básicamente idéntica a la explotada
por Samuel Beckett en Esperando a Godot, se ha tornado sintomática del humor televisivo
argentino. Se trata de contar las peripecias de unos cuantos personajes que no tienen
peripecias, o de describir qué hace la gente que en el fondo no hace nada. Dentro de ese
esquema -uno de los más ricos y realistas que ha encontrado el espectáculo nacional -
caben, por supuesto, los apuntes naturalistas, y en ese sentido, El Mingo (Juan Carlos
Altavista), Disfrungue-Disyegue (Vicente Rubino), y también la Isolina de Nelly Láínez
son trabajos de investigación caracterológica de una seriedad encomiable. Es bastante
asombroso que en un medio tan conservador y en el fondo reaccionario como el de la
televisión, los programas humorísticos hayan logrado, a partir de Telecataplum, una
tónica casi vanguardista. No es una exageración afirmar que muchos sketches de La
tuerca, unos cuantos de Operación Ja Ja y otros tantos de Porcelandia ostentan un nivel
de escritura y de indagación social que no desmerece en nada frente a los experimentos
teatrales de una (Griselda Gámbaro o los novelísticos de un Manuel Puig. No siempre, es
bueno recordarlo, las condiciones limitadoras que rigen una industria del espectáculo
generan un arte limitado: el cine de Hollywood es un ejemplo permanente y también lo es
la televisión argentina.
YO ALMUERZO, TU ALMUERZAS
¿Y los almuerzos?
La cosa empezó en 1970 cuando la actriz Mirtha Legrand -en uno de los momentos más
deslucidos de su carrera - comenzó a convocar a una mesa tendida, a actores, escritores,
deportistas, damas de be-neficencia y cuanto personaje estuvie-se en ese preciso instante
gozando de alguna especie de alegre o triste ce-lebridad. En sus comienzos, la idea
parecía extravagante: ¿qué interés po-día encontrar el televidente en ver al-morzar a
unas cuantas personas? ¿Qué interés podía haber en oír el repiqueteo incesante de los
cubiertos sobre los pla-tos, en comprobar que la Legrand tenía que apelar a unos no
siempre disimu-lados "machetes" para recordar el nom-bre de algunos de sus
invitados, en oír una especie de reportaje gastronómi-co a cargo de una periodista muy
po-co profesional? El incuestionable triun-fo de los almuerzos televisados es uno de los
índices más claros de la irra-cionalidad del público: es prematuro hacer un balance de
su utilidad o in-utilidad pero, por lo menos, sirvió pa-ra que Legrand volviese a
conquistar un status de estrella que desde la década del 40 no había conocido, y para
convertir sus confusos chapuceos iniciales en el oficio deslumbrante de una consumada
profesional.
Gente que almuerza -con Legrand, con Nélida Lobato, con .La Chona-; gente que habla de
política en Polémica en el bar, o de bueyes perdidos como los jubilados de La Tuerca;
gente sentada frente a una cámara charlan-do. La imagen es una de las más re-veladoras
que ha forjado la televisión. En sus dos vertientes -la seudoseria y periodística de los
almuerzos, la hu-morística de los programas cómicos - refleja con claridad casi
insuperable cuál es la apelación máxima de este medio. Más que el espectáculo que en
un principio pretendió ser, la televi-sión se ha convertido, parcialmente, en un
vehículo para acercarse a la in-timidad de los otros; más que el ojo del intruso en el
living de la casa, una metáfora barata usada por malos li-teratos, es el ojo de uno mismo
a quien se le crea la ilusión de poder internarse en la intimidad de los demás. Un ojo
que, según las estadísticas, tie-ne exigencias variables. En 1971 una serie mexicana
protagonizada por Jorge Mistral (Los hermanos coraje) pasó sin pena ni gloria por las
pantallas de Buenos Aires; en el interior del país, en cambio, tuvo los ratings de
audiencia más altos que jamás haya logrado programa alguno en la televisión argentina.
Esos datos, y otros permiten conjeturar que el televidente de Buenos Aires reclama niveles
distintos que el del interior, o aún que el latinoamericano: una productora local pudo
anotarse hace cuatro años un éxito espectacular con una tira, Niño que provocó
tumultos entre Puerto Rico y Bolivia, aunque dejó indiferentes a la mayor parte de los
argentinos.
Los noticieros de 1973 son más incisivos que los de 10 años atrás; los teleteatros
están mejor dialogados, mejor actuados, mejor dirigidos. La cámara - sorpresa, un truco
deleznable que Mancera intentó imponer durante años no prosperó como forma de programa:
sus implicancias fueron rechazadas por toda clase de ligas morales y también por
supuesto, por los mismos damnificados. Sin embargo, esa cámara - sorpresa está presente
como filosofía en cuanto intento periodístico aparece: hay que registrar, durante horas,
todo los movimientos de Mercedes Ramón Negrete, no perderse detalle del compromiso
matrimonial de Fabiana López, entrar a la iglesia del brazo de Francis Smith en el día
de su casamiento, pispear cómo atiende Pinky a sus invitados en la noche de su
cumpleaños. Hay más películas, menos tiras, más noticieros, mejores programas
cómicos, más talento, menos improvisación, mejores producciones. Un poco más de todo,
un poco menos de ciertas cosas. La televisión, igual que 10 años atrás, sigue siendo un
producto casual que supuestamente ofrece ciertas cosas a un público que, supuestamente,
las exige. Dos definiciones lúcidas se han escuchado en el curso de la investigación que
precedió a esta nota. Una: "La televisión argentina es bastante mejor que su
fama". Y la otra: "Si la televisión argentina tiene cosas buenas, es porque
quienes las hacen tienen talento, no porque quienes las planean pretende que sean
buenas".
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