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CONCLUSIÓN
Revista Panorama
Enero 1966
En enero de 1957, mientras una
ola de calor agobiante se abatía sobre la ciudad, el presidente provisional de la
Nación, Pedro Eugenio Aramburu, citaba a cuatro hombres seleccionados entre la
oficialidad revolucionaria. Dos de ellos eran militares en ejercicio; un tercero oficial
de la Marina. Cerraba el cuarteto un sacerdote católico. El grupo escuchó, alelado, las
instrucciones del general Aramburu: "Ustedes cuatro -les dijo- deberán resolver el
destino final de los restos de Eva Perón. El gobierno desea solucionar de una vez por
todas este problema y acabar con una tensión que perjudica nuestra estabilidad política.
Existen dos requisitos importantes: que esa mujer reciba sepultura cristiana, porque así
lo exige su familia, y nos hemos comprometido a satisfacerla, y que absolutamente nadie
sepa el lugar donde descansarán los restos. Ustedes deben encargarse de mantener el
secreto más riguroso y evitar que queden huellas para que nadie pueda averiguar la
ubicación del cuerpo de Eva Perón. No me lo dirán siquiera a mí".
Los cuatro revolucionarios no tuvieron otra salida que acatar la orden. Se procedió
rápidamente. Alquilaron un departamento en Las Heras y Pueyrredón para poder reunirse en
secreto y encontrar una solución. A fines de febrero, después de cuatro noches de
intensos conciliábulos, comenzó a surgir una determinación. Se descartó la
proposición de uno de los conjurados: llevar el ataúd a Monte Grande, donde podría ser
enterrado en la bóveda familiar del militar, bajo nombre supuesto. Por fin, quedaban en
pie dos posibilidades. La primera era rechazada de plano por el sacerdote: incinerar los
restos de Eva Perón. La segunda parecía peligrosa: arrojar el ataúd al mar. Fue
entonces cuando concibieron la idea que dominaría todo el plan: la misteriosa
"Operación Nuez". fueron confeccionados veinticinco ataúdes de un metro y
veinticinco centímetros de largo; mientras, en el más absoluto secreto, veinticinco
figuras políticas de distintas tendencias pero de intachable honorabilidad eran citadas
por separado. A cada una se le encargaba la misión de enterrar los supuestos restos
mortales de la esposa de Perón, en forma reservadísima, sin dejar rastros y por sus
propios medios. Ninguno de estos veinticinco convocados sospechaba que existían los otro
veinticuatro, angustiados por una responsabilidad que los marcaría por el resto de sus
vidas. Entre febrero y marzo de 1957 Eva Perón fue "enterrada" 25 veces por
hombres que -a pesar de haber jurado secreto por Dios y por la Patria- fueron dejando
inevitables pistas, indicios que luego motivarían la confusión de los investigadores y
ocultarían la verdad.
Durante esos primeros meses de 1957, los cuatro revolucionarios esparcieron
planificadamente una ola de rumores por todo el país. Los hombres de prensa vigilaban
barcos, cavaban en Chile o Campo de Mayo, perseguían a influyentes personajes militares
para arrancarles una sola palabra que sirviera de indicio. A veces lograban detectar el
rastro de alguno de los veinticinco presuntos enterradores, internándose en vías muertas
que sumían en el desconcierto a los investigadores.
La confusa cortina de humo estaba creada: al finalizar marzo de 1957, el cuarteto de
conjurados comenzó a actuar. Un solo pensamiento los dominaba: hacerlo rápido y bien.
Una madrugada sofocante, pesada, fue el escenario del operativo final. Una camioneta de
color celeste tomó rumbo al Tigre, por el camino del Alto. En ella viajaban los cuatro
revolucionarios y un pequeño ataúd que contenía -realmente- el cuerpo de Eva Perón: el
que embalsamó Pedro Ara, el mismo que fue exhibido en la CGT, el que periodistas,
investigadores privados y comandos militares buscaron en vano durante años.
Iba oculto bajo una lona, sobre la que se acumulaban aparejos de pesca.
Al entrar en Martinez, donde la Avenida Libertador se cruza con Alvear, un patrullero
detuvo a la camioneta dispuesto a castigar severamente le exceso de velocidad.
Aterrorizados por la posibilidad de que el funcionario de tránsito revisara el vehículo,
los cuatro conjurados mostraron sus credenciales y siguieron su viaje. El agente quedó
como único testigo del primer capítulo de la "operación nuez".
El Club Náutico de San Isidro esta desierto a las cuatro de la mañana. El silencioso
cuarteto llevó sus aparejos de pesca a un yate amarrado cerca del cuerpo central del
Club. El marino lo había pedido prestado a un amigo para "una excursión
pesquera". Como el sereno persistía en contemplar el traslado de los pertrechos a la
embarcación, los conjurados iniciaron un larguísimo transporte de cajones de vino,
redes, carpas: esperando que el empleado se aburriera del monótono espectáculo.
Por fin, el hombre dejó de observarlos enfrascándose en la lectura de un periódico y el
grupo pudo embarcar el ataúd, cubierto por una lona.
Cuando partieron, todavía la oscuridad cubría el Club Náutico, pero ya algunos reflejos
mostraban el horizonte plano del río, calmo y desierto. No había testigos en el muelle.
Los motores roncaron serenamente, y se inició la etapa crucial del "operativo
nuez".
La sensacional revelación que encierran las siguientes líneas obliga, por razones
obvias, a un silencio juramentado sobre el secreto nombre de los informantes. La
documentación que prueba este relato se encuentra -como el resto de los informes que
sirvieron para redactar esta nota- depositada en un lugar perfectamente seguro.
Cuando el fuerte sol se alzó sobre la superficie del río, iluminó, como un punto
blanco, el yate de elegantes líneas, con una gran banda roja que recorría el casco de
proa a popa. En cubierta, tres hombres rígidamente enfilados aguardaban en posición de
firmes.
Después de unos minutos emergió, por la escalera que daba a los camarotes, la figura del
sacerdote, impuesto ya con hábitos. Apoyado contra la plancha de deslizamiento. En medio
de un silencio tenso, el sacerdote ofició la ceremonia. El responso se alzó, lúgubre,
seco; sobre la cubierta de la embarcación. La cadencia de las palabras rituales pareció
sedante; los hombres bajaron la cabeza y escucharon el amén final.
Después, reducido a su pequeñez material, el ataúd se deslizó por la borda, golpeó el
agua con un chasquido, flotó unos instantes y se hundió lentamente.
El marino no pudo menos que asomarse a contemplar ese remolino tan simple, tan definitivo;
la sonda indicaba en ese punto 25 metros de profundidad. En los alrededores de ese lugar,
conocido como "zona de nadie", meses después se produciría un recordado
naufragio.
El general Aramburu conserva seguramente, un mensaje lacónico, en un papel sin membrete
fechado en abril de 1957: "Hemos cumplido con nuestro deber".
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Editorial Lolé Lumen
Sergio Rubin
Julio 2002
autor de "Eva Perón: Secreto de Confesión, cómo y por qué la Iglesia
ocultó 16 años su cuerpo".
Fue
uno de los secretos mejor guardados de la historia argentina. En torno a él se creó una
macabra leyenda que mezcló realidad con ficción. Durante casi 16 años los argentinos se
preguntaron adónde estaba el cuerpo de Eva Perón.
La historia arrancó la noche del 23 de noviembre de 1955, dos meses después de la
Revolución Libertadora, cuando un perturbado teniente coronel Carlos Moore Koenig, por
entonces jefe del Servicio de Inteligencia del Ejército (SIE), al frente de un comando,
irrumpió en la sede de la CGT. Presuroso, se dirigió al segundo piso, donde estaba
depositado el cuerpo. Y, en presencia de un aterrado Pedro Ara, el célebre embalsamador
del cadáver, que temía por la integridad de su obra maestra, retiró los restos y se
perdió en la oscuridad. Desde entonces poco se sabría del destino del cuerpo hasta su
devolución a Perón, en 1971, en Madrid.
Con todo, algunos sorprendentes avatares del destino del cadáver trascendieron. Porque
Moore Koenig, desoyendo la instrucción del presidente Pedro Eugenio Aramburu de darle
cristiana sepultura (léase enterrarlo clandestinamente), sometió en los primeros meses
al cuerpo a un insólito "paseo" por media ciudad de Buenos Aires en el furgón
de una florería. Insólitamente intentó sin éxito dejarlo en una unidad de la Marina
la fuerza más antíperonista y lo depositó en el altillo de la casa de su
segundo, el mayor Arandía. En una noche de horror, creyendo que la resistencia peronista
había entrado a su casa para llevarse el cuerpo, Arandía mató a tiros a su mujer
embarazada.
Moore Koenig tenía locura con el cadáver. Llegó a parar el féretro en su despacho y
manosearlo, entre otras bajezas. Se dedicó, incluso, a mostrárselo a sus visitantes.
Hasta que uno de ellos, la recordada cineasta María Luisa Bemberg, corrió espantada a
comentarle el hecho a su amigo, jefe de la Casa Militar, el capitán de navío Francisco
"Paco" Manrique.
El dato llegó a oídos de Aramburu quien, consternado, dispuso el relevo de Moore Koenig
y colocó en su lugar al coronel Hector Cabanillas, que debía cumplir con la orden de
darle cristiana sepultura. Pero nadie en el Gobierno tenía un buen plan.
Para colmo, cerca de donde estaba el féretro, aparecían fotos de Evita y velas, que
confirmaba que los peronistas conocían su paradero. Consciente del problema, el jefe del
regimiento de Granaderos a Caballo, el teniente coronel Alejandro Agustín Lanusse, con la
ayuda del capellán de la unidad y amigo, Francisco "Paco" Rotger, diseñó un
plan para ocultar el cuerpo con la colaboración de la Iglesia. Lanusse, un militar osado
y ambicioso, deseaba complacer a Aramburu, a quien admiraba. Y, de paso, sacar de
circulación el principal emblema peronista. Rotger diría que quería salvar el cuerpo
ante la amenaza de su destrucción.
El plan revelado con minuciosidad por una investigación de Clarín de 1997
consistía en el sigiloso traslado del cuerpo a Italia y su entierro en un cementerio de
Milán con un nombre falso. La clave era la participación de la Compañía de San Pablo
comunidad religiosa de Rotger, que custodiaría la tumba. Su intervención
tenía la ventaja de cortar prácticamente todos los caminos que condujeran al cuerpo.
Pero tenía un doble desafío para Rotger: que el superior general de los paulinos, el
padre Giovanni Penco, ayudara; y que el papa Pío XII no se opusiera.
En pos de estos objetivos, Rotger viajó especialmente a Italia. Luego de largos
conciliábulos, que estuvieron al borde del fracaso, el sacerdote obtuvo luz verde. A su
regreso al país, Cabanillas puso en marcha el llamado Operativo Traslado. Cabanillas
sabía que los peronistas andaban cerca y también se dedicó, aunque respetuosamente, a
cambiar permanentemente de lugar el féretro hasta que fue embarcado en el buque
"Conte Biancamano" con destino a Génova.
El féretro fue llevado por el oficial Hamilton Díaz y el suboficial Manuel
Sorrolla. En el puerto italiano, lo esperaba el propio Penco. El cadáver bajo el
nombre de María Maggi de Magistri fue enterrado en el cementerio Mayor de Milán
(equivalente a Chacarita). Penco le encargó a una laica consagrada, Giussepina Airoldi,
que le llevara flores, según le dijo, a "una bondadosa mujer italiana que había
muerto en la Argentina a raíz de un accidente automovilístico y deseaba ser enterrada en
su tierra natal". Airoldi cumplió puntillosamente con el cometido durante 14 años.
En aquellos casi tres lustros, sólo Cabanillas sabía exactamente dónde estaba el
féretro. La cuestión del cadáver volvió a tomar vigencia a mediados de 1970 cuando los
Montoneros, en su sangriento debut, secuestraron a Aramburu y exigieron la aparición del
cuerpo de Evita. Cabanillas se movilizó para devolverlo, pero no llegó a tiempo: el ex
presidente fue asesinado. Al año siguiente, siendo ya Lanusse presidente, inició el
deshielo con el peronismo y, como gesto, devolvió el cuerpo a Perón.
Rotger debió entonces viajar a Milán para conseguir la colaboración del nuevo superior
general de los paulinos, el padre Giulio Madurini Penco había muerto en 1965,
lo que obtuvo. Prontamente, Cabanillas y Sorolla viajaron a Italia ahora los
Montoneros y el secretario general de la CGT José Ignacio Rucci estaban cerca de dar con
la tumba para cumplir con el denominado Operativo Devolución. El cuerpo fue
exhumado el 1° de setiembre de 1971, llevado en un furgón a España y entregado a Perón
en Puerta de Hierro dos días después en presencia de su tercera esposa Isabel Martínez.
La operación eclesiástico-militar había sido un éxito. Pero no hubo acuerdo sobre el
estado del cuerpo. Para Ara, que lo vio 24 horas después, estaba casi intacto. Para las
hermanas de Evita y el doctor Tellechea, que lo restauró en 1974, estaba muy deteriorado.
Perón regresó al país, pero sin el cadáver de Evita. Persistentes, los Montoneros
secuestraron entonces el cadáver de Aramburu y dijeron que lo devolverían cuando fueran
repatriados los restos de "la compañera Evita". Pero sería Isabelita, ya
muerto Perón, la que dispondría traerlos al país.
Con el golpe militar de 1976, el cuerpo que estaba en la quinta de Olivos fue
entregado a la familia Duarte y depositado en el panteón familiar del cementerio de
Recoleta, bajo dos gruesas planchas de acero. Nadie se anima a asegurar que sea el final
de una agitada inmortalidad. |