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crónicas del siglo pasado

REVISTERO

La censura



Fragmentos del programa
Yo fuí testigo
1986

 

OJOS QUE NO VEN...
EL AUTORITARISMO Y SU ARMA PREFERIDA: LA CENSURA

La palabra "censura" provoca en cualquier individuo consciente de su dignidad, sus derechos, y su libertad, un estremecimiento. A pesar de tener distintas acepciones, es tal la descarga que imprime en nosotros, que solamente tomamos uno de los significados, olvidando los otros.
En efecto, "censurar" es, en primer término, "formarse un juicio sobre una cosa; juzgar con sentido crítico", y solamente en una segunda acepción "corrección o reprobación de una cosa".
La distancia que va de "reprobar" a "prohibir" fue salvada rápidamente en la historia de la humanidad, y se transformó en una de las lacras más pesadas, sobre todo en los períodos signados por regímenes totalitarios para los que, apelando al gracejo popular, que tiene siempre una válvula de escape en el humor, la cosa se transforma en "prohibido qué se yo".

 

 

La voz "censor" se relaciona etimológicamente con "censo", y ambas provienen del latín. En la Roma del siglo III, época de definiciones en el plano político, aparece el cargo de censor. Este magistrado estaba encargado del censo e inventario de los bienes (con miras a los impuestos), y por lo tanto debía confeccionar listas de ciudadanos según su clase social.
Los censores romanos debían también hacerse cargo de la ejecución de los trabajos públicos, establecían el presupuesto y finalmente podían tachar de infamia a los ciudadanos sospechosos de mala moral. Teniendo en cuenta que sólo los ciudadanos de una cierta clase podían votar en asambleas, es fácil deducir que el censor de alguna manera eliminaba, bajo supuestos bienes éticos, a todo enemigo político.
Claramente surge que desde los albores, la censura se une indefectiblemente al poder político, a los intereses económicos de los que detentan el poder y sólo en una tercera instancia a la reprobación -de hecho prohibición- de la inmoralidad. Pero como la moral es sumamente elástica en cuanto amplía o restringe sus límites, según la época de que se trate, las prohibiciones tienen como rasgo característico la arbitrariedad más o menos furibunda de quien la ejerce.
La psicóloga Silvia Di Segni, consultada por "Yo fui testigo", nos dice: "Toda sociedad, aun la más libre, tiene algún tipo de censura para poder garantizar un cierto orden. Me estoy refiriendo con esto, a por ejemplo, la prohibición de incesto, la violencia sexual, etc. En otro plano, ciertas restricciones son indispensables por el bien común, como seria el caso de la marcación estricta de lugares para estacionar. El hombre, en el plano estrictamente individual, necesita cierta censura para no quedar en manos de lo puramente instintivo, para poder organizar su yo. Es un problema de límites que, al trascender lo individual para acceder a lo social, debe apoyarse en la ley, que para eso está. Cuando la censura se ejerce desde el autoritarismo, se transforma rápidamente en un mecanismo de opresión cuyo fin es la concentración del poder".

Fromm y "el miedo a la libertad"

Erich Fromm estudió ampliamente esta relación individuo-sociedad en una obra que ya es un clásico para el estudio de la censura: "El miedo a la libertad". Explica en ella que "cuanto más crece el niño, en la medida que va cortando los vínculos primarios, tanto más tiende a buscar libertad e independencia", se va sintiendo más fuerte, más activo, en una palabra se reconoce como individuo (no diviso: individuo). Pero esos vínculos primarios (madre, padre), daban seguridad, y el individuo se da cuenta de su soledad, de ser un ser separado de los demás. El mundo se presenta como fuerte, a veces abrumador, hasta amenazante. Y así como el niño no puede volver al seno de la madre, la psique no puede regresar a la no conciencia de su yo, por lo cual apela al mecanismo del sometimiento. "El niño se vuelve más libre para desarrollar y expresar su propia individualidad sin los estorbos debidos a los vínculos que la limitaban -dice Fromm-. Pero al mismo tiempo el niño se libera de un mundo que le otorgaba seguridad y confianza".
La censura se vale de este miedo a la libertad y adopta una postura "paternalista", discriminando a su criterio, siempre con el slogan del "bien común" o, en el plano individual, de "lo hago por tu bien".
El censor es un narcisista, tiene una idea grandiosa de sí mismo, se siente un salvador, un Mesías. Pero este Mesías, de puro ocupado que está ante sí mismo, desprecia al otro, no lo tiene en cuenta: para él, el otro es un objeto, un objeto que le sirve para reforzar su imagen poderosa, para que le exprese admiración, para ejercer su poder.
Sin embargo, conocedor de la necesidad de figuras fuertes, el censor se dirige al censurado con un discurso "partemalista", limitándolo "por su propio bien". Es como si dijera: "Sé que hay cosas que te confunden, y yo, que soy más fuerte, las puedo discriminar. Eres como un chiquito, en tanto yo soy como tu padre. Te puedo dar la seguridad de que no habrá cambios, de que puedes seguir siendo un niñito, a cambio de que no crezcas, de que el orden establecido se mantenga congelado en lo que yo creo que es conveniente. Ser adulto es aceptar ciertas restricciones, adecuarse a ciertos cambios. Teniendo un papá fuerte como yo, no necesitas cambiar, ni adecuarte a nada, excepto a lo que yo te diga, a lo que yo te prohiba, a lo que yo elija como lo más conveniente para tí, a lo que yo te cercene. Pero sabes que lo hago por tu bien..."
Hipócritamente adopta la fachada ética para encubrir su propia inseguridad, su ansia de poder, sus miedos, su autoritarismo.
En un plano individual el censor es un ser incapaz de afecto, que necesita patológicamente que le demuestren admiración para superar esa falta. Tiene una idea grandiosa de sí mismo, y en ella los demás no existen, son objetos puestos sobre la Tierra nada más que para loarlo y hacerlo sentir más grandioso.
Se puede tratar de una personalidad pervertida, ser un "voyeur", un homosexual, etc., pero esto no lo puede admitir. Tiende, por lo tanto, a reprimirse totalmente a demostrar que no son así, y eso es lo que tratan de combatir afuera. No pueden tolerar que los demás vivan en libertad. Como suelen apoyarse en cosas superficiales (belleza, juventud, etc), entre ellos el índice de suicidios es muy alto, pues se matan antes de envejecer, de perder todas esas superficialidades en las que se apoyan. A veces el suicidio está disfrazado (los católicos no tolerarían tal "desacato" a los dogmas), y el censor prepara las condiciones para autoeliminarse: accidente callejero o en ruta, caídas, incendios, etcétera.
Estas mentes enfermas pervierten todas las relaciones, llegando, en muchos casos, a pervertir a la sociedad.
Nuestra amarga experiencia en los campos clandestinos durante la última tiranía militar, nos revela que el agredido suele identificarse con el agresor. Esto explicaría a la masa que censura lo mismo que censura la autoridad de turno. Los relatos de los que lograron salvarse de los campos de concentración nazis, también son reveladores: los jefes de barraca exigían tener las botas impecables: los sometidos cuidaban su aspecto con racionalizaciones ("Si nos vemos barbudos y sucios disminuirá nuestra autoestima"); los nazis escuchaban música clásica: los prisioneros canturreaban también racionalizando ("Debíamos repasar una y otra vez nuestro acervo cultural para impedir que nos convirtieran en bestias"); los torturadores sometían a mil vejámenes y los torturados se sentían disminuidos si sólo les daban puntapiés ("resistir una tortura transformaba a uno en un ser casi superior; recibir un puntapié nos degradaba, nos hacía sentir niños golpeados por un papá neurasténico"). (Fuente, "Psicología del torturador" de varios autores).
Quienes estuvieron en los "chupaderos" argentinos, tanto como los que estuvieron en los campos nazis, observaron, en su mayoría, el mismo comportamiento al salir en libertad: la identificación con el agresor. Esta identificación se notaba (y los psicoanalistas que atendieron casos de este tipo lo atestiguan), en preferir los lugares oscuros y estrechos como vivienda, como reproduciendo las condiciones infrahumanas del encierro. En los primeros tramos de la libertad, el que logró salvarse vestía con ropas de color verde (verde militar) o gris, llevaba el pelo corto, se entretenía con las acciones que podía realizar en la celda si al torturador le complacía que las hiciera: tallados de huesos, collages con papeles, "mascotas" que podían ser sustitutos de la paloma que asomaba tras la reja, aquella a la que miraba como amiga, relatos mentales, ajedrez sin contendiente.

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La planificación de la censura

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El paralelo establecido entre el censor y el torturador no es caprichoso: en ambos prevalecen el sadismo, ambos son en el fondo inseguros que, ante su poquedad, intentan destruir al otro: unos matan y mutilan hombres, otros matan y mutilan obras.
Sabemos que hay cosas que llevan a determinados efectos, sabemos que acaso el psicoanálisis pueda dar una interpretación al por qué de tales perversiones. Pero de una vez por todas debemos discriminar que una cosa es la interpretación científica, y otra la justificación ética. Una cosa es entender cómo se puede llegar a tal patología, y otra perdonar en aras de esa interpretación. Un censor es siempre consciente del papel que juega, sabe muy bien que responde a una ideología, más aún: que la representa y la comparte, y a él, como al torturador, hay que desenmascararlo. Hay que desmontar todo el andamiaje de "censores masa" que siguiendo determinadas ideologías ponen bombas en los locales donde se va a estrenar "Jesucristo superstar", hacen pintadas en locales judíos, irrumpen en el teatro San Martín cuando se está por dar una obra de Darío Fo rompiendo y promoviendo un escándalo, envían cartas a los diarios -muchas veces con nombres y direcciones falsas- exigiendo que no se estrene en el país "Yo te saludo María", a la que, por otra parte, no han visto, intentan confundir a todo el mundo planteando que el divorcio es lo mismo que atacar y disolver a la familia argentina.
Sabemos que actúan por miedo, que el fascismo se explica, en parte, por medio de la Revolución Rusa; que su necesidad de identificación con una figura fuerte hace que el mismo Mussolini se meta en una persecución racial por adhesión a Hitler, que "racionalizó" dramáticamente las "purgas" explicando que había en Italia un judío por cada mil católicos y entonces la proporción "demostraba" que por tal insignificancia no valía la pena preocuparse. Todas estas explicaciones, las de la labilidad de la psique de Hitler y Mussolini, las de las motivaciones profundas de los censores o los torturadores no nos sirven. Porque nada sirve cuando está en juego la vida y la dignidad humana, cuando sabemos que actuaban a conciencia y prolijamente.

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La censura en forma de bomba
en el Teatro del Picadero

María Elena Walsh
y el "País-Jardín-De-Infantes"
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Nuestro país ha conocido largos años de paternalismo perverso.
Años en los que quien quería crecer como individuo debía soportar ser sospechoso de subversión, porque todo lo que se actuara o pensara en contra del discurso autoritario podía ser vuelto como un boomerang peligroso que costaría prohibiciones, listas negras, cercenamientos, autocensura, persecución, hasta la muerte. Pocas voces se alzaron defendiendo el derecho a ser individuos. El terror era demasiado grande. Una de esas voces fue la de María Elena Walsh en un artículo que, por su valentía, lucidez y sentido de la defensa, de la dignidad humana, merece ser transcrito íntegramente. Se trata de "Desventuras en el país-Jardín-de-Infantes", publicado en el diario Clarín en agosto de 1979, y en él nos dice la "juglaresa":
"Si alguien quisiera recitar el clásico "Como amado en el amante/ uno a otro residía" (1) por los medios de difusión del país-jardín, el celador de turno se lo prohibiría, espantado de la palabra "amante", mucho más en tan ambiguo sentido.
Imposible alegrar que esos versos los escribió el insospechable San Juan de la Cruz y se refiere a personas de la Santísima Trinidad. Primero, porque el celador no suele tener cara (ni ceca). Segundo, porque el celador no repara en contextos ni significados. Tercero, porque veta palabras a la bartola, conceptos al tún-tún y autores porque están en capilla.
Atenuante: corno el celador suele ser flexible con el material importado, quizá dejara pasar "por esa única vez" los sublimes versos porque son de un poeta español.
Agravante: en ese caso los vetaría sólo por ser poesía, cosa muy tranquilizadora. El celador, a quien en adelante llamaremos censor para abreviar, suele mantenerse en el anonimato, salvo un famoso calificador de cine jubilado que alcanzó envidiable grado de notoriedad y adhesión popular.
El censor no exhibe documentos ni obras como exhibimos todos a cada paso. Suele ignorarse su curriculum y en qué necrópolis se doctoró. Sólo sabemos, por tradición oral, que fue capaz de incinerar "La historia del cubismo" o las "Memorias de (Groucho) Marx". Que su cultura puede ser ancha y ajena como para recordar que Stendhal escribió !as novelas "El rojo" y "El negro" y que ambas son sospechosas, es dato folklórico y nos resultaría temerario atribuírselo.
Tampoco sabemos, salvo excepciones, si trabaja a sueldo o por vocación, porque la vida lo engañó o por mandato de Satanás.
Lo que sí sabemos es que existe desde que tenemos uso de razón y ganas de usarla, y que de un modo u otro sobrevive a todos los gobiernos y renace siempre de sus cenizas, como el Gato Félix. Y que fueron ¡ay! efímeros los períodos en que se mantuvo entre paréntesis.
La mayoría de los autores somos moralistas. Queremos -debemos- denunciar para sanear, informar para corregir, saber para transmitir, analizar para optar. Y decirlo todo con nuestras palabras, que son las del diccionario. Y con nuestras ideas, que son por lo menos las del siglo X y no las de Khomeini.
El productor-consumidor de cultura necesita saber qué pasa en el mundo, pero sólo accede a libros extranjeros preseleccionados, a un cine mutilado, a noticias veladas, a dramatizaciones mojigatas. Se suscribe entonces a revistas europeas (no son pornográficas, pero quién va a probarlo. ¿No son obscenas las láminas de anatomía?) que significativamente el correo no distribuye?
25 millones, sí, porque los niños, por fortuna, no se salvan del pecado. Aunque se han prohibido libros infantiles, los pequeños monstruos siguen consumiendo historias con madrastras-harpías, brujas que se comen niños, hombres que asesinan a 7 esposas, padres que abandonan a sus hijos en el bosque, Alicias que viajan bajo tierra sin permiso de mamá. Entonces ellos, como nosotros, corren el riesgo de perder ese "sentido de familia" que se nos quiere inculcar escolarmente... y con interminables avisos de vinos.
Esta no es una bravuconada, es el anhelo, la súplica de una ciudadana productora-consumidora de cultura. Es un ruego a quienes tienen el honor de gobernarnos (y a sus esposas, que quizás influyan en alguna decisión así como contribuyen al bienestar público con sus admirables obras benéficas): Déjenos crecer. Es la primera condición para preservar la paz, para no fundar otra vez un futuro de adolescentes dementes o estériles.
Como aquella pobre modista negra llamada Rosa Parks, encarcelada por haberse negado a cederle el asiento a un pasajero blanco en un autobús según la obligaba la ley, la autora declararía a quien la acusara de sediciosa: "No soy una revolucionaria, es que estaba muy cansada".
Pero Rosa Parks, en un país y una época (reciente) donde regían tales leyes en materia de "derechos humanos", era adulta y, ayudada por sus hermanos de raza, pudo apelar a otro ámbito de la justicia para derrotar, a la larga, la opresión y contribuir a desenmascarar al Ku-Klux-Klan.
Nosotros, pobres niños, a qué justicia apelaremos para desenmascarar a nuestros encapuchados y fascistas que vienen de arriba, de abajo y del medio, para derogar fantasmales reglamentos dictados quizá por ignorancia o exceso de celo de sacristanes más papistas que el Papa.
Sólo podemos expresar nuestra impotencia, nuestra santa furia, como los chicos: pataleando y llorando sin que nadie nos haga caso.
La autora está "muy cansada", no por los recortes que haya sufrido porque volverán a crecerle como el pelo y porque de ellos la compensa el privilegio de integrar la honorable familia de sus compatriotas, sino por compartir el peso de la frustración generalizada. Porque es célula de todo un organismo social y no aislada partícula. Porque más que la imagen del país en el exterior le importa y duele el cuerpo de ese país por dentro.
Y porque no es una revolucionaria pero está muy cansada, no se exilia sino que va a llorar sentada en el cordón de la vereda, con un único consuelo: el de los zonzos. Está rodeada de compañeritos de impecable delantal y conducta sobresaliente (salvo una que otra travesura). De coeficiente aceptable, pero persuadidos a conducirse como retardados y, pese a su corta edad, munidos de anticonceptivos mentales.
Todos tenemos el lápiz roto y una descomunal goma de borrar ya incrustada en el cerebro. Pataleamos y lloramos hasta formar un inmenso río de mocos que va a dar a la mar de lágrimas y sangre que supimos conseguir en esta castigada tierra."

 

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