Se había escuchado el bandoneón de Piazzolla y se
sabía que iba a salir. No por ello la aparición de Amelita Baltar en
el marplatense escenario de Re-Fa-Si dejó de impresionar a un
público heterogéneo, sin común denominador de edad, aptitud o gusto.
La presentación de Amelita es sobria, severa, diríase casi tímida.
Morocha, ni alta ni baja, de cuerpo menudo, de vestimenta
anti-reluciente, de maquillaje magro, se dispuso a cantar. ¿A
cantar? Sobre la respuesta se tejen controversias. Nadie duda y
todos aplauden, en cambio, su capacidad para interpretar canciones,
calando hondo en los versos, sea en Chiquilín de Bachín o en la más
patética 'Balada para mi muerte'. Y llega después la presentida
'Balada para un loco' y el auditorio la goza por anticipado, la
vitorea antes de que termine, la ovaciona al final. El fenómeno
ocurre todos los días, dos veces por noche; el público
incesantemente renovado parecería siempre el mismo, iguales son los
síntomas de adhesión y entusiasmo que se perciben. Pichuco Troilo,
cuyo fuelle cierra el primer show, acostumbra entrar en la sala
cuando el "loco él" culmina. Entonces la diestra de Amelia suele
señalarlo, para satisfacción del gordo. En seguida, previa incursión
en los camarines, besos en las mejillas de Aníbal e inevitables
comentarios de rutina sobre el espectáculo, la cancionista sale a la
calle con Astor. No van lejos: refrigerio y merienda esperan casi
siempre en el bar cercano, adentro o en la vereda. En plena avenida
Luro el desfile de gente resulta interminable y a menudo el
transeúnte la señala o mira: "es la de la Balada", suelen decir. La
aludida confiesa: "la popularidad no me molesta pero todavía me
desconcierta,, no estoy ubicada en el éxito". Se ríe y agrega:
"parezco una pajuerana". La antipose de
María Amelia Baltar no circunda otros extremos; es espontánea. Sin
las luces del proscenio, sin asomos de pintura, con mínima
coquetería, se la ve más morocha, tras discretos anteojos oscuros,
en pantalones negros que no son los "palazzo" espectaculares. Le
gusta conversar y no quiere sentar cátedra. Tampoco oculta los datos
biográficos esenciales o los rodea de misterio. Tiene veintinueve
años, está divorciada de un periodista con quien estuvo casada
cuatro, tiene un hijo de más de cinco (Mariano): "de mi chico puedo
decir los mismos entusiasmos de cualquier madre y los digo muy
contenta". Porteña del barrio norte, se educó en colegio de monjas,
La Anunciata de la calle Arenales, "donde me recibí de maestra y
ejercí después poco más de un año". El tango es una vivencia que le
viene de lejos: "mis mayores eran muy tangueros, recuerdo que mis
tías profesoras de piano tocaban los viejos tangos y los hombres de
la casa los silbaban o cantaban; desde chica conocí muchas letras".
Sin embargo, el folklore de tierra adentro fue por muchos años una
única experiencia artística. A los quince años inició el estudio de
guitarra. Ya cantaba, "sin saber cómo". Voz e instrumento la guiaron
por peñas amistosas, por cenáculos cada vez más ensanchados, hasta
que casi sin proponérselo se vio Integrando el Quinteto Sombra, de
1962 a 1966. "Hacíamos el folklore absolutamente en serio, con
vocación y enriquecidos conocimientos", memora Amelita. El conjunto
grabó para Columbia y ella Impresionó como solista en 'Si lo vieran
pasar'. Pero el vínculo artístico —luego sentimental— con Astor
Piazzolla sería el vuelco definitivo. "No sé —reflexiona— si podría
hablar de una carrera, cuya responsabilidad estoy asumiendo ahora:
las circunstancias obraron de manera muy ocurrente, yo me sentía con
sensibilidad para hacer muchas cosas sin considerarme
específicamente artista". Concurría como entusiasta espectadora al
676 de la calle Tucumán a escuchar a Astor "e imaginaba que trabajar
con un tipo así debería ser formidable". Lo conoció en febrero de
1968, surgió pronto la idea de hacer la operita María de Buenos
Aires. "Se hizo, fue un éxito, para mí una batalla ganada contra el
miedo y la duda". Sigue una historia de apenas tres meses, que
arranca del Festival de la Danza y la Canción, que la Municipalidad
de Buenos Aires montó en el Luna Park. La Balada, que triunfó sin
obtener el previsto primer premio, la confrontó a la multitud.
"Recién empiezo", se dice Amelita, consciente del momento clave que
está viviendo. Cantando la música de Piazzolla y las letras de
Horacio Ferrer se siente en el camino de la plena realización. No
sabe si alguna vez retornará al otro folklore, como lo hizo, tras
los meses de María, en La Fusa de Punta del Este. Filmará Los
amantes de Buenos Aires, piazzollana comedia musical que imagina
equivalente porteño de Amor sin barreras. Continuará en el ejercicio
y el estudio para mejorar "mis pocos recursos vocales". "Los
franceses —explica— tienen una denominación, 'diseuse', muy
apropiada; creo que es la más conveniente para mí, ya que ante todo
me considero intérprete; mi identificación con una canción comienza
en los versos antes que en la melodía; así me compenetré antes del
folklore norteño de poetas que estimo notables, como Dávalos o
Castilla". Ese "meterse" en los versos puede ser el culpable de una
devoción que Amelita nombra con pudor: "he escrito, de vez en cuando
lo sigo haciendo: son poesías sentimentales, muchas serán cursis,
las he sentido, son inevitable expresión y confidencia". Los
casos de Azucena Maizani, o Libertad Lamarque, o Tita Merello, u
otros muchos pueden sucederse en intento de comparación. Tal vez
porque el tango fue en ella una consecuencia y no el primer escalón,
Amelita Baltar encuentra inútiles los paralelos, caprichosa la
clasificación en un estilo que otros hubieran iniciado. De los que
cantaron el tango sólo nombra a Gardel, "porque siempre creí que su
voz es imponderable, de incontados matices, y porque fue un
intuitivo que no se quedó: confió en la evolución y el estudio".
Ella también se autodefine "intuitiva", convencida de que el secreto
"es gobernar esa intuición, no estancarse, practicar la
autocrítica". No le desagrada que Troilo insista en proclamar que es
actriz antes que cancionista. No fue el primero en advertirlo: hace
dos años el director teatral Alberto Rodríguez Muñoz, tras
descubrirla en María de Buenos Aires, la instó a seguir sus cursos.
"El ensayo —refiere Amelita— duró tres meses; allí me convencí de
que necesito otro tipo de estudio, que debo machacar sobre mí misma,
que día a día debo descubrir y pulir mis posibilidades, sin dejar
que otros, aunque sepan más, me fundan en un molde extraño". No
se puede predecir el futuro de Amelita Baltar, menos si estará
indisolublemente unido al tango. Pero salta a la vista que en el
"boom" tanguístico de Mar del Plata 70 es la única mujer —voz grave,
grito controlado, drama— que compite a un mismo nivel con resonantes
voces masculinas: Rivero, Goyeneche, Sobral. PANORAMA, FEBRERO
10, 1970
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