DEL ATENEO AL BAR FLORIDA
Por JORGE KOREMBLIT

Los dos cafés mencionados, junto con La Sonámbula, son nombres inolvidables para los porteños cincuentones. Llenaron una época del Buenos Aires ya extinguido, en el que Luis Dellepiane, Homero Manzi, Enrique Serrano, Edmundo Eichelbaum, por citar un puñado, se enfrascaban tanto en recitar a Baudelaire, discutir sobre filosofía o devorar un sandwich de salame.
bares
EL local, con algunas reformas, todavía está en la esquina de Cangallo y Carlos Pellegrini. Hoy es un ramplón comedero, tipo Munich. En los años 40 fue el café El Ateneo, un lugar de encuentro para artistas, políticos, periodistas y buscas, como pocos recuerda la historia de la ciudad.
El café tenía su parte principal por Carlos Pellegrini., su reservado por Cangallo (con boisserie y todo) y, en los altos, mesas para la baraja y la generala. Los parroquianos estables se integraban en barras. Las del grupo Artistas Asociados, con Enrique Muiño, Ángel Magaña, Francisco Petrone, Lucas Demare, Homero Manzi, Nicolás Fregues, Enrique Roldán, Dringue Farías, Castrito, Sebastián Chiola, García Smith, Carlitos Roldán, Ulderico Garzoglio y Enrique Serrano. La de Luis Dellepiane (ex presidente de FORJA) con los entonces aspirantes a políticos Alberto Spotta, Armando Turano, Ricardo Mosquera, Andrés Amil, incluyendo esporádicas presencias de dirigentes radicales ya conocidos como Donato Del Carril, Emir Mercader, Moisés Lebensohn, Luis Mac Kay o el musicólogo Carlos Vega. Estaba también el núcleo de José Ramos (half izquierdo de River); el del viejo periodista y comediógrafo Agustín Remón y, en ocasiones, alzaba su tienda otro veterano de la letra impresa, Tito Livio Foppa. En algún rincón, solitario, haciendo tiempo para correrse hasta un vecino boliche en la cortada de Carabelas, se lo podía ver todas las noches a Samuel Eichelbaum.
Había otras barras menos memorables. Estaban compuestas por horteras barriales. Aspiraban a codearse con los artistas famosos. Cultivaban una forma menor del esnobismo: sólo querían darse "dique".
La mesa de Luis Delepiane comenzaba a funcionar hacia la medianoche. Fueran dos o veinte los presentes, la rutina era análoga: Dellepiane hablaba todo el tiempo. Sólo cuando se demoraba con el café o el whisky, algún intrépido colocaba su acotación o intentaba, siempre sin éxito, generar el diálogo. Dellepiane tenía tres temas básicos y recurrentes: su padre, el general (ministro de guerra de Yrigoyen); su juventud dorada y, más tarde, sus desvelos como médico de villorrio; y un cuarto tema referido a diferencias con Jauretche y Scalabrini Ortiz cuando se produjo la crisis de FORJA.
Dellepiane hablaba con propiedad; sus largas homilías nunca se afeaban con vulgarismos idiomáticos. Dueño de una gran memoria evocaba viejas lecturas de juventud y era así como, de pronto, aparecían citas de Baudelaire o Verlaine, cuando no de Rubén Darío. Los circunstantes escuchaban en silencio. Incluso si se trataba de repeticiones (siempre lo eran) asumían. por respeto, la cara de oír novedades.
Pero no todo era solemnidad. Hacia la madrugada, Dellepiane solía interrumpir bruscamente su monólogo sobre los poetas del siglo de oro español o el cine francés de preguerra, para gritarle al mozo:
—Che Chapurro, haceme cortar algunas fetas de salame.
O también, sin dar ninguna explicación, suspendía una charla sobre el imperialismo para ir a jugar a la generala.
Homero Manzi se dejaba caer tarde por El Ateneo. Previamente recorría varios boliches (el Proa de Tacuarí e Hipólito Yrigoyen; el España de la Avenida de Mayo o el Madrid de Bernardo de Irigoyen). Entraba jovial; parloteaba en todas las mesas, jugaba en el tragamonedas que estaba al lado del baño y, finalmente, se acodaba en el mostrador. Desde ahí desgranaba anécdotas, chistes, simpáticas maledicencias y comentaba los sucesos del día. Por lo general, le robaba audiencia a Dellepiane. Este, haciendo suya una frase de Jauretche, decía por lo bajo, despectivo: "Homero está en la vida fácil".
Una noche Homero entró silencioso. En lugar de su actitud jaranera, exhibía un aire reconcentrado. Casi sin saludar se fue a una mesa apartada, sacó unos papeles y se puso a revisarlos. Dellepiane sentenció: "está enfermo". A la hora, Homero fue al teléfono y ahí permaneció largo tiempo, moviendo los brazos mientras hablaba. Después de cortar se reintegró a la rueda de sus contertulios, nuevamente locuaz como siempre. Días más tarde se supo todo. Se le había ocurrido la letra de un tango. La había escrito en la calle y corregido en El Ateneo. Luego se la dictó por teléfono a Lucio Demare. Era "Malena".

El Bar Florida
Está intacto en Viamonte al 500. Lo frecuentan hoy empleados de la zona, propietarios de locales de la galería Pacífico y personas de paso. Olores varios y fuertes (milanesas, patty, seudolomitos) mozos indiferentes y tedio recortable a cuchillo podrían despistar los recuerdos. Pero, sin embargo, en el mismo lugar y hace una treintena de años, estudiantes de Filosofía y Letras habían recreado un módico Café de Flores, con incipientes melenudos y todo.
Los encuentros en el Bar Florida eran nocturnos. Paralelos casi siempre a las clases de la Facultad. En las mesas de sórdida consumición (a veces, tres se aguantaban con un café) se discutía con ardor: En Europa la guerra se definía. Muy pocos, casi ninguno, eran partidarios del Eje. Pero ya había bolches y antibolches. Aparecían, asimismo, los primeros acólitos del arte comprometido. Frente a ellos, los defensores de la literatura pura. Y los macaneadores de las últimas modas culturales. Y los melómanos. Y los jazz-maníacos. Y los cualquier cosa.
En aquellos años, Alberto Girri tenía su mesa en el Bar Florida. Su pinta de latin lover, independiente de su poesía, imantaba miradas femeninas. Pedro Larralde, privilegiado —y precoz— colaborador de "Nosotros" (la tradicional revista de Roberto Giusti), peinaba cuidadosamente a la gemina su envidiable cabellera. Bettina Edelberg, discípula de Pedro Henríquez Ureña, solía aparecer fugazmente con su distinción y su paquetería, únicas en la época. Carlitos Burone le copiaba los ojos a Buster Keaton y proponía charlas peripatéticas a lo largo de 60 cuadras. La gorda María Rosa Vaccaro abría la librería Letras (Viamonte al 400; todavía está y me hace descuentos) con una soda gallega, rezongona y malhumorada. Luis Justo parpadeaba todo el tiempo, Julio Kaes, futuro anfitrión musical de todo el país, intentaba sin éxito dar Introducción a la Filosofía, con los apuntes de Tomás Casares. Enrique Molina ya era un poeta mayor y mostraba, como al descuido, su mechón canoso. José Edmundo Clemente auspiciaba revistas que no saldrían. Edmundo Eichelbaum escribía poemas, ignorando aún su
destino de periodista.
Un día —allá por 1956— encontré a un mozo del Bar Florida. Me reconoció. Y me dijo: "Ahora es otra cosa; ya no van más los existencialistas (sic); eran todos unos secos".

La Sonámbula
En la esquina de Rivadavia y Maza, en la vereda frente al Colegio Nacional Mariano Moreno estaba el viejo café La Sonámbula. Poblado por raboneros durante el día, a la noche era escenario de ardidos codillos y conversados "tres bandas". Detrás del mostrador, desconfiando del fichaje de los mozos, recuerdo a dos patrones: Sarrasqueta e Iglesias. El café tenía su leyenda, que sospecho inventada. Se decía que El Pibe Cabeza y su lugarteniente Caprioli lo habían frecuentado. También alguien habló del anarquista Di Giovanni. Hacia los años 40 el café era un honesto paradero de estudiantes secundarios, gente del barrio y algunos personajes de relativo vuelo propio. De entre ellos recuerdo al uruguayo Walter.
El tal Walter era un gordo, grandote y bonachón, hábil para el billar, los dados y el truco. Siempre seco, mal dormido y con hambre. A veces, acodado sobre la mesa, fabulaba proyectos. Quería ser rico. Viajar. Tener minas. Y, si fuera posible, comer en el centro, en los grandes restaurantes. Un día compró un billete de la lotería de Montevideo y se sacó la grande. Con plata prestada viajó a su tierra para cobrar el toco. Antes, en la despedida, ya sobre bases financieras ciertas, elaboró un nuevo plan de vida: se compraría una gran casa, un automóvil e invitaría a todos los amigos a La Sonámbula. Pasaron los meses y no hubo noticia alguna de Walter. Los más dijeron escépticos "Ahora que agarró la guita, no se acuerda de nadie". Pero una tarde volvió el uruguayo Walter. Estaba de nuevo seco, mal dormido y con hambre. La plata se la había jugado —y perdido— de un saque en la ruleta. "Quería ver si doblaba el millón de la lotería; te imaginás si se me hacía", solía explicar después, resignado, mientras le ponía tiza al taco. Y, con melancolía, retornaba, como en la letra del tango "Carro viejo", al misterio del mundo sin "toven".
En La Sonámbula se vivían módicas emociones. La periódica visita de la "yuta" ("¡documentos!"), la compra de prendas de contrabando, las exhibiciones billarísticas de los Navarra y alguna que otra prepeada de rezagados malevos. Y en su recién instalada victrola (a 0,10 la pieza) crecían las voces de Ángel Vargas y Fiorentino. Eran los tiempos de "Muchahacho, que porque la suerte quiso..." y de "Paredón, tinta roja en el gris del ayer...".
Hoy, como es obvio, el local de La Sonámbula —y con otro nombre— aloja a una pizzería. La inflación y el IVA se encargarán castigar a los profanadores.
Revista Redacción
marzo de 1975

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