BLACKIE, LA PURA VERDAD
A los 55 años, la pionera de la televisión argentina rescata para sí una historia donde desliza confesiones sobre su vida, signada por dos constantes: el orgullo y la soledad

Blackie
En un octavo piso de la avenida Córdoba al 1500, en Buenos Aires, la oscuridad se pavonea por los cuatro ambientes de un departamento insólito. Hay apenas una luz que se cuela por entre los cortinados y se va a instalar, precisamente, entre las paredes de una bohardilla atestada de libros y de fotos amarillentas. Hay un piano, dos sillones antiguos, verdes, prolijamente enfundados, hay cuadros que cuelgan de las paredes pero que son invisibles porque, como en todo el resto de la casa, el misterio revolotea y una punzante sensación de duelo invade los objetos: es que en la vieja guarida de Paloma Blackie Efron todo está envuelto como si la dueña de casa fuera a partir de viaje en cualquier momento. Desde las lámparas hasta los cuadros, desde los sillones hasta las mesitas, todo tiene su cobertura de papel madera y tela. Parece que va a haber mudanza o que, de repente, irrumpirá en el departamento una cuadrilla de pintores. Nada de eso es cierto. Como una araña que se recoge en su tela, es la propia Blackie quien —maniática obsesión— teje y desteje su mundillo, ata y envuelve los objetos. Es inútil que explique tan extraño comportamiento ("Mi casa se viste así sólo para el verano. Los objetos envueltos me dan sensación de frescura. En cambio, en invierno, todo florece aquí dentro y la casa es linda, acogedora"), es inútil como lo son todas las palabras que se le puedan dirigir a Blackie los sábados y domingos. Porque, de cada semana, esos dos días son para ella, para que la araña se encoja en su tela y comience a desmenuzar recuerdos (sola), a vaciar placards, a escribir sobre sí misma, lo que significa, más o menos, escribir sobre 30 años del espectáculo argentino. Y si alguien se atreve a penetrar en la selva que son los pensamientos de Blackie, si alguien —un sábado, por ejemplo— se enmaraña y retoza en el vaivén de la pelea que significa un enfrentamiento con Blackie, no puede menos que relamerse por esa victoria que supone el solo hecho de haber abierto una brecha —pequeña, claro, porque la araña se acoraza para defender a sus hijos dilectos, sus sentimientos— en la impenetrable imagen de esa figura flaca, erguida, a ratos sonriente, a veces hecha una llaga, pero siempre eficaz en cada respuesta, en cada gesto.
Puede decirse que, oculta entre los clisés habituales a los que recurre la diva para defenderse de los reportajes, hay una música, es decir, una partitura invisible de la que surgen —inconscientemente— los contracantos, los acordes, los bajos obstinados: su amor —el más carnal—, sus afectos —esa palmada de amigote y compinche—, una obcecada desconfianza por todo lo que se le acerca ("Vaya a saber qué quiere éste de mí") y el odio —humano, natural— que ella reprime trocándolo por un desprecio pertinaz ante "esos subhombres: los mandamás, los serviles, los idiotas". A simple vista, Blackie es una ejecutiva, fría, despótica para algunos, eficiente para todos. Pero de pie sobre sus alpargatan azules, despeinada como una ama de casa, con su voz de contrabajo enarbolada al tope del mástil que es su cuerpo —un manojo de nervios—, la frialdad se desvanece, la guardia del boxeador que la domina ya está baja y lo que iba a ser un reportaje se convierte en charla de café, sin demasiadas concesiones al lenguaje de la Real Academia Española.
Dos primicias confió la creadora de Cita con las estrellas a SIETE DIAS: dentro de dos años abandonará su carrera profesional para finalizar un libro (sus memorias) que arrancará aproximadamente del año 30 para desembocar en la actualidad. En él Blackie incursionará por ese mundillo que ella vivió a fondo, el del espectáculo —radio, cine, televisión—, exhumará sus viejas aventuras, hará —según su versión— que cada nombre y apellido de esa historia ocupe su justo lugar, aun cuando tenga que "decir verdades que duelan". Algunas de esas verdades — tal vez las que más le duelen a ella— se pueden leer entre líneas a lo largo de este reportaje.
—¿Por qué siempre que puede insiste en decir que usted es vieja?
—Para evitar que los otros lo digan por mí. ¿O acaso no soy vieja? Además, la gente es mala. Hay muchas actrices, por ejemplo, que tienen ya cerca de 70 años. Todo el mundo anda diciendo por ahí que tienen 90. Yo, me cubro.
—¿Se anima a decir su edad?
—¿Por qué no? Tengo 55 años, y bastante bien puestos.
—¿No le parece que para Blackie es una función secundaria la de oficiar de maestra de ceremonias en el décimo festival de cine de Mar del Plata?
—Para nada. Es primordial y, además, mi oficio. ¿O no es un lauro para la maestra de ceremonias presentar a las grandes figuras del extranjero a nuestros actores, nuestros directores, nuestros periodistas, para que alguna vez hagan algo en conjunto? La función de todos los festivales del mundo es fomentar las coproducciones. Bien, pienso que, a partir de este año y gracias al festival la Argentina va a estar en esa carrera. Por otra parte, voy a tratar de lograr algo muy importante. Ni bien finalice la muestra invitaré a María Callas —una de las más importantes cantantes de nuestro siglo— a que dé un recital en el teatro Colón.
—¿Qué piensa de la censura que padece la TV argentina?
—No hay censura en televisión.
—Hay autocensura.
—Sí, es cierto, a veces, pero depende de los programas. Sin embargo (sea cual fuere el programa: periodístico, cómico, seriado) la autocensura no es culpa de los profesionales que trabajen en él sino de las estructuras empresarias. De todas maneras, no es ése el problema más importante que aqueja a la TV.
—¿Qué es lo que deteriora a la televisión?
—Los programas de mal gusto. Hay un cierto lenguaje que se está usando frecuentemente en muchos programas que es de lo más indigno. Y lo puedo decir yo que uso siempre las palabras "mina", "polenta", "piantado" y todas esas cosas. Lo que pasa es que yo trato de mantener, por lo menos, un giro gracioso. Así, la televisión no puede ayudar a eso que está tan en boga de que la TV debería mejorar, enriquecer a la comunidad. Macana, así, no enriquece nada. Pero, a cuenta de eso, me acuerdo de una anécdota que protagonicé en la BBC de Londres. En un reportaje me pidieron que comparara a la TV inglesa con la argentina. Yo les dije que a mí me gustaría mucho saber lo que haríamos los argentinos con el presupuesto de 20 millones de libras que tienen ellos y me gustaría mucho más ver qué televisión harían ellos con los tres guitas que tenemos nosotros.
—¿Por qué la gente joven no puede entrar en el círculo archicerrado de la TV?
—Esas son mentiras. Hay que ver si la gente joven tiene talento; no basta ser joven.
—Bueno, en general, los jóvenes tienen talento.
—No, no hay muchos jóvenes con talento, como no hay muchos Einstein. Lo que pasa es que todo el mundo quiere hacer televisión, qué se yo, da un brillo,, un status, una magia tal que todos se sienten capacitados para hacer cualquier cosa. Y no, ésta es una especialización muy difícil. Por eso yo siempre digo que hay mucha gente coherente en la TV argentina: son los que tienen cara de brutos, hablan como brutos y ... son brutos.
—¿Cuál es la incidencia del rating en cuanto a calidad de programas se refiere?
—El rating es el rey de la TV argentina. No evalúa demasiado, pero es el único método que existe en estos momentos y por el cual se rigen todos, desde los profesionales hasta los empresarios, pasando —claro— por los publicistas.
—¿Es la mentira institucionalizada, aceptada?
—Casi.
—¿Por qué casi?
—Bueno, alguna aproximación a la realidad ha de tener.
—¿A usted le importa el rating?
—No. El rating es una enfermedad nacional. Todo el mundo está pendiente hoy de qué hace tal o cuál canal para ir corriendo y copiar el programa. Yo digo: ¿a nadie se le ocurrió todavía que dentro de un año se pueden hacer programas espectaculares en la Argentina para mandar, vía satélite, el exterior? ¡Qué se les va a ocurrir! No, todo el mundo se pone las orejeras a la mañana y trata de pescar alguna onda de lo que está haciendo el vecino. Todos, los empresarios, los ejecutivos, los actores, los publicistas, se desayunan con una taza de café, una aspirina y el rating.
—¿Tomaría partido en la guerra árabe-israelí?
—Pese a que soy judía, no. Pienso que árabes y judíos tienen similitud de piel, de olor, de color, de comida, de parecido, de idioma, de comarca, de manera de hablar, de vestimenta. Se parecen sus quemantes ojos negros, el olor de la piel por la comida oriental que comen tanto unos como otros. Hablo del israelí nativo, claro, no del importado que ha llegado más tarde. Si no hubiese tantos intereses económicos y políticos en medio de todos los problemas que viven, habría diálogo y arreglo inmediato entre ambas partes, se lograría la paz.
—¿Cómo logró usted la Imagen que actualmente tiene, de mujer sola, libre, independiente, con gran poder de decisión?
—En este mundo, le es muy difícil a una mujer manejarse sola. Pero yo aprendí desde muy chica a ser independiente, racional. Aún guardan mis hermanos un papel cuadriculado donde mi padre había escrito: "A Paloma no le griten, arguméntenle". Desde niña yo ya era libre, el viejo lo demostró, es decir, que ya pensaba. Era una gorda petisa, rechoncha, muy alegre, pero ya pensaba. Conmigo no valían los gritos. No. Además, como me crié junto a mi padre y a mis tres hermanos, adquirí la necesaria elasticidad como para manejarme muy bien entre los hombres, es decir, en el mundo al que una mujer sola realmente tiene que enfrentar. Pero a una mujer sola le funciona la soledad en la medida en que ella sepa bien qué es una mujer sola.
—¿Qué es ser una mujer sola?
—Si una mujer quiere manejarse en una sociedad que está regida por los hombres y quiere que la traten, no como un hombre porque no lo es, pero al menos como un ser humano neutro, lo primero que tiene que hacer es no irradiar femineidad a raudales, sino la necesaria para que el hombre mantenga con ella la corrección, la educación, esas cosas tan lindas en un hombre. Pero no sucede así: yo observo siempre que la mujer que trabaja, en cuanto mete una pata, adiós, le empiezan a funcionar las glándulas: mimitos, seducción, conquista. Y allí está frita. Se convierte en una mina que trabaja. Ya no es más, ni lo será, una mujer sola que trabaja, que quiere ser un ente.
—¿Por qué está sola?
—Porque yo elegí estar sola. Yo tuve en mi vida tres grandes amores: mi mamá, mi papá y Cariucho (Carlos Olivari, marido de Blackie durante 12 años). Y se murieron así, escalonados, mi papá, Carlucho y mi mamá. Entonces me senté en un sillón, me mandé —no sé— diez paquetes de cigarrillos. Cuando se murió mi papá... me aguanté, cuando se murió Carlucho. .. bueno, también, quedaba la vieja sola, pero cuando murió la vieja... se había terminado todo... entonces casi me muero yo, me la pasaba tirada en un sillón, pitaba como una condenada y no salía del mutismo. De pronto hubo un fuego, no sé, algo que quemaba y que vino de adentro. Y me levanté del sillón y salí a pelear, a construirme esta existencia que tengo. Decidí, también, que iba a seguir la pelea sola.
—¿Cuándo fue eso?
—Hace 15 años años, cuando yo todavía era bastante apetecible como mujer. Y elegí estar sola porque sabía que el primer ñato que se me hubiera acercado iba a hacerme creer que eso era el amor. Me hubiera entregado a él con todo y, así, también habría de desembocar en el desastre.
—¿Por qué? ¿Qué desastre?
—Cuando decidí jugarme el gran tute de perder la posibilidad de un gran amor, me dije: "Efron, vos tenés tantos años, vas a entrar en la variante y vas a terminar como cualquier ñata que vos conocés, con algún tipo que va a hacer decir a la gente: ¿Y ésta? ¿Qué cuernos hace con ese tipo?" Como le tengo pavor al ridículo, me quedé sola. Y entonces decidí trabajar.
—¿Cual es su moral?
—No perjudicar a nadie ni dejar que me perjudiquen.
—Antes dijo que su padre imponía que nadie le gritara a Blackie, que le argumentaran. ¿Por qué, entonces, usted le grita a la gente que trabaja a su alrededor?
—Yo no le grito a la gente. Me han hecho fama de gritona y es falso. Pero perdóneme la vanidad: hay que gritarle a la gente que no entiende. Si yo a un cantante le digo una vez: "Mirá la cámara tres", y él sigue con su carita a la dos, le repito la recomendación. Y así se la voy repitiendo cuatro, cinco veces más. Y cuando a la décima vez el animal sigue mirando a la cámara dos entonces sí: "¡¡¡Inútil, te dije la cámara tres!!!". Eso no es gritar. Es hablarle en su idioma.
—O sea que Blackie es tolerante.
—Claro, me gusta ayudar a la gente. Pero ahora que voy envejeciendo se me está agravando una tendencia: me pudren los tontos.
—Así que ya pierde la paciencia con facilidad.
—Claro. ¿Por qué tengo que aguantar a los inútiles? Pero no por eso grito. La gente que me conoce sabe que cuando yo estoy muy, pero muy cabrera, hablo bajito, bajito.
—¿Qué es lo que la enoja?
—La idiotez de la gente, la mistificación, la pedantería, este cambalache de mundo en el que vivimos, en el que un tipo vende una licuadora un sábado y el domingo es célebre. Y vaya alguien a convencerlo de que hay hombres más importantes que él.
—Se dice que cuando usted se enoja con alguien, esa persona no sólo se acaba para usted sino también ve cómo se achican sus posibilidades de triunfar en el medio artístico. ¿Qué hay de cierto en eso?
—Totalmente falso. Que yo le bajo la cortina, seguro. Lo otro es una gran mentira. A toda persona que se destaque en algo, siempre le van a adjudicar cosas malas y cosas buenas. Me lo decía el viejo: cuando se destaca un tipo enseguida dicen que es maricón o es judío. Y es verdad: ¿cuánta gente me quiso convencer a mí de que Hitler era homosexual y judío? El país me quiso convencer. Y Franco, y Mussolini, y Barnard. Siempre, siempre le encuentran la raíz judía o maricona. Entonces, a mí me adjudican muchas cosas, que hace un tiempo me molestaban. Ahora ya no me importan tanto. Estoy bastante tranquila sobre mí, sé con quién me he portado bien y mal, y por qué, que es lo importante.
Pero es cierto: me adjudican que yo trabo el crecimiento de cierta gente, no sólo en mi esfera sino en otras. A los que lo dicen, les pido que me traigan un caso, uno solo. Pienso que éste es un medio muy trágico y hay que tenerle mucha piedad. Es un medio muy angustiado: el cartel, la fama, la popularidad; todo eso lleva al deterioro físico y mental da la gente, la desgasta, la condena al fracaso, al chusmerío, a la calumnia.
—Usted es una institución de la televisión argentina, contribuyó a crearla, a que sea lo que es hoy. Por lo tanto, también es culpable de ese mundillo triste que describe.
—¿Por qué voy a ser culpable yo? Al contrario. Yo he tratado siempre de que lo que hago en televisión tenga un estilo y una manera particulares. No se equivoque nadie: yo no hago cultura, ni yo ni nadie. Lo único que trato de hacer es producir una cosa con buen gusto, que entretenga. No tengo la culpa de que la TV se haya nutrido con los elementos menores de la radio, el cine, el teatro. Pero, ¿qué quiero decir yo cuando afirmo que el medio es muy trágico? Bueno, aquí todo se agranda: las letras se agrandan, los sueldos se agrandan. Jamás un actor de teatro ganó en un año lo que ahora gana en una semana de TV. Pero también se agranda la conmiseración, por lo menos la mía.
—¿Usted se siente integrada al medio televisivo?
—Sí, pero no permito que la cosa dolorosa me destruya. Y trato a toda la gente con mucho afecto.
—¿Lee mucho?
—Bastante, mientras puedo.
—¿Qué autores prefiere?
—Simone de Beauvoir, Hegel, Steckel, Brecht. Hacía mucho tiempo que no leía una novela hasta que cayó en mis manos Boquitas pintadas, del argentino Manuel Puig, un hallazgo; ese tipo sabe narrar en serio, me deslumbra. Además, me gusta bastante Martha Lynch, tanto como persona que como escritora. Leo mucho la Biblia. Todavía no he encontrado un poeta como Isaías. Eso se lo debo también al viejo, porque me metió en ese mundo haciéndonos leer el original, en hebreo.
—¿Recurre a la Biblia como material de consulta?
—No recurro a ella, la Biblia me acompaña.
—¿Es muy religiosa?
—Soy atea. Pero tengo un Dios aparte.
—¿Para qué vive?
—No sé, vivo no más. Y vivo un poco suelta, porque como no tengo hijos y no tengo marido, mi vida es para mí una vida libre sin concesiones a nadie, a nada. Amo mucho la vida, me divierto, la gozo a pleno.
—¿Qué piensa de la Argentina?
—Que es un forúnculo a punto de explotar. Ejemplo: el cordobazo, las luchas estudiantiles, la ocupación de fábricas, el verano violento que estamos pasando!
—¿Cuál cree que es la salida a esa situación?
—No sé, no podría decirlo.
—¿Se enrolaría en alguna de las actuales tendencias políticas?
—Yo fui educada en la sociedad capitalista. Frente al comunismo, entonces, me siento desguarnecida porque no fui educada para la mística comunista. Y ante la así llamada democracia (la que rige el sistema capitalista) me siento también huérfana. No podría definirme políticamente, porque como no soy religiosa, no confío en uno u otro sistema, no tengo esa confianza que sólo la fe religiosa puede brindar. Pero me interesa profundamente el devenir sociopolítico argentino y contribuyo al mejoramiento del país de la mejor manera posible.
—¿Qué piensa de las así llamadas salidas violentas?
—Creo que la violencia es la primera respuesta de los pueblos, tengan o no razón. Yo no comparto esos métodos pero la realidad es violenta. Y aunque la desapruebe, no puedo menos que emocionarme: los primeros que salen a la palestra son los chicos. La pregunta es cantada: ¿por qué son los chicos los primeros que estallan? La juventud está sufriendo un impacto de la gran siete: al fin, ¿qué le hemos dado nosotros, los viejos? Dos guerras, conflictos raciales, violencia, violencia, violencia.
—¿Le gusta el dinero?
—No. Me gusta ganarlo para gastarlo. Vivo muy bien, me trasporto muy bien, viajo muchísimo.
—¿Con qué dinero vive?
—Si tuviera que vivir con una lógica, lo haría con doscientos mil pesos por mes. A veces lo hago con trescientos, otras gasto cuatrocientos. Vivo con lo que tengo, la plata no es mi dueña, no me interesa un rábano.
—¿Por qué es tan impenetrable? ¿Por qué cree que puede bastarse sola, que no necesita ayuda? ¿Tiene miedo de que alguien la vulnere? ¿Qué esconde detrás de ese esqueleto feliz que se complace en mostrar?
—Me posee un orgullo satánico. Soy espantosa, terriblemente orgullosa. Lo que yo no pueda hacer sola, nadie puede hacerlo por mí. Ese orgullo tiene un precio: estoy viviendo los últimos años de mi existencia en soledad.

(Paloma Blackie Efron desliza estas últimas palabras con un tono de voz casi inaudible. No se queja. Mordisquea un terrón de azúcar mientras bebe su taza de té amargo, humeante, a la manera idish. El crepúsculo no la entretiene. Ese es su día y en vez de asomarse a la ventana de la bohardilla, se repliega, comienza a hurgar entre los miles de fotos que testimonian 55 años de vida: Marilyn Monroe, Duke Ellington, Langston Hughes, le deben estar hablando desde las fotos.)
PABLO ANANIA
Revista Siete Días Ilustrados
23.03.1970

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