Vida Moderna
Los próceres, a la vuelta de la esquina
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Con un taco de billar en la mano, con un cigarrillo en los labios, Cacho, un veinteañero desdeñoso, meneó la cabeza. "Dale, Cacho, te toca a vos." Cacho movió la cabeza y dijo, la semana pasada, a un redactor de PRIMERA PLANA: "¿La casa de Rivadavia? No, por aquí no, que yo sepa." Empuñó el taco, abúlico, e hizo la carambola. Sin embargo, a tres cuadras de allí, diez minutos antes, el redactor había entrevistado a un zapatero remendón, Antonio Fernández Fernández (53 años, pontevedrés, 7 hijos), inquilino de una casona de adobes húmedos —Defensa 350—, en cuyo descostrado frente luce una placa de mármol ("Aquí vivió Bernardino Rivadavia. Los alumnos del Colegio Nacional Nº 1"). En sus 14 años de residencia argentina, Fernández recogió una experiencia insólita: la historia yace bajo un túmulo de indiferencia, se vuelve imprecisa, se diluye oblicuamente tras aéreos mono-bloques; es un superfluo resabio del que se extrae, al final del laberinto, el plácido bosquejo de un mito. "La piqueta del progreso, usted sabe —suspira Fernández—. Pregunte por los alrededores; verá que por lo menos hay tres casas donde nació Bernardino Rivadavia."
Cacho no conocía ninguna, pero Mauricio Pavy (74 años, argentino, "unos cuantos hijos"), que en 1919 inspiró al diputado Cafferatta la construcción de estereotipados barrios obreros, se remontó a Juana de Arco, a sus ascendientes franceses, a su tuteo con los conservadores del 30, para terminar conjeturando que muy probablemente fuera cierto que en su domicilio —Defensa 767—, Rivadavia haya cazado ranas en su infancia, "puesto que justo por aquí debajo corre un arroyo, aunque le parezca mentira".
Si es cierto que "Rivadavia en algún lado vivió", como asegura Fernández, acaso no merezca desecharse la pista que ofrece José Alen (44 años, químico), otro de los inquilinos de Defensa 350: sugiere que los cuatro retretes del fondo ("Apague la luz antes de retirarse") fueron en su época mazmorras de la cárcel particular de Rivadavia. "Por de pronto —subraya María E. de Colombo (57 años), que conoce a los propietarios del inmueble—, las rejas están ahora en el Museo de Luján."

Las caras del olvido
Bajo el signo de la ambigüedad, una recorrida por el barrio de San Telmo, el más viejo de Buenos Aires ("Hace 100 años, Buenos Aires era sólo esto; apenas dos barrios: Catedral al Norte y Catedral al Sur", explicó un viejo sacerdote de la iglesia de Santo Domingo), contribuyó al pasmo: las casas de los próceres ya casi no existen, y quienes actualmente moran en modernos edificios levantados sobre esos mismos terrenos, aun los vecinos más antiguos, no participan de la aureola que tal vez, para un colegial, debiera embeberlos.
En Belgrano 430, por ejemplo, se eleva una mole de once pisos, el edificio Calmer, en cuyo solar nació y murió (entre 1770 y 1820) el general Manuel Belgrano. "El edificio fue inaugurado en 1939", dice el bioquímico Enrique Rieznik, que atiende la farmacia de la planta baja. Antes había allí un conventillo que respondía, casi sin variantes, a las características arquitectónicas del siglo XVIII. Un vecino. Isaac Bandeizik (56 años), aporta otro dato: "Un tugurio espantoso, visitado de tanto en tanto por unos fulanos que depositaban una corona y echaban un discurso, y a los que la gente temía porque si la casa era no más una reliquia, al final acabarían aplastados bajo los escombros o devorados por las ratas."
El encargado del edificio Calmer, Manuel Rodríguez (28 años, 2 hijos, nacido en Inglaterra), se encoge de hombros ante la responsabilidad de ser utilitario custodio de un lugar venerable, y atina a balbucear: "La Comisión de Museos puso aquí una plaqueta en 1941. Un lugar importante, ya lo creo." Una locataria, Josefina Monmaes (austríaca, casada), se exaltó un poco más; admitió saber quién era Belgrano y lo demostró: "El creador de la bandera. ¡Qué fantástico!"
A dos cuadras de allí, en Bolívar 556, la casa donde nació José Manuel Estrada, en 1842, proyecta sus penumbras desde el extremo de un pasadizo amurallado al sol, al que confluyen llantos de niños, el destemplado canturrear de un tanguista, el reptar lánguido y monocorde de una actriz de radioteatro. "En julio de 1942, un día de viento y lluvia —recuerda la encargada del inquilinato, Elvira P. de Acri (viuda 2 hijos)—, vino aquí el padre Varela, que en paz descanse, y bendijo la placa de la puerta. Vino a pie de Luján, con ese día." Y María Luisa Zapata, también viuda, que habita un departamento de la planta alta, rasga, sin quererlo, la dolorida cuerda de un problema que se husmea en todo San Telmo: "Aquí hay 36 departamentos, pero todos los días entra y sale gente extraña... Gente que aparece y desaparece." La referencia al "adalid de la religión, al educador y tribuno esclarecido" a que alude el bronce enclavado en la puerta, sugiere a un canillita apostado en la esquina de Bolívar y Venezuela una broma siniestra: "Si supiera Estrada, con lo religioso que era..." Y Lucrecia P. de Arcuri (napolitana, 3 hijos), que habita también en el edificio, acota socarronamente: "Además, la casa comunicaba subterráneamente con la iglesia de Nuestra Señora del Rosario. ¡Cosa de los curas!"
Rondando por exiguas aceras, el barrio se abre sin afectación a los curiosos y ofrece un material tan pulposo para la bisección, que varias agencias de turismo lo incluyen, tanto como a la Boca, en sus programas de excursiones. En la esquina de Humberto I y Balcarce, PRIMERA PLANA se topó con un grupo de señoras norteamericanas, parapetadas detrás de sus cámaras fotográficas, apuntando al perfil de la casona en donde hoy funciona el Patronato de la Infancia.

El jabón y la fiebre
Su curiosidad trascendía el mero interés que posee la actual estructura: 90 años atrás, ése fue el epicentro de
una controversia que estremeció a todo el país, cuando apenas domeñada la epidemia de fiebre amarilla, los científicos de Buenos Aires se alinearon en dos frentes ante la perspectiva de demoler el Hospital General de Hombres, que acogió a centenares de enfermos, El terror a las miasmas volátiles, gérmenes perversos afincados en las paredes del hospital, habría de irradiarse a diestro y siniestro, agoreramente, enancado en el polvo de ladrillo.
Isidro Herve (29 años, soltero), cicerone de la compañía de turismo, anunció que el paseo incluía también una visita a las almenas desde donde, supuestamente, los criollos repelieron
con aceite hirviente y carbones encendidos a los invasores ingleses. ("Naturalmente, ninguna de estas almenas data de 1807, pero para el caso es lo mismo.") De allí se encaminarían a la casa donde vivieron los virreyes Santiago de Liniers y Baltasar Hidalgo de Cisneros —el 469 de la calle Venezuela—, donde ahora ubica sus depósitos una importante editorial. Su fachada restaurada, de tejas rojas, remate de canaletas y pórtico de cuarterones, ostenta, a despecho de las apariencias, un sello que irrumpe elípticamente a través de 160 años: sobre el calcinado frente de la casa, las palabras 'Perón Vuelve 1964' enmarcan su efigie moldeada en azul.
Para las señoras norteamericanas, la excursión concluía con un reparador té con tostadas en la Jabonería de Vieytes, justo en la esquina de Venezuela y Lima, a cinco cuadras de la Casa de los Virreyes. Si bien los revisionistas disienten en cuanto al sitio preciso en que se urdió la Revolución de Mayo, el general Tomás Guido señala en sus memorias que las citas clandestinas se hacían, nomás, en esa esquina donde todavía un té con tostadas constituye una excentricidad para sus parroquianos habituales. Constantino Gancedo (60 años, español, un hijo), uno de los dueños del café y cervecería La Parra, no duda de que allí vivió Hipólito Vieytes, "ya que en 1950 encontramos, enterrada en el fondo, restos de la piedra del molino que utilizaba para fabricar jabón". Otra prueba es ésta: desde una puerta de los sótanos corría un túnel de 300 metros, hoy obstruido, que comunicaba con la iglesia de la Concepción. Y otra más: Miguel Vasetta, un cliente de La Parra que paladea su orgullo patriótico con tanta fruición como su ginebra, codeó al redactor y lo instó a olfatear las vigas circulares que sostienen el techo de machimbres: "El olor a jabón es tan persistente que todavía apesta."
Para Francisco Romay (76 años, soltero, ex comisario de policía), un historiador que profesa un revisionismo exacerbado, las vigas olerían sólo a moho. "De acuerdo a los padrones del 1800, la Jabonería no estaba allí; estaba en México al 1000."

El país de las dudas
Los rastreos de Romay lo hacen dudar también de que al 1500 de Hipólito Yrigoyen, en el barrio de Congreso, hayan vivido alguna vez los padres de Mariano Moreno. Menos sentencioso, pero igualmente frenético y mientras hurga en su biblioteca, explica: "No sé qué decirle, pero hacia el 1800, el barrio de Congreso era casi una avanzada en la pampa. No había más que quintas." La mansión, sin embargo, no da lugar a alternativa: sus gruesos muros, el rectangular patio español, los vitraux y los faroles colgantes rezuman una trayectoria que se hunde, mansamente, en un abismo de supuestos.
Josefina A. de Balbuena (36 años, casada), que cuida la casa vacía —propiedad de la Federación de Obreros del Vestido—, acuna un repertorio de corroídas leyendas: "Aquí estuvo presa la mujer de Juan Moreira, sabe. Durante la Colonia, sabe, ésta fue la cárcel de los esclavos. Bajo la capilla del fondo hay una cripta o, tal vez, todo un cementerio." Pero una inspección de las catacumbas permitió tan sólo verificar la presencia de una herrumbrosa caldera, un artefacto demasiado prosaico para embellecer siquiera una superstición.
Para peor, hasta no hace mucho el edificio estuvo ocupado por una academia de peinados para mujeres, desalojada debido a que los próximos meses la Federación arrasará con muros y supercherías para erigir allí su sede sindical. Aunque la señora Balbuena se confiesa una mujer moderna ("No creo en aparecidos", musita), por allí dentro rondará, a veces, un joven fantasma: "¡Queremos a Vallese!", clama un afiche.
En tanto sobre los techos de Buenos Aires se despatarran las antenas de los televisores, la picota del progreso —una frase hecha— hiende el corazón de su historia y la siega de cuajo. La picota pende preferentemente sobre el barrio de San Telmo, un arrabal tristemente pintoresco, unas treinta manzanas de esquinas sin ochavas y verjas retorcidas en donde, siglo y medio atrás, germinó el país. Tarde o temprano, la Avenida 9 de Julio irrumpirá en él y se instalará, ufana, como un prurito medular y urbanizador. Mientras tanto, la gente de la calle verticaliza su indiferencia y asimila una nueva lección: la muerte esfuma a sus próceres, y el tiempo los mistifica en pálidos arquetipos.
6 de octubre de 1964
PRIMERA PLANA

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   La picota pende preferentemente sobre el barrio de San Telmo, un arrabal tristemente pintoresco, unas treinta manzanas de esquinas sin ochavas y verjas retorcidas en donde, siglo y medio atrás, germinó el país. Tarde o temprano, la Avenida 9 de Julio irrumpirá en él y se instalará, ufana, como un prurito medular y urbanizador. Mientras tanto, la gente de la calle verticaliza su indiferencia y asimila una nueva lección: la muerte esfuma a sus próceres, y el tiempo los mistifica en pálidos arquetipos.
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