CASO JOZAMI
El hombre que pudo volver

—¿Qué siente al torturar?
—Cansa... Es verdad que hay relevos, pero se trata de saber en qué momento hay que dejar que el compañero nos sustituya. Todos piensan que están a punto de obtener los informes y no quieren ceder el pájaro listo al otro que, naturalmente, recibirá los méritos. Es un problema de éxito personal, se establece la competencia. Hay que saber en qué momento apretar y en qué momento aflojar. Es una cuestión de olfato.

Eduardo Jozami

En su trabajo como psiquiatra en Argelia, durante la guerra de liberación, Frantz Fanón sostuvo el diálogo anterior con un inspector de policía francés. La ingenua barbarie que se encierra en esa declaración denota, sin duda, la enfermedad. Una enfermedad que parece haber alcanzado la Argentina. En las últimas semanas, las denuncias de apremios ilegales arreciaron: el obispo Jerónimo Podestá, la Asociación de Periodistas de Buenos Aires, la Asociación Gremial de Abogados y familiares de detenidos acusaron que en la Argentina se apela a los tormentos, y señalaron que las resoluciones de la Asamblea General Constituyente de 1813, que decidió quemar en la plaza pública todo instrumento de tortura y abolir definitivamente su uso, no se cumplen. La afirmación parece ser una triste, trágica verdad.
El último caso conocido de una persona que haya sufrido los efectos de la picana eléctrica es el del abogado y ex dirigente gremial de los trabajadores de prensa, Eduardo Yasbec Jozami. El jueves último, en la sede de la Asociación Gremial de Abogados, la propia víctima se encargó de narrar la oscura peripecia que debió padecer. Unos minutos antes, los médicos forenses, doctores Tomás Insausti y Adolfo Caballero, habían informado al juez, doctor Miguel Del Castillo, que Jozami presentaba diversas lesiones, catalogadas en trece categorías. Las más importantes: "treinta y seis puntos producidos con calor seco" en la zona genital, heridas en los hipocondrios, tercio inferior derecho del tórax, en la muñeca derecha y en la nariz.

LO QUE CONTO JOZAMI. "La sensación que produce la aplicación de la picana es extraña, dolorosa, impresionante: es una mezcla de rasguño potente y de quemazón, un fuerte tirón de la piel hacia afuera", recordó Eduardo Jozami ante cincuenta abogados, compañeros, amigos y periodistas el jueves 27. Pero la historia había comenzado antes de ese jueves, y antes aun de la madrugada del domingo, cuando empezó la sesión de tortura.
"El viernes 21, alrededor de las cuatro y media de la tarde, fui detenido en un bar de Canning y Cerviño: me encontraba con mi cuñado Horacio Pastoriza y otro amigo. Nos condujeron a la comisaría 23, de Santa Fe y Gurruchaga, y de inmediato me incomunicaron a pesar de que sólo estaba preso por averiguación de antecedentes." Jozami afirmó que fue interrogado reiteradamente y de diversas maneras: "El comisario me explicó que allí no se torturaba a nadie. Aquí trabajamos con el juez —me dijo—, con métodos limpios: ya ves el crucifijo presidiendo mi despacho. Pero el mundo no se termina en esta comisaría". El mal trato no impidió que los familiares que llegaron a dejarle algunos víveres pudieran hacerlo (aunque sólo un chocolate llegó a manos del detenido: su único alimento durante tres días).
Finalmente, el sábado 23, a las ocho de la noche, "el comisario me anunció que saldría en libertad. Diez minutos antes me había aconsejado que me ahorcara, que me iba a convenir. Un funcionario de DIPA (Dirección de Investigaciones Policiales Antidemocráticas), que también me interrogó, me amenazó con métodos más duros que yo no iba a poder aguantar porque no tenía físico". Pero la libertad no se produjo:' después de haber firmado el libro correspondiente, un vigilante trasladó a Jozami a dependencias del primer piso de la comisaría donde estuvo cerca de dos horas. "Cuando me volvieron a hacer bajar, siempre esposado, noté que todas las instalaciones centrales de la comisaría estaban apagadas, incluido el despacho del comisario. Tres hombres de civil, fornidos, y un sargento que yo había visto otras veces." Jozami previo lo que vendría luego y se puso a gritar. Intentó correr hacia la salida pero lo derribaron. "Me levantaron en vilo y me sacaron por la puertita lateral, la que da a Gurruchaga. A los empujones me metieron dentro de un coche que esperaba con las puertas abiertas y de nada valió que gritara y pataleara: el agente de custodia en la puerta levantó su metralleta, apuntándome. Así empezó el secuestro."
Tirado en la parte de atrás del coche, con una máscara en la cabeza que no le quitarían hasta dejarlo en libertad, Jozami viajó una hora, por caminos que estima no eran de la Capital. Por fin, llegó a un lugar donde lo sentaron, lo hicieron girar, lo acostaron y lo desnudaron. "No era una cama, era una mesa de torturas. Me estaquearon, pies y manos fuertemente atadas a los barrotes de esa especie de cama de hospital. Alguien que se presentó como El Jefe anunció que allí mandaba él: Vos ya saliste en libertad —me dijo— y aquí podés estar dos días, cinco o cincuenta. Puede decirse que tu vida no vale un centavo. Así que anda pensando en hablar. Y empezó a hacer su trabajo, con una especial preferencia por los órganos sexuales." Recién el lunes, cuenta Jozami, lo alimentaron. "Tuvieron que hacerlo con esmero, porque en mi estado no podía ni abrir la boca." Fue un respiro: después de comer, la tortura eléctrica puede causar la muerte, y esos hombres parecían conocer bien la técnica.
"El martes hubo una sesión más larga. De pronto prendieron una radio y escuché el informativo de radio Colonia: los abogados y los periodistas se movían por mí. Me sentí más fuerte." Esa noche lo alimentaron bien: "Tenés que comer como un animal, me dijeron". Entonces empezaron a aconsejarle lo que debía hacer cuando estuviera en libertad. Porque iba a volver a la vida, había sucedido una especie de milagro. "Te tenés que olvidar de lo que pasó. Nada de abogados, nada de periodistas. Arreglate para explicar que tenías miedo y te escapaste. Me aleccionaron desde ese momento hasta que me subieron a la caja de una camioneta, y durante todo el viaje hasta llegar donde me tiraron, a unos pasos de la estación Bancalari. Me subí al primer colectivo y aparecí en Puente Saavedra. Entré a un bar y mi aspecto debió haber sido tan lastimoso que el dueño me sirvió un café antes de que se lo pidiera."
El caso de Jozami pudo haber terminado de cualquier otra manera. Pero en verdad, aún no está acabado. Si la justicia demuestra que su versión es cierta, hay funcionarios policiales involucrados que deberán dar explicaciones. Si el gobierno no las reclama, no tendrá más tarde el derecho de alegar inocencia.
Jorge Raventos
PANORAMA, MAYO 4, 1972
 

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