CUENTOS DE CEMENTERIOS
Tres silenciosas ciudades en incesante crecimiento devoran 125 hectáreas de Buenos Aires: son los cementerios de Chacarita, Recoleta y Flores, cuya tétrica intimidad aloja historias de amor, de locura y -obviamente- de muerte, signadas por el miedo y a menudo también con chispazos de humor

Cementerios
Durante una fría, lluviosa, noche del invierno de 1930, cobijados en el caldeado ámbito de un café de la calle Federico Lacroze, un grupo de trasnochados se demora refiriendo historias de muertos y aparecidos: una poética —o quizá mejor Edgar-poética— corte de resucitados, enterrados vivos, luces malas, sepulturas de sigilosa apertura, en el mejor estilo del Conde Drácula, desafía la incredulidad general aunque clava, de vez en cuando, los helados alfilerazos del miedo. De pronto, la absurda bravuconada comienza a tomar cuerpo y el desafío queda concretado: uno de los escépticos se ofrece a introducirse en el vecino cementerio de la Chacarita, cruzarlo en toda su extensión y clavar un cuchillo en algunas de las sepulturas centrales como testimonio de su macabra tournée. Trascurren dos, tres, cuatro horas y la pandilla comienza a intranquilizarse. Con las primeras luces del alba penetran en el cementerio en busca del compinche, al que hallan inmóvil, desplomado sobre un sepulcro. Se supone, con razón, que lo mató el terror: cuando clavó el cuchillo, inadvertidamente atravesó también su capa de goma. Al tratar de incorporarse, tironeó inútilmente: seguía encadenado a la tierra. Habrá pensado, previsiblemente, que algún irredento cadáver lo retenía para castigar la profanación y murió de miedo.
De acuerdo con los testimonios recogidos por SIETE DIAS, anécdotas semejantes proliferan en el ámbito de las tres necrópolis porteñas, designadas por el municipio como del Oeste, del Norte y del Sur, un bautismo burocrático que la gente se ufana en desconocer: para todo el mundo son, definitivamente, la Chacarita, la Recoleta y el de Flores. Pareciera que cuando las últimas luces del día comienzan a borronearse en el alto, vasto horizonte de querubines trompetistas, las tres silenciosas ciudades de los muertos se vuelcan a un activo aquelarre alimentado por la imaginería popular, a punto tal que los guardianes nocturnos de Chacarita dejaron de recorrer la necrópolis: cierta noche sin luna, dos de ellos se tirotearon tras haberse preguntado recíprocamente: "¿Quién anda ahí?". Ambos creyeron que les respondía el eco y la nerviosidad descargó sus revólveres.
Sin embargo, no todo el anecdotario se alimenta de lo macabro, y el humor (negro, por supuesto) suele retozar a menudo entre la melancolía de los altos cipreses. Un afamado constructor de bóvedas, cuyo nombre obviamente se silencia, refirió la semana pasada que una provecta dama, deseosa de perpetuarse en el hormigón armado, le encargó construir una bóveda lujosa y confortable. Al concluirla y entregarle las llaves, la futura usuaria quedó extasiada: "Pero si es una monada —jadeó—. Para ser perfecta, sólo le faltan las dependencias de servicio".

LA PROPIEDAD HORIZONTAL
PROPIAMENTE DICHA
Todo aquel que aspire a trepar póstumamente la pirámide del status y desee usufructuar parte de las seis hectáreas engalanadas por la Recoleta —al decir de un humorista "la boutique de la muerte porteña"— debe estar dispuesto a oblar un millón de pesos viejos por metro cuadrado, suma que hace escalar las tasaciones de ciertas bóvedas hasta los 40 millones. La casi total absorción del territorio imposibilita prácticamente construir nuevos sepulcros, situación que hace proliferar las trasferencias, secretamente alentadas por los cuidadores que atrapan un porcentaje al concretarse la operación. Si los bolsillos del aspirante a ilustre difunto no soportaran semejante afrenta, puede optar por una solución más modesta: abonar un alquiler anual de 50 mil pesos.
Sin embargo, la mayoría de los 70 cuidadores de la Recolecta sostiene que los locatarios, apenas terminado el primer año de arrendamiento, son remitidos por sus herederos hacia predios más modestos. Es decir, a Chacarita o Flores, donde el metro cuadrado cuesta sólo 400 mil pesos viejos y donde los alquileres son también sensiblemente más moderados. Unas 6.500 bóvedas, casi atestadas, sólo 700 nichos y la ausencia de sepulturas en tierra, convierten en milagrosa la tarea de albergar los tres muertos diarios que recalan en los predios de la Recoleta, el cementerio más antiguo de Buenos Aires, inaugurado por el ministro Bernardino Rivadavia el domingo 17 de noviembre de 1822.
Desde entonces, albergó a presidentes, próceres, familias patricias y aristócratas de todo jaez, aunque sólo alcanzó su perfección, su aire tristemente exquisito, en 1871, gracias a la obra del intendente Torcuato de Alvear en colaboración con la fiebre amarilla.
El primero —inventor, como se sabe, del Barrio Norte— diagramó sus paseos, la dotó de adecuados paredones y promovió la erección de bellos monumentos funerarios. La segunda, además de incentivar el éxodo de la élite desde el Barrio Sur hacia el Norte, desvió los masivos entierros hacia la Chacarita, que inauguró sus predios con las 13.000 víctimas del mal, en terrenos actualmente ocupados por los parques Los Andes y Rancagua. La llamada Chacarita Vieja devino poco después en la Chacarita de los Colegiales, donde trascurre buena parte de la acción de la fresca Juvenilia, de Miguel Cané. Para albergar, hasta hoy, 2.273.750 cadáveres, necesitó imprescindibles y continuos ensanches: siete manzanas en 1884, diez más al año siguiente; en 1897 devora los terrenos contiguos hasta las vías del ferrocarril Pacífico y 19 años después se asomó a la calle El Cano para convertirse hoy en la necrópolis más grande del mundo: una quieta, apacible ciudad esparcida sobre 97 hectáreas, que aloja 9.700 bóvedas, 75.000 sepulturas en tierra y 450 mil nichos, una infraestructura mortuoria insuficiente para albergar a los 70 finados que diariamente buscan allí descanso.

"QUISIERA UNI CEMENTERIO..."
Más antiguo —data de 1832— e infinitamente más pequeño (22 hectáreas), el cementerio de Flores es también el más congestionado. "Está saturado por completo. No va más", explotó Bernardo Oscar Desimone (44, administrador) quien, no obstante su vitalidad, vive en el cementerio "mañana, tarde y noche". "Por suerte —se regocija Desimone— está proyectada la construcción de 100.000 nichos más que se unirán a los 60.000 existentes. Sus cuatro pisos lo asemejarán a la cancha de Huracán y hasta la financiación será futbolística: los precavidos pagarán su costo como si adquirieran cualquier platea de un estadio a levantarse."
Menos inclinado a las comparaciones odiosas, Arturo Bernaldo de Quirós (50, tres hijos, director de Cementerios de la comuna metropolitana) se obsesiona por otro grave problema: la pérdida de los muertos. Según parece, ocurre que algunos desdichados, luego de perder la vida se pierden también después de muertos: "En nuestro país, de cada cien nativos de segunda generación sólo el 10 por ciento conserva la ubicación singularizada de la abuela. El resto va a parar al osario general", deplora Quirós, quien postula que su Dirección "no sólo debe limitarse a limpiar. Debemos determinar el afincamiento, el nucleamiento familiar, enhebrando generaciones retrospectivas ya inhumadas".
En la veloz carrera entablada entre el municipio y la muerte, la Dirección de Cementerios no se son-cede respiro: "En los últimos años construimos 100 mil nichos, superando los 80 mil levantados entre 1877 y 1957, pese a la total falta de colaboración privada. De las 64 entidades que aceptaron 60 mil metros cuadrados de tierra para levantar panteones, apenas dos cumplieron con la obligación contraída. Entre las que nada hicieron pululan las mutualidades y colectividades extranjeras", se entristece Quirós.

DE TUMBO EN TUMBA
"A él siempre le gustaba llevar una flor en el ojal. Usted le enciende un cigarrillo, le pide algo y va a ver que se lo concede", susurró Emérito Ledesma (39, soltero), empleado del hipódromo y cantor aficionado, mientras alojaba un único, rojo clavel entre las heladas piernas del Zorzal Criollo, un sonriente bronce que aloja los despojos de Gardel en la Chacarita. Cierta impenetrable leyenda también afirma que en el interior de la cripta hay un catre, un brasero y una guitarra, pero la puerta persistentemente cerrada impide constatarla.
Lindante con Gardel, se erige el sepulcro de la partera María Salomé Loredo de Subiza, venerada por sus feligreses como la Madre María, una santona que milagrea a granel, en especial los 15 de agosto, aniversario de su desaparición. Ese día, los devotos, incentivados por el "hermano Miguelito", atosigan las cuatro calzadas. "Los tumultos que se arman son impresionantes: las mujeres se pelean a carterazos y hasta a trompadas", critica Roberto Negri (61, cuidador), cuya exasperación abarca al oficiante Miguelito: "A ese lo conocí de pantalones cortos; un embaucador con mucha labia. Ya fue a parar varias veces a la seccional 29 pero lo largan; y las tontas de las mujeres hasta lo besan", envidió.
Menos proclive a los desbordes, el exclusivo ámbito de la Recoleta sólo altera su seráfica paz en ocasión del sepelio de algún político o del periódico homenaje a Hipólito Yrigoyen, circunstancias en que los silenciosos afiliados ejercen una oratoria que alguien llamó de "capilla ardiente". El cementerio del Norte se conmueve también a veces con algunos forcejeos en torno al túmulo de Juan Facundo Quiroga; es uno de los pocos muertos enterrados de pie y aguanta por igual el largo plantón y los improperios que se descerrajan mutuamente detractores y panegiristas.
El anecdotario del elegante cementerio incluye también un célebre duelo. El cuidador Juan Latrecchiana, uno de los pocos y sorprendidos testigos, refirió el insólito encuentro entre el comisario Jordán y su retador: "Justo delante de la bóveda familiar, Jordán mató a su desafiante pero no pudo impedir que un balazo le destrozara un ojo. Bañado en sangre, se permitió un lujo postrero: recostado en los escalones de su propia bóveda, encendió un cigarrillo. La muerte esperó a que terminara de fumarlo", poetizó.
Menos gallarda es la reposteril evocación arrimada por un empleado del florista Pascual Mottola: "Durante mucho tiempo acudía al cementerio un inconsolable viudo que dejaba sobre el ataúd de su mujer un paquete de masas. Hablaba y hablaba junto al féretro y después se iba, dejando el paquete. Cuando regresaba, el paquete no estaba y el hombre persistía en el goloso rito. Ignoraba que se las engullía el avispado cuidador.
En su opúsculo El barrio de la Recoleta, el historiador Ricardo De Lafuente Machain refiere que una personalidad política y conocido escritor puso en el sepulcro de su primera esposa una inscripción que rezaba: "Duerme tranquila el sueño de la vida / Y espérame dormida". Otra persona, miembro de una familia de escritores talentosos, célebres por sus bromas y ocurrencias, la leyó y agregó debajo: "Duerme tranquila el
sueño de la muerte / Y espéralo dormida / mientras tu marido, con otra se divierte".

CUENTOS DE AMOR, DE
LOCURA Y DE MUERTE
Algunos serenos aseguran que con las primeras sombras los cementerios recuperan una intimidad siniestra y jubilosa, alentada por ruidos magnificados y sombras furtivas. "Hay gente obsesionada que insiste en que sus muertos están al revés. ¡Pretenden cambiarlos, acomodarlos!", tremoló Donato Di Criscio (49, cuidador), quien explica el fenómeno a través de un enfoque con ribetes científicos: "Cuando el muerto es un viejo debe pesar unos 45 kilos —sopesó—. Por eso, al llevar el cajón individuos de distinto andar, el cuerpo liviano parece moverse dentro del féretro". Por su parte, José Fernández, otro de los 700 cuidadores de Chacarita (a quienes el municipio encomienda parcelas de 60 bóvedas o 570 nichos o 300 sepulturas) se queja de la exigüidad de las propinas de los deudos que lleva a los más afortunados a redondear una mensualidad de apenas 60 mil pesos viejos. Flaca suma que no compensa los horrores del oficio, sin vacaciones ni aguinaldo, resumidos en el recuerdo del cuidador Cayetano Casarella: "Para colmo de males, en cualquier momento uno se muere de un susto, como le pasó a Donato Buocolo, un cuidador con 30 años de servicio. Una madrugada, cuando venía a regar, al abrir la puerta del cementerio, sin poder siquiera gritar o maldecir, se murió fulminado. Nadie sabe qué habrá visto al asomarse".
Menos subjetiva fue la espantosa muerte de Rufina Cambaceres, una bella muchacha de la sociedad porteña a quien se dio equivocadamente por muerta en 1909. Conducida a la Recoleta a una hora impropia para ser inhumada, se dejó el ataúd en depósito. El frío de la noche interrumpió el estado cataléptico de la infortunada mujer, la que, tras demoledores esfuerzos, logró salir del encierro gritando llena de pavor. Inútilmente, pues por ese entonces no existían guardianes nocturnos y las cercanías de la necrópolis estaban deshabitadas. Al día siguiente fue hallada muerta de verdad, con la cara ensangrentada de rasguños y aferrada a las verjas que en su desesperación trató de forzar.
A veces, la muerte en acecho, personificada por algún marido engañado, se venga de la profanación. Una tarde de hace treinta años, un constructor de bóvedas apellidado Tronconi, recaló junto a la bóveda familiar, en Chacarita. Sólo le llamó la atención la ausencia de flores, pues su mujer había estado el día anterior. Corroído por el aguijón de la duda, comenzó a montar una estrecha vigilancia. Una tarde vio llegar a su mujer, que se introdujo en el sepulcro. Unos momentos después, la vio emerger llevando dos floreros. Como si hubiese sido una contraseña, un furtivo paseante se introdujo velozmente en la bóveda. Presa del furor Tronconi irrumpió en el hasta entonces seguro recinto, mató a su mujer —una joven veinteañera— y persiguió a balazos al amante, que consiguió escapar ¡leso. No le ocurrió lo mismo a un desventurado carrero que transitaba por las inmediaciones, cuya pierna fue desgarrada por uno de los disparos.

LAS DIEZ DE ULTIMAS
• "Esto es el paraíso de los suicidas. Quince años atrás, una mujer se envenenó junto a Gardel. Otro día, un tipo se repantigó en un banco de la galería 15, prendió un cigarrillo y tras la última pitada se descerrajó un balazo. No hace mucho, una mujer pidió que le abrieran la bóveda y al poco rato un paseante la encontró muerta. En la cartera tenía cianuro como para matar un batallón. Lo que ocurre es que muchos estúpidos creen que matándose en el cementerio se ahorran el intermediario, que les cavan el hoyo al lado y ya está. ¿No le parece?" (Datos e interpretación suministrados por el cuidador Roberto Negri, de Chacarita.)
• El último y acaudalado descendiente de una familia dispuso que a su muerte cerraran la bóveda y tiraran la llave adentro. En su interior hay una fortuna nada más que en floreros. (Relatado por un anciano que no quiso identificarse, la semana pasada, en el cementerio de Flores.)
• Cuando murió —20 años atrás— el propietario de una conocida cochería, su sepulcro recibió diariamente la visita de un inesperado y condolido deudo: a las doce en punto del mediodía acudía un soberbio y enorme perro de policía que velaba durante una. hora junto a los despojos de su amo. El rito se mantuvo durante años hasta que un aciago mediodía lo mató un auto. "Tanto ir de oyente, al final lo aceptaron." (Reflexión de un funcionario de la Dirección de Cementerios.)
• "Los bolivianos son todo un espectáculo: se tiran sobre el cajón, gritan y patalean. Siempre quieren que cavemos más hondo. Los gitanos también tienen sus ritos: echan sobre la sepultura pimienta, vino y otras bebidas. Hace poco, cuando murió uno de los jefes, armaron un escándalo tremendo, casi destrozaron el cementerio. Lo peor de todo es que nos están invadiendo." (Descripción y preocupación vertidas en el cementerio de Flores por el sepulturero Eduardo Casey, 46 años y 22 de servicio, 29.000 pesos viejos de sueldo.)
• "En esta época (verano) no pasa nada. Hay muchos menos entierros que en el invierno. Sólo los pobres se mueren durante las vacaciones, señor." (Interpretación sociológica de Nicolás El Abuelo Figini, florista de la Recoleta.)
• "Había un cuidador a quien todos conocían como El Gallego. Un estómago fuerte, créame. Hacía la reducción y comía. Su lema predilecto era: Hay que tenerle miedo a los vivos. Una tarde, sus compañeros agrupados junto a un cajón lo llamaron para charlar un rato, como de costumbre. Cuando El Gallego estaba distraído, uno de los muchachos —encerrado en un cajón— alargó la mano previamente embutida en un balde con hielo. El roce hizo que El Gallego saliera corriendo despavorido. No vino nunca más." (Escuchado hace diez días en una tertulia de sepultureros en el café de Junín y Vicente López.)
• "La duración de los responsos está en consonancia con la hora y la cantidad. Si fueran largos, de lujo, estaríamos hasta las nueve de la noche y los empleados tienen que comer y dormir. Más importante es rezar con fervor: en los momentos de dolor* la gente se pone estática." (Capellán José Carballo Vegas, 26 años suministrando oraciones en la Chacarita.)
• "O los pocos entierros no justifican la existencia de un capellán permanente o tal vez el Obispo no consiga ninguno. Además, muchos entierros de la Recoleta traen su propio sacerdote." (Secular Jaime Garmendia, de la iglesia del Pilar.)
• Sola, aislada entre el boato funerario circundante, la espartana bóveda de David Alleno (1881-1910) constituye quizá la máxima curiosidad de la Recoleta. Un bajo relieve muestra a su morador con un balde, una escoba y un manojo de llaves. Fue un sepulturero que ahorró durante toda su vida para yacer finalmente en la lujosa necrópolis.
• "No somos nada." (Frase pronunciada por un anónimo deudo, en el peristilo de la Chacarita.)
Revista Siete Días Ilustrados
23.03.1970

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