ALEJANDRO ROSEGLIONE Y MARCOS DISKIN, DOS VETERANOS PERIODISTAS PARLAMENTARIOS EVOCAN LA HISTORIA DE UNA DE LAS CONFITERIAS PORTEÑAS MAS TRADICIONALES
RECUERDOS DEL MOLINO

Confitería del Molino
"Ahora es sólo un montón de recuerdos lindos", dicen estos dos hombres de mirada triste, sentados frente a frente, los codos apoyados en alguna de aquellas viejas mesas, los cigarrillos aplastados en uno de aquellos ceniceros, el café frío por la charla. La esquina donde duermen ciento veinte años de historia argentina — cuando la ruta Callao-Entre Ríos se conocía como El Camino de Las Tunas y la plaza Lorea era un baldío, refugio de vagos y poetas está allí, justo frente al Congreso.
Ya no hay más tiempo para perder en charlas de café. Alejandro Roseglione y Marcos Diskin, dos viejos periodistas acostumbrados a aquellos ardientes debates parlamentarios que, siempre, seguían en las mesas del Molino, lo saben muy bien. Son dos testigos de una época que murió casi sin que nadie se diera cuenta.
Dos testigos que tienen mucho que decir. Y mucho que recordar:

Marcos Diskin: —Cuando me enteré que del Molino se cerraba para siempre me sentí muy mal. Algo parecido nos debe haber pasado a todos nosotros, ¿no Alejandro? Porque la confitería era todo un símbolo para la época. Algo así como el lugar clave donde, siempre, uno podía encontrarse con el político que buscaban todos los colegas. . .
Alejandro Roseglione: —Es cierto. La lista de personajes que jamás llegaban al Congreso sin pasar antes o después por del Molino (todo el mundo siempre la llamó así) es interminable. ¿Sabés cuál de los políticos era el mas propinero, el que dejaba mayores sumas a los mozos y se iba con la mano en alto, muy sonriente?
Diskin: —Yo creo que era Alberto Barceló. . .
Roseglione: —Sí, pero Carlos Perette lo superaba ampliamente. Los domingos no faltaba nunca. Y si ganaba Boca, su euforia era contagiosa. Y festejaba con su postre preferido: bombas de crema.
Diskin: —Uno de los postres más famosos era uno que se llamaba Leguisamo, en honor de Irineo, claro, que también era habitué. ¿Te acordás de la época en que del Molino se había convertido en la antesala de las reuniones del Parlamento?
Roseglione: —¡Cómo no me voy a acordar! Todavía me parece ver reunidos a hombres de la talla de Moisés Lebenshon, Alfredo Vítolo.
Diskin: —Allí discutían los asuntos verdaderamente calientes. Porque cuando ellos se reunían en el bloque, no sólo tenían que escabullirse de sus propios correligionarios, sino que también debían evitar la presencia indiscreta de los periodistas. Entonces, como quién no quiere la cosa, se iban a tomar un cafecito al Molino y allí se cocinaba todo. Luego cruzaban Rivadavia y llegaban a la sala del Parlamento con todo resuelto.

LOS PERSONAJES
Roseglione: —Hablando de personajes, ¿te acordás de Agustín Rodríguez Araya, que todas las madrugadas se cruzaba, se compraba un pan dulce y se tomaba el colectivo 84?
Diskin: —Como no. . . ¿Y de Reinaldo Pastor, el padre del actual canciller, que se reunía con sus compañeros del Partido Conservador siempre en la misma mesa para discutir sus célebres agarradas con Raúl Damonte Taborda y los demás legisladores radicales?
Roseglione: —¿Y don Alfredo Palacios?
Diskin; —¡Ah! ¡Qué personaje! Hay una anécdota que lo pinta de cuerpo entero. El siempre usaba un ponchito, una chalina. En verano o en invierno. Y en invierno, con menos de cinco grados, nadie se explicaba cómo hacía para no morirse de frío. Los jóvenes de la banca conservadora, ansiosos de descubrir el secreto de la vitalidad, la fuerza y la resistencia de Palacios, comenzaron a espiarlo. Y descubrieron que, antes de entrar en la sala de sesiones, siempre se encerraba en el baño. Allí, en secreto, se sacaba una camiseta de frisa, larga y gruesa que usaba debajo de la camisa, la envolvía en un paquetito y la escondía hasta el fin de la sesión. Un buen día, le escondieron el dichoso paquetito y don Alfredo, seguro de que se trataba de una broma, altivo y sonriente, caminó hasta la salida. Era una noche terriblemente fría y todos estaban pendientes de su reacción. ¿Y sabés que hizo? Comentó en voz muy alta: "No me pidan coche, la noche está muy linda y voy a caminar un poco". Cruzo Rivadavia y entró al Molino. Le sonrió pícaramente a todos los jóvenes de la banca conservadora que lo estaban vigilando desde que saliera, y se pidió un café doble bien caliente. Recién después de un rato largo pidió el coche y con sonrisa triunfante se fue para su casa.
Roseglione: —El que también iba muy seguido era Marcelo T. de Alvear. . .
Diskin: —Claro. Alvear estaba muy consustanciado con el medio, porque todo el ambiente hacía a su raíz aristocrática. No era, como otros, que quizás iban al Molino un poco por casualidad y les daba lo mismo ir al boliche de la esquina. El Molino era todo un símbolo y él lo sentía así.
Roseglione: —Ya lo creo que era un símbolo. Los políticos del interior, cuando retornaban a sus provincias, impresionaban a sus amigos contando que habían tomado algo en del Molino. Era inevitable: todos contestaban con los ojos muy abiertos: ¡Al Molino, por favor contame cómo es por dentro! Para un político, comentar que alguna vez había estado en del Molino era un sello de distinción, un sello de jerarquía de primerísimo nivel. Y allí se decidieron asuntos de vital importancia para el país. . .
Diskin: —Al azar puedo elegir uno: la candidatura de Perette para la fórmula presidencial. Fue en 1962 y se decidió en una de sus mesas. . .
Roseglione: —¿Un recuerdo más reciente todavía? La imagen del doctor Arturo Mor Roig, uno de los mejores presidentes que tuvo la Cámara de Diputados. Tenía costumbres que no solía cambiar así nomás: primero, en la esquina de Rivadavia y Callao se hacía lustrar los zapatos, y después, el primer café de la mañana lo tomaba siempre en El Molino. Era muy goloso. El mozo sabía de memoria sus gustos. Y el café siempre siempre venía acompañado por una medialuna.
Diskin: —¿Y el recuerdo más reciente? La reunión del Círculo de Legisladores Nacionales, cuando asistió el presidente Videla. Fue hace muy poco. Un año apenas, creo.
Roseglione: —Todos recuerdos. Nada más que recuerdos. Es una pena que todo se haya terminado para siempre, ¿no Marcos?
Diskin: —Es una pena, claro. Pero es inevitable. La Confitería del Molino es un símbolo que, creo, ya no podrá rescatarse, aunque sea por un hecho meramente sentimental. Hay que tomar conciencia: todo eso ya es el pasado. Un pasado que, nos guste o no, nos ponga triste o no, murió con una generación de argentinos.
Roseglione: —Es cierto. Un pasado glorioso. . . pero que ya se fue para siempre.

PRODUCCION: GABRIELA COCCIFI
FOTOS: JORGE SALTO

Confitería del Molino

Ir Arriba