DIFUNTA CORREA UN MILLON DE ARGENTINOS
LA VENERAN
Se arrastra con los labios crispados en una
mueca de obstinación. Cada metro, cada
centímetro, lo obligan a reptar sobre las
piedras, a desgarrarse la piel entre guijarros
y espinas. Las alpargatas quedaron a un
costado del camino; ahora, los pies desnudos
se hunden en la tierra mientras el pantalón,
maltratado, muestra los efectos del "vía
crucis". Así, de rodillas, el peregrino
Teodoro Zerpa —uno entre más de cincuenta mil
promesantes que a mediados de abril
refrescaron el insólito culto a la Difunta
Correa, en San Juan— trepa uno a uno los
peldaños flanqueados por hornacinas y velones.
Treinta metros más arriba, en la cima de un
montículo coronado por cruces y banderas,
Zerpa instala por fin su humeante cirio. No
está solo: allí, junto a un peñasco de aspecto
fantasmagórico, se aprietan hombres, mujeres,
perros, maderas, botellas vacías; tuna extraña
baraúnda que se prolonga en la decena de
recintos al pie del cerro, donde se atiborran
ofrendas de todo tipo: desde vestidos de novia
hasta muletas, desde colla res de perlas hasta
sables militares, automóviles y cochecitos de
bebé. Son algunos atisbos de un culto que
atrapa cada año, y desde principios de siglo,
a un millón de ere yentes: de todos los
rincones de Cuyo, y aún de lugares más
remotos, los fieles de la difunta Correa
llegan hasta el peñasco ritual enclavado en el
departamento Vallecito, a 62 kilómetros de la
capital sanjuanina y a 38 de la vecina
Caucete. La afluencia crece durante los fines
de semana —acuden entonces alrededor de 20 mil
feligreses—, y alcanza sus picos más altos en
los feriados de Semana Santa, 1º de mayo y 24
de abril, día de la Virgen de las Animas. En
estas fechas, el santuario bulle con el
hormigueo de 100 mil creyentes que se hincan,
se golpean el pecho, ruedan por tierra, se
laceran en tos montes de espinillos. O
simplemente, contemplan la ceremonia.
Precisamente, fue el prólogo de la invasión
del 24 de abril lo que registraron un redactor
y un fotógrafo de SIETE DIAS. Pudieron ver,
además del peregrino Zerpa, a 4.300 fanáticos
que, en el lapso de 26 horas, lastimaron sus
rodillas para subir al túmulo; pudieron
compartir, junto a otros miles, las tiendas de
alimentos enhebradas como una romería, la
temblorosa procesión de las antorchas. Un
marco casi irreal, para la mezcla de paganismo
y religiosidad que, semana a semana, se desata
en el reducto de la Difunta.
"LA
MUERTITA ES MUY COBRADORA" Llegar allí
equivale a penetrar en un tumultuoso
villorrio. La estación de servicio, la
hostería, los monumentales albergues
destinados al descanso de los peregrinos, las
instalaciones sanitarias —cuyo costo excedió
los 7 millones de pesos—, una iglesia con
techo a dos aguas, una enfermería y el
edificio de la administración, contribuyen a
brindarle esa apariencia. Que confirman los
letreros indicadores esparcidos sobre la ruta
nacional número 20: ellos proclaman las
distancias hasta Difunta Correa, como si se
tratara de una localidad más. En realidad,
es una suerte de meca pagana brotada al
conjuro de la superstición y (según los
maldicientes) de la estafa, en el lugar donde
la Correa habría aparecido muerta, hace ya un
siglo y medio, una catarata de milagros dio
fama, a partir de ese momento, al cadáver
jamás hallado y originó con los años un muevo
jalón de la idolatría popular. Que puede
detectarse a través de un hecho marginal pero
sugestivo: en el mausoleo alzado sobre la cima
del monte arden tantas velas que fue preciso
construir una larga canaleta; la cera
derretida corre por ella, interminablemente,
para volcarse en el enorme piletón ubicado en
la base del cerrito. Pero los mejores
síntomas de la devoción residen, sin duda, en
los gestos y actitudes provistos por los
crédulos; casi todos concurren al lugar a
impulso de alguna promesa que los presiona
para realizar los actos más extraños: ya se
sabe que el valor de las ofrendas es
directamente proporcional a su rareza, al
caudal de sacrificio que arrastra. Lo demostró
Rosa Páez Irusta (22, empleada en un almacén
de ramos generales en Caucete) cuando se
arrodilló ante uno de los mil mausoleos
erigidos por los mismos pobladores; extrayendo
una tijera, se cortó con frenesí el cabello y
lo depositó luego en el altar. Por el camino
se acercaba un viejo que se protegía del sol
con un sombrero de ala descomunal y arrastraba
un chivito atado a una cuerda: "Esto es casi
todo lo que tengo —masculló—; vengo a dárselo
a la muertita, porque ella curó a mi hijo y me
benefició la cosecha". Al lado de esos
devotos, aturden otros signos no tan
espirituales: sólo en los 33 kilómetros que
separan a Caucete de Vallecito se pueden
contar 53 puestos de venta de souvenirs,
comestibles y bebidas, a los que hay que sumar
los 70 levantados junto al santuario: 30, de
ladrillo, son permanentes, y los otros se
instalaron de cualquier manera, incluso
colgando la mercadería de los árboles.
Esos puestos —en los que es posible hallar
recuerdos de la Correa, piezas indígenas en
arcilla, gaseosas, chorizos y patay— conforman
un exótico mercado del mito. Y demuestran la
esplendidez de sus fieles: los 30 quioscos de
material fueron construidos con parte del
dinero donado, que alcanza anualmente a 20
millones de pesos. Los aportes en valores y
joyas (que no agotan la estadística de la
devoción, mejor ejemplificada quizás en los
objetos y bienes personales derramados por los
feligreses) bastan para asombrar a los
incrédulos; y, de paso, para estimular su
suspicacia. Así, durante la visita de SIETE
DIAS, en la segunda semana de abril, las cajas
fuertes de la administración guardaban 12
kilos de oro, 9 kilos de plata, 426 puntos de
brillantes, 800 mil pesos en relojes, y casi
medio kilo de platine. Es que, como reconocen
sus idólatras, "la difuntita es muy
cobradora".
LOS HITOS DE UN CUENTO
MAGICO "¿Sabe? Ella sufrió mucho; por eso
hay que cuidarla". La frase, de corte
radioteatral, fue pensada por un promesante y
aludía a alguna de las diez versiones que
quieren explicar la vida y muerte de Deolinda
(¿o Remigia?) Correa. Todas ellas coinciden en
la época del suceso, situado hacia 1820 o
1830, y en un par de datos que fortalecieron
el mito: la mujer habría muerto tras largas
penurias, asfixiada por ¡la sed, y con su
hijito en los brazos; sólo lograron sobrevivir
un burro y la criatura, quien mamó del pecho
de su madre muerta. La imagen de la joven con
su hijo y el burro alcanzaba por sí sola para
cimentar la superstición, se parecía demasiado
a una postal bíblica. Para la versión
tradicional, Deolinda Correa vivía en el
actual departamento 9 de Julio de la provincia
de San Juan (en la región conocida
antiguamente como Majadita); sus padres
habrían sido Damiana Correa, "de cristiana
mansedumbre", y Pedro Nolasco Correa,
estanciero de la zona. El destino de Deolinda
se sellaría a partir de su matrimonio con
Baudilio Bustos, miembro también de una
arraigada familia de la comarca. De esa unión
nacería un hijo, "el último hecho feliz para
la difunta". Porque Baudilio iba a ser víctima
de las luchas intestinas que sacudían al país:
engrillado a su cabalgadura fue llevado a La
Rioja para su juzgamiento y castigo. "Así,
impotente, se va Baudilio; la separación de su
amada y de su retoño es cruel; su última
visión del hogar querido es un mudo y doloroso
adiós a todo cuanto amaba. . .", se conduele
un folletín aprobado por la Comisión Directiva
de la Fundación Cementerio Vallecito, y que se
vende en el lugar a 50 pesos. De acuerdo
con esa letanía, Deolinda se lanzó tras las
huellas dejadas por su marido: siempre con
rumbo Este, cruzó la campiña del Caucete,
después el medanal, luego los cerrillos, la
ruta de arrieros y diligencias. A punto de
desfallecer, busca agua: sangran sus manos
ahondando en los cañadones, pero la aguada
—tal vez cercana— se mantiene oculta para la
inexperta viajera. Por fin, en Vallecito, a
unos 40 kilómetros del punto de partida,
agoniza sobre un risco calcinante, mientras
cobija en su pecho al pequeño hijo. "El niño
salvó la vida; pudo subsistir merced al néctar
que, ávido, succionaba del seno maternal
inerte. El Señor concedió a Deolinda la gracia
de su primer milagro: muerta, dio vida a su
hijita". Menos lírico, un libro del vecino
Félix Romualdo Álvarez, editado en San Juan
(Una nueva versión sobre la Difunta Correa),
introduce un elemento inesperado y de
imprevisibles consecuencias para el localismo
provinciano: la muchacha habría nacido en La
Rioja, y se llamaría Remigia Correa, esposa de
Plácido Correa. "Todo su capital lo componían
ocho o diez cabritas y un burrito"; eran "muy
ignorantes y de condición humilde". Cuenta
Álvarez que en una oportunidad acampó en las
inmediaciones del rancho una tropilla de
arria, cuyo capataz socorrió a los Correa con
tabletas de masapán amasadas con arrope de uva
y clavo de olor. Remigia las saboreó con
deleite y exigió mayor cantidad del manjar. No
pararía hasta lograr que su esposo se lanzara
al camino, con rumbo a San Juan, donde —se le
había informado— "por unas chirolas podía
adquirir un costal del producto en cualquier
salamanca o pulpería". El hombre no volvió, y
Remigia fue a buscarlo a lomo de burro y con
el hijo a cuestas. Tras su muerte, cuando cayó
derrumbada por la sed, unos salteadores
encontraron el niño, pensaron que se trataba
de un mensaje divino y "decidieron
regenerarse". Así comienza la historia mágica
de la Difunta Correa. Probablemente algún
resero haya señalado el lugar con una cruz,
reforzada más tarde con piedras instaladas por
los caminantes. No podría extrañar, si se
recuerda la vigencia del culto a los muertos
en todo el ámbito cuyano, los cientos de
cruces que los evocan a lo largo de los
caminos. No faltaba más que el episodio
protagonizado —y fantaseado— por el estanciero
riojano Flabio Zeballos: hacia enero de 1890,
Zeballos traía ganado desde Córdoba cuando se
desató una feroz tormenta que amenazó con
exterminar a los animales. "Fue entonces que
cayó a su memoria la difunta Correa. Anima
bendita —imploró—, si haces que encuentre
siquiera alguno de los novillitos te haré
hacer, en el sitio donde dicen que has muerto,
un mausoleo, y buscaré tus restos y los
depositaré con mis propias manos allí para que
descansen eternamente. Encontró de inmediato
todas sus vacas, pero jamás halló el cuerpo de
la joven. Debió dejar vacío el ataúd, dentro
del pequeño mausoleo que hizo construir en
mayo de ese año, en la cima del cerro, y como
cumplimiento de su promesa.
¿INDUSTRIA
DE LA SUPERSTICION? "El vasito de la
difunta. . . Usted le tira agua y ve el rostro
de la difunta...". Carlos Gómez (45, una hija)
es cordobés, como la mayoría de los mercaderes
atraídos por el ritual. Igual que sus colegas,
Gómez escarba motivos de queja que —según él—
atenuaran los pingües beneficios dejados por
chucherías y recuerdos; en este caso, por los
vasitos mágicos que vende junto con imágenes
y estampitas: "Vea, este año no es nada bueno
para nosotros; el concesionario de la hostería
se arregló con los de la Comisión Directiva
que administra el patrimonio de la Difunta, y
copó todas las concesiones". Aunque reconoce
que hay justificativos para el control:
"Muchos embaucadores vendían sus productos a
bajo precio y después devolvían el dinero; así
hasta llegar a 100 ó 200 pesos. Finalmente,
vendían las mismas cosas a mil pesos, y cuando
todos esperaban la devolución del dinero, se
lo guardaban lo más campantes". Su colega
Faustino Oliver (35, soltero, riojano), resume
el encono de los vendedores. Para él, "todo
está muy claro: el Director de Turismo de la
provincia, arquitecto Aldo Araya, es el
concesionario de la estación de servicio y
cobra coimas a los locatarios de los puestos".
La cosa no pararía allí, ya que "el cura es
quien regentea la soda y bebidas gaseosas en
toda la zona, e instaló muchos stands para su
propio beneficio". De cualquier modo,
coinciden en una queja: "La gente no compra
mucho, prefiere dejar la plata en las
alcancías. En estos cuatro días, difícilmente
saque más de treinta mil .pesos; por eso tengo
que andar de un lado para otro del país, desde
La Quebrada hasta Lujan", rezonga finalmente
Oliver. Algunos guarismos permiten dudar de
tanto lamento: cada quiosco sólo debe pagar 2
mil pesos anuales a la Comisión; a la hostería
se le reclaman 300 mil pesos, pero en Semana
Santa, solamente, la ganancia supera el millón
de pesos. El negocio no ha de ser tan
exiguo: la Difunta proporciona en la
actualidad el mayor caudal turístico de San
Juan (sólo los mendocinos totalizan más de 300
mil visitantes al año) y quizás canalice el
más importante boom del país, después de Mar
del Plata. El fenómeno puede explicar también
el cambio de actitud de la Iglesia, que en un
comienzo combatía el ritual hasta que
vislumbró la necesidad de orientarlo en un
sentido cristiano, de participar en tan
apabullante movimiento de masas. Sin embargo,
muchos peregrinos se mantienen inmunes a la
prédica religiosa: mientras una caravana de
vehículos atestaba la ruta, y gran número de
fieles cargaba hasta la iglesia una imagen de
la Virgen de las Animas —entre ellos, algunos
huasos chilenos a caballo— el gaucho Martín
Inzúa protestó ante SIETE DIAS: "Yo vengo por
la difuntita, no por los curas. Antes no la
querían, y ahora casi la hacen virgen. Ya
tuvieron que meterse. .." Lo cierto es que
en torno a la capilla de la Difunta milagrera
se ha redondeado un lugar santo, que en nada
evoca los excesos muy frecuentes que ocurrían
hacia 1910; por aquel entonces menudeaban las
borracheras, los duelos a poncho y cuchillo, y
muchas parejas iniciaban su vida amorosa en
las inmediaciones del altar, consumando así
una resurrección del antiquísimo —y pagano—
culto de la fertilidad. Cuando en 1958 se
constituyó la Fundación del Cementerio
Vallecito, consagrada "a la promoción
turística, y la utilización de los fondos para
obras de bien público", las cosas cambiaron
radicalmente. Hoy, una simple ojeada al staff
de su Comisión Directiva adelanta una garantía
de respetabilidad, y sugiere la trascendencia
del culto: figuran allí, entre otras
personalidades, el Director de Turismo
provincial (presidente) y el párroco de
Caucete, Ricardo Báez Laspiur
(vicepresidente). Con todo, la maledicencia no
se da por vencida, y hasta ha acuñado una
acusación muy difundida: Deolinda Correa
habría dado pie a una verdadera "industria de
la superstición popular".
SUCURSALES Y
ASADOS El taxista Nicolás Caputo, de 29
años, se despidió de su mujer Josefa Angulo;
iba a cumplir con una promesa formulada a la
Difunta. Nicolás no regresó, y las
presunciones de que había sido asaltado
parecieron confirmarse dos meses después, el
18 de julio de 1939; esa tarde, unos
camioneros hallaron el cuerpo, a diez
kilómetros de Vallecito. Fue el principio de
una insólita reverberación del mito; Caputo
pasó a ocupar el status de santo de los
colectiveros y taxistas de la región, y en el
lugar donde fue encontrado se yerguen ya tres
mausoleos, literalmente alfombrados por una
montaña de ofrendas que vierten sus
seguidores: centenares de bielas, pistones,
rulemanes, bujías, baterías y llantas de
automóvil se dan cita allí, como un extraño
repertorio de fetichismo técnico-ritual.
Sin embargo, Caputo no ha podido monopolizar
el santoral vinculado a la Correa: a lo ancho
de San Juan y Mendoza surgieron otros 20
mausoleos y tumbas, conocidos unánimemente
como sucursales del emporio de Vallecito. Las
más cercanas admiten la tutela de la
Administración, pero las restantes funcionan
todavía bajo "explotación privada". "Tengo
que resolver cómo organizar tanta
proliferación de sucursales y donativos
—confiesa Araya, director de Turismo—; porque
esto hay que organizarlo como un auténtico
negocio, ¿no cree? Yo tengo bastante
experiencia por los 14 años que estuve en
Estados Unidos, donde me gradué como
arquitecto. Sin embargo, para inculcar esa
noción a los sanjuaninos, me vuelvo loco. Por
lo demás, necesitaría 64 policías, a los que
tengo que dar de comer, aparte de los 22
hombres dedicados a la limpieza". Araya
sugiere que, "salvando las distancias, esto
podría ser una especie de Fundación Ford; ya
estamos haciendo donaciones a institutos de la
zona y de otras provincias. Mantenemos una
escuela, donamos dos carpas de oxígeno al
hospital y construiremos otras escuelas en
provincias vecinas. Yo no sé cómo empezó todo
esto —agrega—, pero jamás admitiré que la
Difunta haya nacido en algún otro lugar. Es
una cuestión de conveniencia, ¿comprende? Creo
que terminarán haciéndola santa, o algo por el
estilo. . Pero esa misma riqueza material
parecería encorsetar a Araya, quien admite no
saber qué hacer "con tanta cosa; recién
concluimos con un primer inventario de
existencias, que computó 10 millones de pesos
en bienes. Ahora pienso acondicionar las motos
y bicicletas, que servirían para movilidad de
la policía en los pueblos del interior". En
todo caso, deberán sumarse a los miles de
retratos, gorros de marinero, trajes de gala y
hasta piernas ortopédicas que llenan las diez
habitaciones del depósito; o a la cabra, diez
gallinas y cinco vacas que engrosaron el
patrimonio de la Difunta, en las dos primeras
semanas de abril. Josefa Angulo de Caputo
(59 años) se indigna sin embargo ante el
tropel de dádivas que llueven sobre su
santito: "En realidad —se consuela— el cuerpo
de Nicolás lo hice enterrar en un cementerio,
y voy sólo yo; aquí apenas si hay un poco de
cabello. Claro, para mí es un honor que la
gente lo venere, y mi esposo ya está haciendo
muchos milagros. Pero hay algo que no me
gusta: el cura Báez Laspiur, que vive más
cerca, se me adelanta y roba toda la plata de
los promesantes; pude saber que el otro día se
llevó 10.000 pesos, y antes de eso había
sacado 4 mil. Lo fui a ver, le pedí el dinero,
le rogué que por lo menos oficiara una misa
para el alma de mi marido. Sólo me contestó:
«Señora, las misas se pagan»". Por su
parte, el sacerdote acusado explica: "El
fenómeno es producto de una mentalidad pasada,
supone una suerte de contrato entre el
creyente y la imagen: si me das algo, yo te
doy mi moto; inclusive, no hay ningún
documento histórico que acredite la muerte de
Deolinda Correa, o como se llamare". No
obstante, a su juicio es imprescindible estar
allí, "para encauzar la fe de la gente.
Además, me he cuidado de deslindar el problema
económico: sólo me preocupo, como es natural,
por la faz religiosa". Pero no desdeña elogiar
los adelantos materiales que, gracias a la
Comisión, han revertido sobre los pobladores a
partir del cúmulo de ofrendas: "Hemos
conseguido luz eléctrica para todo el pueblo,
se logró agua corriente, y todo Caucete ha
progresado". Simultáneamente, en la capilla
hizo instalar altoparlantes "capaces de
reanimar a la misma Difunta", según ironizan
sus detractores. "El vía crucis de Semana
Santa lo termino justo sobre la tumba, y desde
allí me dirijo a esas decenas de miles de
almas. Claro que lo hago con la aprobación de
mi Obispo", se apresura a aclarar luego el
sacerdote. Es una preocupación ordenadora
que parecen compartir las otras autoridades, a
juzgar por los 15 empleados permanentes que
colaboran con la Comisión Administradora, por
los dos camiones encargados de trasportar agua
al lugar (reforzados con otros seis en Semana
Santa), por los tinglados que facilitan el
descanso de la gente y los letreros que
advierten: "Señor promesante, no encienda
fuego; prohibido caminar abrazados", o por el
servicio de colectivos que conecta en dos
horas la ciudad de San Juan con el santuario.
Hechos todos que favorecen, paradójicamente,
un rito aparentemente pagano, o al menos
espurio. Revista Siete Días Ilustrados
21.0.1969
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del sitio
Todas las semanas una legión de
promesantes conmueve al departamento
sanjuanino de Vallecito, a pocos
kilómetros de la capital provincial:
el culto a la Difunta Correa, propone
allí una insólita mezcla de paganismo
y religiosidad, enardecida por el
temor sobre una posible
comercialización del rito. Un fervor
que las autoridades quieren encauzar
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