El delito en la Argentina
Una tromba peligrosa pero improvisada

El delito en Argentina
La información fue reproducida por los diarios y las revistas norteamericanos de la semana pasada: Sam Giancana, heredero de los vestigios del imperio de Al Capone, se presentó ante la justicia de Chicago protestando por el cerco que el FBI había puesto a su persona durante dos meses. Cinco automóviles policiales seguían al suyo constantemente; varios hombres acechaban sus pasos y lo filmaban hasta cuando jugaba al golf. La justicia se limitó a pedir al FBI que amortiguara esa terca persecución. Y Sam Giancana, embutido en un reluciente traje gris, protestó; su fortuna no le impidió disimular ni frenar al verdadero personaje escondido en el reluciente traje gris: el gángster.
Giancana es un prototipo, al que un serial de televisión, Los intocables, ha popularizado en un marco de estruendosa violencia. En épocas del auge de las grandes bandas —surgidas entre la Ley Seca y la depresión— tenía 23 años; hoy, a su manera, es un caballero respetable, dueño de una fabulosa residencia y de docenas de camisas de seda. Y constituye, también, una de las tantas imágenes del crimen que el cine y la literatura popular han trasegado a lo largo de medio siglo. Un crimen organizado, con sus leyes atávicas, sus empresarios y su corte de súbditos; un crimen que inician los secos disparos de un revólver y suele clausurar el seco golpe de las pastillas de cianuro en la cámara de gas.
Un hombre como Giancana y una anécdota como la que acaba de protagonizar podrían encontrarse en la prensa de otros países, en el panorama de su actualidad. Sería difícil, imposible casi, descubrirlos en la República Argentina. A lo sumo se rescatarían pálidas versiones, rostros y actitudes pasados por el tamiz de la precariedad. Y no, desde luego, porque el crimen sea una mera sombra aquí: todo lo contrario, el crimen anota minuto a minuto un triunfo cada cinco derrotas, una hazaña cada cinco errores. Una revisión de los partes policiales lo dice mejor.
Solamente en Buenos Aires, en los siete días que van del martes 16 al lunes 22 de julio, 65 maleantes cometieron asaltos a mano armada, recogieron un botín de 5.891.000 pesos e hirieron a dos personas. Menos del diez por ciento de esos delincuentes está detenido (en una sola de las jornadas, la del 18 al 19, se perpetraron siete atracos). Por otra parte, los robos sumaron 7.150.000 pesos. En el Gran Buenos Aires totalizaron 4 millones de pesos y los asaltos una cifra menor, pero dos personas fueron muertas a tiros y cuatro, heridas; un policía resultó abatido y otro con heridas, y un asaltante perdió la vida.
En ambos conglomerados urbanos se registraron casos curiosos: dos atracadores de taxistas, aprehendidos por la policía, tienen 14 años; una banda de ladrones que está entre rejas robó por valor de 25 millones de pesos (mercaderías en tránsito) y se denunciaron atracos a dos conductores de colectivos. Un detalle no menos ilustrativo es el siguiente: en los juzgados de instrucción de la Capital descansan diez mil sumarios a nombre de N.N., por toda clase de delitos, levantados en el primer semestre de 1963 (proporción mayor que la de 1962).
Un cálculo sujeto a ajustes señala que, término medio, se producen 2.000 delitos por semana (asaltos, robos, hurtos, estafas, etc.) en la ciudad de Buenos Aires. Ya PRIMERA PLANA (número 8, páginas 22/26), al pasar revista a la delincuencia durante el año pasado indicó hasta qué punto su ola expansiva se acrecentaba de manera más sobrecogedora que alarmante.
Inclusive, ciertos expertos entrevistados susurran la posibilidad de mayores incrementos; alguno de ellos aventuró que el asalto a choferes de ómnibus, colectivos y trolebuses —además de los ya tradicionales a taxistas— iba a convertirse en una plaga cotidiana, en un remedo de los atracos ferroviarios que bordaron un trozo de la historia del Far West norteamericano. Al parecer, no está desencaminado; párrafos arriba se transcriben dos de esos hechos y las estadísticas tienden a demostrar su lento ascenso en los últimos meses.

El tiempo y la leyenda
Pero por encima del detalle numérico hierve una realidad acuciante: la del mundo del delito. Esa realidad movió a PRIMERA PLANA a tratar de responder a una pregunta tan curiosa cuanto enigmática: ¿Cómo es el delito en la Argentina? Compilados los resultados de la búsqueda menudean las sorpresas y los imprevistos. Pero la certidumbre que se desprende de dichas conclusiones es igualmente asombrosa: en el país, el delito es generalmente enemigo de la organización férrea, de la planificación minuciosa, hasta del vuelo imaginativo. Es, por el contrario, un ferviente cultor de la improvisación, de la mera corazonada.
Frente a los célebres bandoleros de otras latitudes, los bandoleros argentinos han preferido la maña antes que la reflexión, el ingenio antes que la sutileza. Para nadie es un secreto que personalidades como, por ejemplo, las de Dillinger, Salvatore Giuliano, Ma Barker, Dutch Schulz se salen de sus propios contornos, de su anécdota menuda. En el país, los nombres famosos son el fruto de un instante y no tuvieron continuadores: los años los han borrado como las balas de un pelotón de fusilamiento acabaron con Severino di Giovanni en la cárcel de Las Heras. Otros llegaron del exterior como los Capone: la banda de Ascaso y Durruti venía de España y se había entrenado en México, Colombia, Chile, Uruguay, Francia.
Son figuras esporádicas que nunca se repitieron; ahora, mientras en muchas naciones subsisten —en Francia, en los Estados Unidos, en Inglaterra, en Japón— el horizonte es otro en la Argentina.

El contrabando
Los delitos más asoladores de hoy —según la encuesta levantada— son el contrabando, el hurto de automotores, el asalto y el robo, aunque los dos primeros están encarados con sentido coherente y acarrean los mayores trastornos a las autoridades encargadas de reprimirlos.
El incremento del contrabando en el último quinquenio tomó características abrumadoras. Las prácticas de antaño han mejorado con la utilización de recursos donde, muchas veces, la inteligencia prevalece sobre la audacia. Curiosamente, el aumento del contrabando por medio de aviones, que se pregona y ocupa lugar en los diarios desde hace un par de años, no constituye una novedad. Hacia fines de la década del 20 ya se empleaban aeroplanos para introducir ilegalmente partidas de seda que venían de Montevideo: en aquel entonces se interceptaron cargamentos de 500.000 pesos.
La desvalorización de la moneda y las restricciones aduaneras no solamente extendieron el mercado: convirtieron el contrabando en un negocio de óptimos beneficios. La escala también se elevó: el procedimiento hormiga, sin duda importante, se asemeja ahora a un juego de niños junto a las maquinaciones de las grandes redes. Estas funcionan bajo una cobertura de seriedad y legalidad, y detrás de ellas bulle un universo de sordideces y mezquindades.
La falsificación de documentaciones y los resquicios que presentan los códigos judiciales son marcados por las esferas policiales consultadas como los elementos que han favorecido el incremento de esta actividad. Es cosa de todos los días fraguar desde pasaportes hasta formularios oficiales y de entidades privadas, sellos y órdenes y recientemente estallaron varios escándalos relacionados con el tema. Escándalos que de ningún modo detuvieron el crecimiento del contrabando.
Ya fuera de las pulcras oficinas y de sus pulcros dueños, empieza el hampa y concluye la organicidad. Un personaje se vino a agregar a los sempiternos resortes que hacen posible este delito (tripulantes de buques, empleados de Aduana, transportadores y vendedores de mercaderías). Su nombre vulgar es el de mexicano: nadie sabe de dónde proviene este calificativo gentilicio, si bien el personaje no es creación local.
El mexicano es un asaltante, pero sus objetivos son las cargas introducidas clandestinamente. Su entrada en este negocio desata continuas rivalidades y ha impulsado la creación de verdaderas gavillas. Obliga a los patrones a contratar matones y guardaespaldas que preserven sus intereses.
Las luchas entre mexicanos son bastante habituales. Hace poco, en la comisaría 33ª se levantó sumario por un asesinato: un contrabandista volvió de una misión y aseguró que la barca en que traía la mercadería se había hundido. Posteriormente se reveló que él la había hundido y salvado la carga para colocarla por su cuenta; recibió una descarga de plomo porque era el autor de una traición, vale decir, de una mexicaneada.
La abundancia de este tipo de delincuentes se asemeja a la labor de los espías. En muchos casos, no se sabe quién espía a quién. Con el contrabando sucede algo idéntico: las mercaderías pasan de mano en mano y llega un momento en que hasta el propio dueño pierde el control. Uno de los matones más conocidos, Fleitas, actuó durante años como guardaespaldas al servicio de opulentos contrabandistas. Un día descubrió que tenía suficiente prestigio como para convertirse en mexicano.
"¡Ojo! Esta mercadería es de Fleitas", era la consigna de los delincuentes. Y la consigna se reeditó, aunque Fleitas se llevara las cargas a sus depósitos. También le llegó la hora: casi pierde la vida en un tiroteo entablado en un garaje porteño; prefirió entregarse. Luego fue asesinado. Lo curioso es que, en un 80 por ciento, son empleados de aduanas quienes avisan a los mexicanos del ingreso de los contrabandos.
Aparte de esta lucha intestina, los hampones han hecho una especialidad de esta tarea ilegal; algunos provienen de otras ramas (antiguos asaltantes, por ejemplo) pero la mayoría se ha iniciado allí; saben resistirse y sólo las traiciones turban su oficio. Y la represión, que en muchos casos se origina en delaciones y falta de acuerdo con aduaneros o representantes del orden.

Robo de automóviles
El robo de automóviles es el segundo azote, de acuerdo con las averiguaciones realizadas. Se estima que por este camino desaparece un promedio diario de diez unidades. Es lucrativo como el contrabando y sus riesgos son menores. El modus operandi generalizado es éste: los levantadores sustraen el coche elegido y lo llevan a un sitio fijado de antemano; otros lo trasladan a los talleres con el fin de proceder a su desfiguración o desarme completo —suelen enviarse las piezas al exterior y allí se rearman—. Concluida esta fase, se los envía al interior, donde está el cliente o alguna agencia que trabaja, al mismo tiempo, con coches de origen normal.
Al tope de la tarea están los comerciantes, difíciles de apresar. Uno de ellos, detenido tiempo atrás, era un oficial militar dado de baja, con oficinas en el centro. Los autos se estacionaban bajo un puente en la avenida General Paz; desde un café situado en frente, el levantador se comunicaba con él y al rato llegaban los emisarios que "compraban" la unidad y la disfrazaban, más tarde, en provincias
El levantador es un personaje que oscila entre los 18 y los 30 años; muchos han sido mecánicos; no es gente considerada de avería ni resiste a la policía. Casi siempre ignora quién es el jefe de la "empresa" para la que opera y recibe entre diez y treinta mil pesos por auto robado. Trabaja en combinación con un campana, tan fundamental y joven como él. Los campanas han logrado un conocimiento preciso de su misión. Uno de ellos explicó que si un automovilista estará ausente durante un lapso prolongado hace lo siguiente: cierra con absoluta
precaución, tantea las puertas, echa una mirada abarcadora y, mientras se aleja, torna a mirar de dos a tres veces. El levantador actúa por la tarde, a las horas de funcionamiento de los bancos, y por la noche, en los alrededores de espectáculos públicos.
El cerebro de estas organizaciones —estrechamente vinculado con sus colegas del interior— pide siempre una marca de auto y un modelo. Las preferencias se superponen y los policías las conocen como la ráfaga del Fiat 1100, la del Peugeot 403, la del Rambler (la más reciente); sólo el Chevrolet sigue siendo requerido a pesar de las modas pasajeras.
Río Cuarto, en Córdoba, es el centro adonde converge la mayor cantidad de autos robados en distintos puntos de la República; calcula la policía que allí opera medio centenar de comerciantes. Las otras ciudades que hospedan a abundante volumen de autos rotados son, además de la Capital y el Gran Buenos Aires —que recibe los sustraídos en el interior—, Mendoza, Tucumán, Rosario, Corrientes, Mar del Plata. San Nicolás, Azul, Bahía Blanca. Varias decenas de talleres donde se desfiguran las unidades se esparcen en todo el territorio nacional.
Los levantadores —nunca pasan más de 15 días presos— cambian periódicamente de gavilla, y en los últimos años han pasado a esta tarea delincuentes provenientes de otros oficios. El proceso contra el robo de autos es complicado: como se trata de un delito jurisdiccional, el acceso de la policía a los coches secuestrados demora y sufre entorpecimientos (en los Estados Unidos es federal). A su vez, el patentamiento en comunas del interior, cada día más sencillo, y las defraudaciones prendarias con la compra de unidades amplían el campo de acción de los delincuentes.

Armas y sangre fría
El asalto con violencia es la tercera plaga en el mundo del crimen en la Argentina. "Ahora, cualquiera es asaltante", dicen los policías. Y han tenido que archivar la imagen que tenían de este tipo de hampón, del hombre maduro, corajudo y decidido que coronaba su carrera y se transformaba en el pistolero, en el gángster. Hoy, a partir de los 13 años y nunca más allá de los 30, el asaltante parece practicar un deporte más que un delito, desde el atraco a la lechería de barrio hasta al hold up contra pagadores.
Está en manos de jóvenes a quienes une un rasgo común: la cobardía. De ahí el consumo de drogas a que se someten. Provienen de las clases bajas, aunque de vez en cuando se encuentran representantes de la burguesía (caso hermanos Jordán). Gozan de impunidad —a causa de las ya sabidas deficiencias represivas y punitivas— y nada les cuesta proveerse de armamento: la venta de revólveres, pistolas y carabinas hasta el calibre 32 es libre, y el 80 por ciento de las muertes registradas en el país son producidas por armas de calibre 22.
El asaltante de hoy, señalan las fuentes investigadas, actúa sin trabas porque sabe que la ley caerá sobre él mucho después de dar su golpe; vive lo instantáneo y sabe, además, que sus víctimas no reaccionan ni denuncian los atracos con rapidez (hay un teléfono especial en el Departamento de Policía para dar parte de los hechos concretos o prevenirse de ellos si existen sospechas: muy pocas personas lo utilizan).
Esta vivencia de lo instantáneo tiene una repercusión directa: las bandas son transitorias y sus integrantes se intercambian con absoluta periodicidad. Quizá por esto tienden a evaporarse los jefes, los pistoleros, los Prieto, los Villarino. Quizá, también, porque la policía intenta no dejar crecer los grandes nombres: de tal suerte, el enemigo público, como entidad temible, está sepultado.
Los asaltantes, por su juventud, son inexpertos y arrastran perversidades que antes no cometían los hombres de edad; un caso concreto es la violación de mujeres y otro es el asesinato y la crueldad porque sí (Langoni, Medurga). La policía piensa que la pena de muerte no constituye una solución aceptable: no haría sino encrespar los instintos. Pero sí contribuiría una legislación de trámite más ágil, como en España o en Francia, donde una ley especial sobre asaltos finiquita las causas en treinta días y opone una muralla a la actividad del atracador, que no ignora que tiene los días contados después de perpetrada su falta.
El salteamiento de bancos, sostienen las autoridades, prueba la improvisación de las bandas y su poca coherencia, su carencia de líderes. Uno de los delitos que permanecen sin esclarecer, el de la sucursal bancaria de Azcuénaga y Santa Fe, no fue un asalto sino un robo, un escruche, como se lo denomina en la jerga del hampa (el asalto, en cambio, es la pesada). Ocurre que el robo continúa en pie con mas fidelidad por parte de sus representantes.
Los franceses, eslavos y rusos concentraron, antiguamente, el dominio del oficio; actualmente hay mayoría de argentinos. El escruche es una especialidad, una tarea de paciencia y sangre fría mayor que el atraco armado. Desde unos años a esta parte, el número de episodios de este tipo ha aumentado desmesuradamente: el objetivo elegido son los departamentos, y el momento ideal, la tarde.
El ladrón es generalmente hombre maduro, de la clase baja; no enfrenta a la policía ni acostumbra llevar armas. Actúa con ayudantes y constituye bandas más permanentes que la de los improvisados pistoleros. El escruchante hábil ha desterrado el robo de aparatos voluminosos (receptores de radio o televisión, ventiladores, etc.) para dedicarse exclusivamente al material que no lo delata y consigue ocultar fácilmente: joyas, dinero, pequeños objetos artísticos; no obstante, pocas veces la policía tropieza con un Arséne Lupin. Aunque, de pronto, da con casos fuera de lo común: el "ladrón de la navaja", que se hacía pasar por empleado telefónico, violaba a sus víctimas, y terminó asesinando a una anciana boliviana.
O el de otro delincuente que había inventado un inaudito plan de operaciones: elegía cinco departamentos, se aseguraba de que estaban vacíos, colocaba un diminuto trozo de papel en las cerraduras y regresaba al primero: si el papel —sólo perceptible para su ojo— estaba en su lugar, entraba y robaba; y así seguía en los demás blancos elegidos. Era un ladrón solitario,
espécimen que abunda en menor cantidad con relación a los que forman gavillas.

Otros rostros del hampa
Las esferas requeridas por PRIMERA PLANA restaron trascendencia y volumen a estos otros delitos:
• Tráfico de drogas. Mínimo, comparado con otros países —los tres centros mayores de exportación son Roma, Beirut y Hong Kong—; existe sin embargo, y sus consumidores ya no sólo pertenecen, como antes, al ámbito de los teatros y cabarets. Salta y el puerto de Buenos Aires son las grandes fisuras por donde se cuelan los estupefacientes: los preferidos son los que vienen de Alemania y Francia y, luego, los de Bolivia y Perú. Una plantación y una destilería importante es todo lo que pudo descubrirse en la Argentina. Los traficantes y los encargados de vender los alcaloides a los distribuidores adoptan, generalmente, apariencia de impecables comerciantes. Uno de ellos, de apellido Longo, que fue muerto en la calle Entre Ríos, tenía un apacible negocio en Bahía Blanca.
• Prostitución. Han desaparecido los rufianes, que tenían varias mujeres a su cargo. Las prostitutas callejeras no reciben una vigilancia a fondo y se las deja operar hasta tanto no promuevan escándalos. Sucede que últimamente se perfila la call-girl en reemplazo de la eterna incitadora. Se trata de mujeres jóvenes, agraciadas, con empleos dentro de lo común, que amenizan reuniones poco inocentes en quintas o departamentos. Y la trata de blancas se atiene a las leyes de las redes internacionales.
En otras ramas del delito, la situación es inesperada: en la Argentina no hay asesinos a sueldo profesionales ni sindicatos del crimen. Los homicidios responden, en su mayoría, a cuestiones pasionales y, luego, a intereses. El juego clandestino —indican los policías— tampoco se desarrolla en la misma escala que en otros países; mueve sumas fabulosas, en quinielas y apuestas del turf. En cambio, el garito aristocrático y de grandes dimensiones no tiene edición nacional: sólo una vez se descubrió una ruleta ilegal, que ahora adorna el Museo Policial. El cuatrerismo y los delitos menores (carteristas, culateros —sustraen mercaderías de camiones—, curanderos, etc.) subsisten sin ofrecer variantes relevantes. La influencia de la política en favor del crimen se considera nula y la actuación de mujeres en el hampa no alcanza proporciones serias.
Otro tipo de crimen preocupa más a las autoridades policiales: es el que llaman delito económico, limitado en principio a los círculos privados, por medio de la estafa y la defraudación y que en épocas recientes ha contagiado a sectores financieros. En este renglón, el delito no despliega las clásicas características del hampa y acude a la tecnificación y a la seriedad exterior.
Por estas mismas condiciones, sale del submundo del crimen, aunque su volumen de víctimas y perjuicios monetarios sea desolador. Sólo el contrabando abandona este nivel de cuello blanco, como se lo califica en los Estados Unidos e Inglaterra.
30 de julio de 1963
PRIMERA PLANA

Ir Arriba

 

El delito en Argentina