LA SEGUNDA EXPEDICION DE ISABELITA

Tras seis años de ausencia, la mujer de Juan Perón está en la Argentina para cumplir una misión similar a la que desempeñó en 1965: reagrupar en torno suyo a todo el Movimiento, impedir el accionar de algunos sectores prooficialistas y armar un poderoso aparato que apuntale la posición del peronismo dentro del Gran Acuerdo

Isabel Perón
El martes 7, a las tres en punto de la mañana, un destartalado ómnibus Magirus Deutz frenó suavemente, pero sus chirridos bastaron para despertar a los pocos ocupantes que habían logrado dormirse. El vehículo había salido de Rosario siete horas antes y era el primero en llegar al aeropuerto internacional de Ezeiza para aguardar la llegada de Isabel Martínez de Perón. Agotados por la travesía, los 30 viajeros —que oblaron mil quinientos pesos cada uno— optaron por gozar del aire fresco, echándose a dormir sobre el techo del micro. Pero un par de horas después despertaron hambrientos; como las confiterías del aeropuerto habían cerrado, no tuvieron más remedio que subir otra vez al vehículo e iniciar un peregrinaje al grill Viturro, de Liniers, donde deglutieron con fervor docenas de sandwiches.
Fue un error: a las cinco y media, la elegante confitería Ezeiza recibió el primer contingente justicialista; capitaneados por Olga Beatriz Villalonga de Macedo —una cuarentona rubicunda—, los madrugadores militantes del Partido Justicialista zarateño desplegaron un cartel de bienvenida ante la resignada mirada de los mozos.
De allí en más, las huestes peronistas comenzaron a copar los canteros de Ezeiza. Como un símbolo de los nuevos tiempos, más de un centenar de micros y numerosos automóviles sirvieron para trasportar a las legiones, otrora movilizadas casi exclusivamente en camiones. Curiosamente, los núcleos más organizados y compactos fueron los de la atomizada Juventud Peronista: a las siete y media de la mañana, 220 activistas de once grupos distintos se encontraron en la puerta del Hotel Internacional, se colocaron cintas celestes y blancas en el hombro izquierdo y se dedicaron a "resguardar el orden". Ciertos observadores conjeturaron que la finalidad era impedir choques con los metalúrgicos de Lorenzo Miguel, algo que no llegó a concretarse. El grueso de las falanges juveniles arribó a partir de las ocho de la mañana al local del Automóvil Club Argentino de Ezeiza, cita que —en caso que hubiesen existido dificultades— se habría concretado en el cercano restaurante El Mangrullo.
De ese modo, los jóvenes se aglutinaron en la parte baja del espigón nacional (allí descendería el avión que conducía a Isabelita), separados de la pista por un frágil vallado metálico colocado por la policía a las ocho y cuarto de la mañana. También se apretujaron bajo las escaleras que conducen a la terraza, lo que hizo que sus vítores se multiplicaran gracias al eco que proporciona el hormigón del techo y las escaleras. Los sectores sindicales y la rama femenina, en cambio, se diluyeron en infinidad de grupos no mayores de cien personas, que atestaban las terrazas. La postergación del viaje perjudicó —según dijeron— a los gremialistas. Es que de haber llegado el sábado, los mecánicos habrían garantizado la presencia de 3.000 de sus afiliados, mientras los telefónicos aseguraban 20 micros y cincuenta carteles.
A las nueve de la mañana el espectáculo era completo: siete mil fervorosos (algunos calcularon diez mil), un tercio de los cuales pertenecían a la juventud, al son de trompetas, clarines, acordeones y docenas de bombos, agitaban cientos de cartelones y gallardetes y se desgañitaban en cánticos comprensiblemente desafinados. Sintomáticamente, algunos versos dirigieron su artillería contra el defenestrado Jorge Daniel Paladino: "Juventud, juventud / al pobre Paladino prepárale el ataúd". "Ajajá, ajajá, / Paladino dónde está."
Los jóvenes atacaron también la política acuerdista: "NI olvido ni perdón, queremos a Perón"; "Con guerra o elección, queremos a Perón". Claro que estos cánticos provocaron la inmediata reacción de un puñado de adictos al Movimiento Federal que pilotea Manuel de Anchorena, quienes intentaron reflotar la vieja consigna "Ni yanquis ni marxistas, peronistas". De todos modos, cuando las diversas consignas amenazaban con provocar enfrentamientos, los componedores entonaban la marchita: entonces, reinó la paz.
Con todo, las distintas líneas se reflejaron cuando un pelotón de la Guardia de Infantería, vista la tranquilidad de la concurrencia, optó por retirarse. En ese momento, los grupos sindicales y las bases del Movimiento Federal aplaudieron, mientras los nucleamientos de la juventud los silbaban. Claro que los servicios de seguridad continuaban allí.

LA DISCUSION INTERNA
Lo cierto es que, ya antes del martes, la llegada de Isabelita había alimentado nerviosas discusiones en el Consejo Superior. Es que la vicepresidenta del Comando arribaría —se anunció en principio— el sábado 4, perspectiva que entonaba a los "duros", deseosos de "movilizar a las masas". Pero sus esperanzas se diluyeron el jueves 2, cuando, sobre el filo del mediodía, Carlos Spadone, director de la revista Las Bases, retornó de Madrid con la decisión de Juan Perón: su esposa debía llegar el martes 7, un día laborable. El mismo jueves, los miembros del Consejo debatieron sobre el tema, pero los juveniles Rodolfo Galimberti y Francisco Julián Licastro —partidarios de un recibimiento masivo— debieron resignar sus pareceres ante la orden del General. Además, los adalides del sector "combativo" sufrieron un chubasco peor: el teniente coronel retirado Osinde informó que, por resolución de Madrid, la custodia estaría a cargo de los servicios de seguridad gubernamentales, en combinación con suboficiales peronistas retirados. Tampoco esta vez los "duros" objetaron la decisión. La asamblea prosiguió sin que se discutiera quién tendría a su cargo la organización de la estada de Isabel en la Argentina. Es que se sabía que Osinde —un ex oficial de Inteligencia— había concertado durante su larga permanencia en Puerta de Hierro, los detalles del alojamiento de Chabela.
Las discusiones continuaron el viernes y el lunes 6, cuando durante una hora y media —desde las 10.30 hasta el mediodía— se conversó sobre la cantidad de dirigentes que podrían ingresar al comité de recepción (no más de 40) y su distribución. Las mujeres sólo lograron cuatro lugares, mientras los jóvenes se repartieron siete: Licastro, Galimberti (líder de Juventudes Argentinas de la Emancipación Nacional-JAEN), Alejandro Gallego Álvarez (Guardia de Hierro), Roberto Grabois (Movimiento de Bases Peronistas), Ida Luz Suárez (en representación de la detenida Norma Kennedy, de la Agrupación 26 de Julio), Alberto Brito Lima (Comando de Organización) y Dardo Cabo (Agrupación Peronista de Bases 17 de Octubre-APEBA 17). Los dos últimos formaron parte de la custodia de la viajera en su excursión de octubre de 1965, cuando se insistió que sus cincuenta guardaespaldas eran hombres impuestos por Augusto Timoteo Vandor para controlar a la enviada. Pero ahora Cabo y Brito Lima cambiaron de posición.
Pese a todo, Osinde no se conformó con la custodia de Seguridad Personal, y llamó a una veintena de suboficiales retirados que se turnarían cada seis horas en sus funciones. Según versiones, el asesor militar del Consejo Superior habría planteado a Arturo Mor Roig la conveniencia de que lo dotase de quince pistolas calibre 45 y cuatro ametralladoras, una por cada automóvil. Como Mor Roig se negó, convinieron en que el Ministerio de Interior se encargaría de la vigilancia. Así y todo, Osinde reclutó a sus milicianos, en su mayoría cincuentones, que se apostaron en Ezeiza alrededor de las ocho y media de la mañana.

LA DULCE ESPERA
"A Isabelita le enloquecen las orquídeas y las rosas rojas", comentó, mientras jugueteaba impaciente con una orquídea (que había pagado cinco mil pesos), la abogada Emma Tacta de Romero, apoderada general del Partido Justicialista. Mientras, Juanita Larrauri —quien alquiló 50 ómnibus— se pintaba los labios, Manuel de Anchorena lucía un extraño sombrerito, y Gerónimo Izzeta exhibía sus encanecidos mostachos en la confitería de Ezeiza, dialogando con una docena de veteranos emires del vandorismo. También estaban presentes el mecánico José Rodríguez, el albañil Rogelio Coria, el petrolero Adolfo Cavalli, el metalúrgico Lorenzo Miguel (quien fletó 20 micros) y el gastronómico Ramón Elorza. En cambio, no hubo representantes del ala "dura" de las seis dos. Quique el Carnicero, uno de los fieles de Rucci, apenas llevó una decena de adictos.
En tanto, la multitud redoblaba su entusiasmo y ante el temor de que traspusiesen las vallas, un fornido cuarentón, conocido en el peronismo como El Loco Devori, afirmó arrogante: "Perón manda allá y yo aquí". El escepticismo policial se trocó en asombro cuando El Loco alzó sus brazos y los bombos enmudecieron. Claro que fue unos instantes, porque enseguida se vio llegar un Ford Falcon, chapa C 369410, que conducía, a través de la pista de aterrizaje, a una mujer rubia, menuda, vestida con un conjunto de pantalón y chaqueta color crema que dejaba ver una camisa estampada multicolor: era María Estela Isabel Martínez de Perón.
Rodeada por fuerte custodia, Isabelita se abrazó con Erminda Duarte de Bertolini y Blanca Duarte de Álvarez Rodríguez, las hermanas de Evita. Tras intentar infructuosamente usar el micrófono para saludar a sus entusiastas fieles, la viajera subió velozmente a un automóvil sin que los periodistas lograsen declaración alguna.
Su vehículo era escoltado por alrededor de veinte autos desde los que se arrojaron (durante todo el trayecto desde Ezeiza hasta Callao y Santa Fe) miles de volantes y mariposas multicolores, signados por la CGT, en los que se daba la bienvenida a Isabelita y a José Rucci, uno de sus compañeros de viaje junto a José López Rega y dos dirigentes gremiales; se afirmaba que en la máquina también volaron cinco hombres que custodiaban a la esposa de Perón.
La caravana —auxiliada por patrulleros policiales, que cortaban el tránsito— sólo se detuvo en Pacheco de Meló 1848, cuando Isabelita se alojó en la casa de Héctor Cámpora, donde almorzó. A esa altura, la custodia se había reducido a los reclutados por Osinde y a algunos grupos juveniles. Al rato, Isabelita partió rumbo a la calle 3 de Febrero al 1300 (donde vive una de las hermanas de Evita). En el viaje se registró un detalle curioso: por la calle O'Higgins al 1600, el auto que llevaba a la viajera se detuvo (el chofer ignoraba la ruta) con cierta brusquedad y justo en la puerta del domicilio de Juan Carlos Onganía. El agente policial de consigna manoteó la pistola, pensando en un operativo comando, pero todo concluyó allí. Desde la casa de las cuñadas de Perón, Isabelita se dirigió al sexto piso de la calle Quintana 260, donde en ese momento se dijo que se alojaría.
En Ezeiza, mientras tanto, un centenar de muchachos y chicas "ultra-duros" enrollaba una bandera que rezaba "Perón presidente". Eran militantes de la Corriente Estudiantil Nacionalista y Popular (CENAP, ongaristas), de los Comandos Estudiantiles Peronistas (CEP, otrora vinculados al telefónico Guillán) y de la Federación de Agrupaciones Nacionales de Estudiantes Peronistas (FANDEP). "Otra cosa hubiese sucedido —se quejaron— si se declaraba la huelga general y se recibía combativamente a Isabelita".

LAS CONSIGNAS A CUMPLIR
Como en 1965, Isabel Martínez está en la Argentina para cumplir con un deber de lealtad marital: la preservación del hogar peronista —que su esposo preside— de posibles escisiones (rebeldías) o deslealtades. En cierto sentido, su misión es casi igual a la de una devota ama de casa, que cuida la unidad del clan, reconviene a los hijos díscolos (en nombre de un padre severo, pero dispuesto a perdonar a los que acepten arrepentirse) y que trata de articular a toda la familia en función de los mandamientos de su jefe.
Por eso, el viaje de Isabelita carece en sí mismo de significación. O, mejor dicho, la "tercera esposa del ex dictador" —un curioso sonsonete acuñado por La Prensa, diario que nunca evoca el pasado matrimonial de las "personalidades "democráticas", entre las cuales parecería que no existen ni viudos ni divorciados— sólo viene a la Argentina a montar un aparato, a reforzar sus defensas. Y lo que verdaderamente importa es saber algo que la viajera no está en condiciones de aclarar: para qué servirá después ese aparato, al servicio de qué línea será implementado. En suma, Isabel encarna, dentro del peronismo, la etapa en que actualmente se encuentra todo el proceso político argentino: la etapa en que cada uno de los actores del GAN trata de acumular fuerza propia para estar en mejores condiciones de negociación cuando llegue, después de marzo próximo, la hora de formalizar la concordancia.
Es cierto, entonces, que uno de los propósitos del viaje consiste en descoyuntar la armazón partidaria que había forjado el ex delegado Jorge Daniel Paladino, a quien se acusa de flirtear con el gobierno. También lo es que, para vigorizar su posición en la mesa acuerdista, Perón amplíe el abanico, incorporando a la "conducción táctica" a dos representantes de su ala "dura" (Francisco Julián Licastro y Rodolfo Galimberti) y alentando relativamente a figuras de su movimiento por ahora vinculadas a opciones políticas ajenas al oficialismo: el teniente coronel Jorge Osinde (verdadero "maestro de ceremonias" del viaje de Isabelita y hombre conectado al nacionalismo militar) y su secretario privado, José López Rega, amigo del anterior y también del desarrollismo.
No es verdad, en cambio, que ello signifique la ruptura de Perón con el proyecto político oficial. Del mismo modo, también es falso que la intensificación de las iniciativas en favor de la candidatura de Lanusse implique una declaración de guerra del gobierno a sus interlocutores civiles, incluido el ex presidente. Lo que ocurre, simplemente, es algo que preside la naturaleza misma de cualquier negociación, sobre todo en sus inicios: cada una de las partes trata de birlar aliados a la otra, de agudizar sus contradicciones internas y —por si todo el andamiaje se desmorona— de reservarse vías de repliegue indoloras y de bajo costo.
En ese encuadre, el viaje de Isabelita es una maniobra defensiva, no un giro de 180 grados. Porque la iniciativa ya había sido asumida antes por el gobierno que, sabiamente, hizo girar toda la situación en torno de la candidatura Lanusse, infiltró cuñas adictas en las filas del peronismo (Paladino), capitalizó incluso la adhesión de algunos caudillos radicales (por ahora sólo han trascendido los nombres de Sancerni Giménez, Benedetti y de varias figuras del unionismo) y se lanzó a la caza de apoyos en el interior, alentando la creación de la aún nonata Federación de Partidos Provinciales; un mecanismo pensado para absorber a los líderes neoperonistas de tierra adentro.
Ante ese embate Perón articuló sus defensas. Primero amnistió a antiguos herejes del sindicalismo y ordenó la reunificación de las 62 Organizaciones —para impedir que también allí se escindan grupos para-oficialistas—, tratando de otorgar un fuerte peso dentro de esa estructura a José Rucci, un dirigente que no tiene fuerza propia y que, por lo tanto, depende de Madrid. (Es por eso que Rucci tuvo el privilegio de viajar en el mismo avión que Isabelita, justo cuando otros sectores de las 62 atacaban al secretario de la CGT, acusándolo de ambiciones caudillescas.) Luego el ex presidente provocó la renuncia de Paladino, reemplazándolo 4por Héctor Cámpora, un opaco militante que se define a sí mismo como "obsecuente de Perón". Más tarde, el Líder intensificó lo que él llama el "trasvasamiento generacional", lo cual le permitió acercar a cuadros juveniles "duros", asegurándose así la anotada vía de repliegue; simultáneamente ofreció su perdón a los caudillos neoperonistas, computados como "blandos". Por último, para coronar la jugada, envió a su mujer, la única persona insospechable de "tergiversar" al jefe y que, por esa razón, está en condiciones de obligar a los rebeldes a tornar al redil. Porque si no lo hacen, ella —encarnación misma de Perón— se ocupará de administrar justicia.
De tal forma, es lógico que "Isabel se resista a formular juicios no retóricos sobre la marcha del proyecto gran-acuerdista, y que se apreste, además, a realizar "giras de inspección" por el interior. Lo primero, porque acata estrictamente la consigna de su esposo: "desensillar hasta que aclare"; lo segundo, porque también cumplimenta la segunda parte de esa consigna, cuyo texto completo es el siguiente: "Frente a la incertidumbre, no suele quedar otro remedio que desensillar hasta que aclare. Cuando se trata de la conducción, esa espera es preciso utilizarla de la mejor manera". Algo sintomático: esta frase encabeza un editorial firmado por Juan Perón y publicado en el número 1 del quincenario Las Bases, una revista que, por su composición, sintetiza claramente cuál es la táctica del Líder en este momento: allí publican sus artículos todos los sectores del Movimiento, con la única excepción del ongarismo y los grupos guerrilleros.
Revista Siete Días Ilustrados
13.12.1971

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Isabel Perón
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