Justicia
Magistrados bajo el peso de la duda

duda razonable
Cuando hace diez días se cumplieron ocho años del encierro de los célebres hermanos Cardozo en la embajada del Paraguay en Buenos Aires, en algunos círculos judiciales se oyeron comentarios sorprendentes: "Tal como se está aplicando ahora el beneficio de la duda los Cardozo hacen una tontería en seguir asilados. Torturaron a decenas de personas y todo el mundo lo sabe, pero nunca se podrían reunir tantas evidencias como para que el juez no hallara motivo alguno para dudar. Y, entonces, debería absolverlos."
Tanto la Constitución Nacional como los respectivos códigos penales — el de fondo y los de procedimientos— establecen en la Argentina el "beneficio de la duda": si las evidencias reunidas dejan margen a cualquier "duda razonable", el juez, aunque esté íntimamente convencido de la culpabilidad del acusado, debe absolverlo, no importa cuán horrendo sea su crimen.
Desalentados juristas temían, en la pasada semana, que el beneficio de la duda sirviera también ahora para dejar en la impunidad al concejal de Florencio Varela, Pedro Vecchio, sobre quien se cernían abrumadoras acusaciones en el caso Penjerek. Hasta ese momento, contra Vecchio —que seguía negando desesperadamente—, sólo había testimonios, ninguno de los cuales era especialmente calificado desde un punto de vista moral, y entre todos los cuales había visibles, aunque no fundamentales, discrepancias. "Sin un cuchillo con impresiones digitales, sin una confesión amplia y detallada del acusado, sin pericias balísticas, ni químicas ni nada por el estilo, yo me animo a sacar de la cárcel al mismo Al Capone, aunque cien testigos juren haberlo visto cometer el crimen", fue la observación de un hábil abogado defensor.
La impresión pesimista que comenzaba a generalizarse en círculos del Foro se apoyaba en otro hecho, que fue calificado como "desalentador" en un editorial de La Prensa del jueves 26. Cuatro policías de la Capital que habían sido declarados, en primera instancia, culpables de la muerte de un detenido a quien torturaron salvajemente, resultaron absueltos por la Cámara de Apelaciones.
En sus votos, los vocales de la Cámara admitieron, sin retaceos, que las evidencias probaban que el detenido había llegado en perfectas condiciones físicas a la comisaría; que allí había sido objeto de "repetido castigo", hasta el punto de salir de la seccional con cuarenta y cuatro equimosis y escoriaciones en la cara, el tórax y otras partes del cuerpo; y que poco después había muerto en el hospital Las Heras, donde debió ser conducido en virtud de su estado. Los vocales hacían notar también que, durante la investigación de los hechos, los jueces tropezaron con "innumerables trabas opuestas por los funcionarios y empleados de la comisaría", en actitud "lindera con el encubrimiento".
Pero se concluía en que, lamentablemente — y a pesar del previo pronunciamiento del juez de primera instancia—, no era posible individualizar de manera "inequívoca" al autor del golpe que, en particular y entre los otros 43, provocó la lesión interna que precipitó la muerte; y que, con relación a los participantes de las sesiones de torturas, tampoco se podía establecer "inequívocamente" la responsabilidad penal que a cada uno de ellos, por separado, le correspondía. Y que en tales circunstancias había suficiente "duda razonable" como para no tener más remedio que absolver a los cuatro inculpados.
Del texto de los votos de todos los miembros de la Cámara se deducía que en realidad, y más allá de toda sutileza jurídica, ninguno de ellos —como hombres, no como jueces — podía siquiera pensar que los acusados no fueran efectivamente culpables de un asesinato brutal. "Tanto el que aplicó los golpes fatales — escribió amargamente el único vocal que se pronunció, en disidencia, por la condena de los acusados— como los que pegaron .en la cara, como también quien siendo oficial, cabo o vigilante, presenció, permitió o colaboró con su presencia e interrogatorio a quien se estaba atormentando" son, inequívocamente, culpables.
Con esos antecedentes y dentro de ese marco parecía a los expertos verdaderamente difícil que ninguno de los ocho jueces que, directa o indirectamente, habían tomado hasta la pasada semana intervención en el caso Penjerek, pudieran desplegar una investigación tan perfecta como para acorralar con pruebas materiales, sin dejar resquicios, a los presuntos culpables.
Entre tanto, los complicados en el "affaire" más escandaloso suscitado en la Argentina en los últimos años — "No recuerdo nada así desde el rapto de Ayerza", dijo un viejo policía — habían comenzado ya a aplicar la tortuosa técnica habitual. En las causas por delitos múltiples cometidos en lugares geográficamente distintos —en este caso el rapto, presuntamente perpetrado en el distrito federal; la corrupción y violación, cometidos, al parecer, en el Gran Buenos Aires; y por fin el asesinato, ejecutado, tal vez, en Bosques— hay casi una docena de jueces e instancias entre los cuales "chicanear", según se dice en la jerga de los tribunales.
Ya entre un juez de la Capital, Luis F. del Castillo, y otro de La Plata, Alfredo Garganta, había estallado un complejo conflicto que estaba a resolución de la Suprema Corte, cuando otro magistrado bonaerense, Pedro Heguy, irrumpió en las actuaciones y precipitó la investigación. Pero un cuarto juez debió intervenir cuando una de las complicadas —Laura Mussio de Villano — denunció haber sido víctima de "apremios morales" y se desdijo de toda su anterior confesión; todo ello sin contar a los fatigados jueces de todos los fueros y jurisdicciones — inclusive uno del fuero Comercial — que en estos días recibieron recursos de hábeas corpus, pedidos de amparo, denuncias por reales o imaginarias torturas, querellas de todo tipo ensayadas por una nube de complicados mayores y menores, simples testigos interrogados una sola vez, vecinos peleados con sus convecinos, gente ofendida de toda clase y deslumbrantes mitómanos (La Razón llegó a transcribir, el miércoles 25, una minuciosa descripción de ritos de "vampirismo", atribuida a una testigo que habría exhibido ante los periodistas su colmillo "especialmente afilado").
Más allá de los aspectos pintorescos, se tenía de todos modos la sensación de que los complicados, asesorados por habilísimos abogados, estaban tratando de crear una maraña judicial como pocas veces se ha logrado. "Desenredar la madeja procesal, tal como está ahora, podría llevar meses y meses", confesó off the record uno de los magistrados.
En los círculos parlamentarios, mientras tanto, se empezaba a hablar seriamente de propiciar una reforma drástica de los códigos de procedimiento en lo penal.
PRIMERA PLANA
1º de octubre de 1963.
 

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